El traidor noble — historia de una ilusión
Nos conocimos cuando cualquier enamoramiento parece destino. Pablo era un chico desgarbado, delgado, con una guitarra a la espalda y un cuaderno arrugado en la mano, lleno de garabatos que llamaba poesía. Me esperaba en la puerta del instituto, fingiendo que pasaba por casualidad, y siempre sonreía con una sinceridad infantil.
—Elena, escucha esta canción nueva— susurraba, mientras sus dedos rozaban las cuerdas.
Yo escuchaba. Aunque su voz desafinaba y sus versos eran empalagosos, en sus ojos ardía un sentimiento tan tierno que no podía rechazarlo.
Después del instituto, la vida nos separó: yo entré en la universidad de pedagogía en Sevilla, él en la técnica en Barcelona. Pero Pablo seguía escribiéndome. A veces llamaba al teléfono fijo de la residencia, otras enviaba postales arrugadas con frases como: «Sin ti, todo es gris, mi pelirroja». Venía a verme en trenes baratos, gastando hasta el último euro solo para pasar una noche juntos.
Recuerdo una vez que enfermé con fiebre y apareció bajo mi ventana a las tres de la madrugada con un termo y pastillas. Susurró a través del cristal: «Ya te lo dije, sin mí no puedes». Yo me quedé allí, envuelta en una manta, llorando de felicidad.
Tras la universidad, Pablo me pidió matrimonio. Sin anillos, sin flores, en el mismo banco del parque donde nos dimos nuestro primer beso.
—Cásate conmigo, Elena— dijo, y sus ojos brillaban igual que a los diecisiete.
—Solo si me juras que nunca serás un hombre aburrido en traje— le respondí entre risas.
—¡Lo juro solemnemente!
Planeábamos mudarnos a Madrid, pero su madre enfermó gravemente. Nos quedamos en nuestro pueblo de Castilla. Él empezó a trabajar en una tienda de electrónica, yo en una escuela rural. Todo era temporal. O eso creíamos. Pero lo temporal se volvió permanente.
Vivimos en un piso destartalado, bebíamos café barato y organizábamos «noches de baile» en la alfombra vieja, con música de un cassette. Cuando le dieron su primer bono, me llevó a un restaurante donde el poste costaba más que su sueldo de una semana. «Pero es bonito», dijo, besando mis dedos.
Luego murió su madre. Heredamos un piso amplio y decidimos tener un hijo. Pablo soñaba con una niña pelirroja, como yo. Pero nació un niño. Solo vivió 32 días.
Y después, todo se fue al traste.
No podíamos compartir el dolor. Estábamos acostumbrados a vivir ligeros, con bromas, huyendo de los problemas. Pero el dolor nos arrinconó cada uno en un extremo. Él se refugió en el trabajo, yo en la depresión. Cuando logré levantarme, dejé la escuela. No soportaba ver a otros niños.
Unos años después, ascendieron a Pablo, pero no le bastó. Renunció para montar su negocio. Dijo: «Conozco el mercado, tengo contactos, encontré un nicho». No se equivocó. Al año, teníamos coche, ropa de marca y vacaciones en el extranjero. No podía creer que fuera mi vida.
Pero con el dinero, desapareció la cercanía. Casi no hablábamos. Yo intentaba todo: cocinaba sus platos favoritos, le invitaba al teatro, planeaba reuniones familiares. Él solo lo evitaba con un «luego». Y ese luego nunca llegaba.
Mi madre decía: «Elena, sin un hijo, la familia no está completa. Arriésgate, no esperes». Yo quería. Estaba lista. Pero Pablo no. Cuando intentaba hablar del tema, solo respondía «no» y se encerraba en sí mismo.
—Han pasado seis años— le dije un día—, ¿no es hora ya?
Dejó el tenedor bruscamente:
—Basta.
Me quedé helada:
—¿Por qué? Somos una familia…
—No, Elena. No lo hagamos.
Se levantó de la mesa. Y yo me quedé en esa cocina perfecta, con muebles caros y un vacío que pesaba más que todo.
Entonces apareció Javier. Lo presentó el propio Pablo, como su socio. Alto, educado, con buenos modales. Me invitaba a exposiciones, conocía a los pintores, escuchaba. Una vez, sin mirar, me pasó un catálogo de Picasso.
—Pablo dijo que te encanta Picasso.
—Se equivocó— solté—. Me gusta Dalí.
Javier sonrió:
—Entonces hablamos de Dalí. ¿Tomamos un café?
No respondí. Pero él no se rindió. Entradas al teatro, flores, conversaciones. Intenté hablar con Pablo:
—Oye, Javier me invita a exposiciones. Actúa como…
—Ve— me interrumpió—. Te aburres aquí.
—¿Escuchas lo que dices?
—Es buena persona, Elena. Y le gustas.
Me quedé muda. Me miraba sin dolor. Tranquilo. Como si hubiera planeado esto.
—¿Tienes a alguien, verdad?
—Sí. Pero no quiero que sufras. Solo quería que no te quedaras sola.
Me reí. Amargamente. Casi como un grito ahogado:
—O sea, ¿me empujaste hacia él para no sentirte un traidor?
No respondió. Su teléfono vibró. Miró la pantalla y en sus ojos apareció esa chispa. La misma que antes brillaba solo para mí.
—Vete— susurré—. Te espera.
Estábamos en nuestra cocina impecable, pero entre nosotros ya no había nada que pudiera salvarse.
—Perdón— respiró él.
Pero no había perdón. No solo se fue con otra. Lo hizo todo para parecer noble. Para no ser el culpable. Para que en este juego yo fuera la perdedora, con mi «nuevo marido» regalado y un deber envenenado.
Al día siguiente, recogí mis cosas. Sin gritos. Sin escándalos. Cuando el taxi dobló la esquina, recordé a aquel chico flaco con la guitarra que una vez susurró:
—Elena, aprenderé a escribirte poemas de verdad.
Nunca lo hizo. Pero sí aprendió a mentir tan bien que hasta él mismo se lo creía.
Moraleja: A veces, la nobleza no es más que cobardía disfrazada.