El tono del móvil de mi nuera cambió mis planes de ayudar a la joven familia a encontrar un piso

Vivo solo en un piso bonito de una habitación en el centro de Madrid. Hace cinco años que falleció mi esposa y, tras su muerte, heredé otro piso de dos habitaciones de mi tía; está en otro barrio menos elegante pero también bien distribuido. Llevo alquilando ese piso a unos inquilinos jóvenes y responsables. Una vez al mes, paso a recoger la renta y a asegurarme del buen estado de la vivienda. Durante estos dos años, nunca he tenido queja alguna.

Cuando mi hijo se casó con Lucía, decidieron forjar su vida por su cuenta. Alquilaron un piso y empezaron a ahorrar con ilusión para dar la entrada de su propia hipoteca. No puse ninguna traba; de hecho, siempre tuve pensado cederles el piso de mi tía, para que, llegado el momento, lo reformasen, lo amueblasen a su gusto, incluso lo vendieran si así lo deseaban.

Al año de casados, nació mi nieto, y con su llegada tuve aún más claro que debía dejar los papeles listos para que mi hijo se quedase con el piso familiar. Sin embargo, la semana pasada, mi manera de pensar dio un giro inesperado.

Todo ocurrió tras mi 60 cumpleaños. Lo quise celebrar como nunca, pensé en mí por una vez y reservé un salón en un restaurante céntrico, invitando a amigos, familia, a mi hijo y, por supuesto, a Lucía.

Lucía y yo solemos entendernos bien, aunque su carácter es bastante temperamental y, a veces, deja escapar emociones negativas, incluso conmigo. Siempre lo he achacado a la juventud y he procurado no darle importancia. No obstante, la manera en que me dejó en evidencia delante de mis invitados me descolocó por completo.

Mi hijo y Lucía llegaron al restaurante con el niño. Comprendí enseguida cuando Lucía, con anticipación, me avisó que no podrían quedarse mucho por el pequeño y que, probablemente, se marcharían al cabo de una hora. No tuve inconveniente alguno.

Cuando se disponían a irse, Lucía no encontraba su móvil. Di vueltas junto a ella en su búsqueda y, para agilizar, marqué su número desde mi propio teléfono.

Fue entonces cuando, en medio del silencio repentino que inundó la sala, empezó a escucharse, desde el alféizar de la ventana, un aullido y ladrido furioso de perro. Todos los invitados se giraron a mirar. Lucía, visiblemente ruborizada, se precipitó hacia la ventana, agarró el móvil y cortó la llamada de golpe.

Los presentes, amigos y familiares de toda la vida, no pudieron disimular el estupor: primero la miraron a ella, luego a mí. Mi hermano, avispado, tomó las riendas de la situación y, al son de la música, propuso un brindis para desviar la atención, pero el aire ya estaba enrarecido. Las palabras no van al viento; algo se había quedado ahí.

El resto de la noche sentí miradas y cuchicheos por lo bajo, todos comentando el peculiar tono de llamada que Lucía había puesto específicamente a mi contacto. Al día siguiente, pedí explicaciones a mi hijo seguramente no era la primera vez que escuchaba el aullido cuando yo llamaba, pero restó importancia al asunto.

Desde entonces, he preferido distanciarme de ellos y he decidido posponer la cuestión del piso hasta que la relación mejore. Al menos, me gustaría escuchar una disculpa sencilla de ambos. Si consideran que para ellos soy como un perro, pues bien, están en su derecho Pero hoy he aprendido que, en ocasiones, un pequeño detalle basta para descubrir lo que verdaderamente piensan de uno, y que, aunque duela, a veces es mejor escuchar el silencio.

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