María no quitaba los ojos de la marquesina que anunciaba Sala de Operaciones. Las letras se le fundían por el cansancio acumulado de tantas horas de espera, y el corazón le latía como un tambor. En una mano apretaba sin descanso el tractor rojo de plastico que le había regalado su marido a su hijo menor, Juan, de cuatro años; el otro juguete, un camión azul de los dibujos animados, ya había quedado en el olvido, y con el tiempo el pequeño había abrazado con todo su corazón de niño el rojo, regalo del papá.
Por fin, tras el cristal empañado, apareció la silueta de un hombre; las puertas se abrieron de golpe y un médico cansado surgió del pasillo. María se puso de pie como un resorte y se abalanzó hacia él.
Doctor, ¿qué tal? ¿Cómo ha ido todo? ¿Y Juan? exclamó, con la voz temblorosa.
El doctor bajó la cabeza, quitándose la máscara, y murmuró con culpa:
María, lo siento Hemos hecho todo lo que podíamos
María quedó tirada en la cama de su hijo, encogida en un bollo. La almohada todavía guardaba el perfume de Juan. En el espejo frente a ella se veía aún la huella manchada de galleta de la manita del niño. Menos mal que no la había limpiado; ahora el espejo también llevaba su recuerdo, porque Juan ya nunca volverá a ensuciárselo, ni a apoyar su cabecita cansada sobre la almohada.
Una lágrima salada rodó por la mejilla de María. El dolor se había instalado en su corazón sano, el mismo que le faltó a su pequeño. El hermano mayor, Pedro, estaba sano y ya casi independiente: tenía dieciocho años y estudiaba en la universidad. Pero Juan
Esa alegría inesperada que llegó tarde se había convertido en un sufrimiento inmenso. Todos los exámenes previos habían dado resultados perfectos, y fue justo antes del parto cuando, por casualidad, descubrieron un grave defecto cardíaco. En la corrección quirúrgica algo salió mal y Juan ya no estaba.
María cerró los ojos y, como en los últimos días, se encontró en una pradera soleada, cubierta de flores de mil colores y olores. Al fondo estaba Juan, con su sonrisa inmutable, vistiendo su camiseta de coches. En sus manos llevaba un gran ramo de margaritas.
¡Juan! gritó María, hijo mío! pero él parecía no oírla, absorto en contar pétalos.
María corría entre los campos, abriendo los brazos para abrazarlo, pero por más que corría, Juan no se acercaba; al contrario, se alejaba cada vez más. De pronto, alzó la mirada, sonrió y se desvaneció en el aire, mientras una nube de margaritas caía lentamente al suelo.
Al llegar al sitio donde se posaron los pétalos, María vio una especie de dirección escrita con blancas flores sobre el verde del césped.
Despertó al sonido del móvil. En la pantalla brillaba Pedro.
Sí, hijo contestó María con voz ronca.
Mamá, hoy vengo, ¿puedes prepararme algo? dijo Pedro.
María forzó una sonrisa. Ya llevaban casi tres meses sin Juan, pero todavía tenía a su hijo mayor. Era hora de ponerse de pie y seguir adelante.
Claro, ¿qué te apetece? ¿Tortitas? respondió.
¡Genial, mamá! Ya estoy en el autobús, llego en un momento dijo Pedro.
Pedro trataba de venir cada fin de semana para distraer a sus padres. Él también sentía un vacío cada vez que pensaba en su hermanito. La vida seguía, y la familia debía afrontarla junta.
Con mucho esfuerzo, María se levantó, se dirigió a la cocina y abrió la nevera. No había leche. Su marido, Luis, estaba en la encimera soldando una placa para el portátil. Levantó la vista y preguntó:
¿Necesitas algo? ¿Quieres ir al súper?
Pedro ha llamado. Viene y quiere tortitas dijo María con calma. Se nos ha acabado la leche, pero voy yo a comprar.
Luis se quedó mirando sus gafas como quien despierta de un sueño.
¡Se oye que la alegría vuelve a abrirse paso! pensó.
María se vistió despacio y salió. Un leve viento primaveral le acariciaba la cara; los pájaros cantaban y los árboles empezaban a vestirse de un verde casi saladino, a punto de brotar en hojas tiernas. La naturaleza despertaba de la siesta invernal. María suspiró:
¡Vaya, Juan, no te he visto en mi quinta primavera!
Sacudió la cabeza, ahuyentando los pensamientos lúgubres, y se dirigió al supermercado.
En la cesta llevaba leche, los caramelos favoritos de Pedro, pan y pollo. Al acercarse a la caja, un sonido de risa familiar surgió de la fila trasera. En el pecho, María sintió un nudo de nostalgia: era la risa de Juan. Corrió hacia donde provenía, pero sólo vio una pequeña figura infantil ocultándose entre los estantes. Con la certeza de que no podía ser real, siguió el rastro del niño, tropezando con un cartel de campaña publicitaria que había caído al suelo.
Al levantarlo, quedó boquiabierta: sobre fondo blanco, en letras rojas, estaba escrita la misma dirección que había visto en su sueño.
Juan, ¿qué quieres decirme? susurró María.
Regresó a casa con la sensación de que todo tenía un motivo. Juan quería transmitirle algo, pero ¿qué? Tendría que buscar la dirección en Internet, pero no ese día. Hoy llegaría su único hijo restante, y debía recibirlo como se merece, manteniendo la compostura.
La tarde pasó más cálida de lo esperado; María encontró fuerzas para sonreír mientras escuchaba las historias universitarias de Pedro. Él devoraba la comida casera con entusiasmo, y María y Luis lo miraban con ternura: ahora era su único hijo. Al final, cada uno se retiró a su habitación y la noche tomó su pleno dominio.
Agotada, María se quedó profundamente dormida. A la medianoche, el leve canto que salía del baño la despertó. Su corazón se aceleró: era la voz de Juan, cantando la canción del tractor azul del dibujo animado.
Tragó saliva, se levantó y se dirigió sigilosamente al baño, intentando no asustar al Juan. Abrió la puerta con el menor ruido posible, pero el cuarto estaba vacío. Las lágrimas brotaron.
¿Qué esperaba? ¿Que Juan apareciera en el baño? ¡Ya no está! se recriminó María. Es sólo mi imaginación enferma.
Se acercó al lavabo, dejó correr el agua y se lavó la cara. Basta ya de torturas mentales, pensó, por Luis y por Pedro. Al mirarse en el espejo vio su rostro pálido, con ojeras y marcas de cansancio. En un impulso, frotó espuma de jabón contra el vidrio, sin saber por qué. La espuma descendía formando letras que, de alguna manera, dibujaban la dirección.
Un escalofrío recorrió su espalda y, como un susurro, una vocecita infantil le dijo:
Te espero, mamá
¿Qué haces despierto? preguntó Luis, sobresaltado por la luz de la pantalla del portátil.
María, sentada en su sillón, con el portátil en el regazo, respondió:
Luis, acércate Si sientes lo mismo que yo, no será nada de locura
Luis se levantó cojeando, se acercó a ella y su corazón latió con fuerza al ver una foto de un niño de unos cuatro años, con el nombre Alejandro, 4 años escrito bajo ella. Alejandro había perdido a sus padres en un accidente tres años atrás, vivía con su abuela, y hacía medio año estaba en el albergue porque la abuela había fallecido.
Esta dirección me persigue desde hace días explicó María. Es la que nuestro Juan me transmite
María contó a Luis el sueño, el suceso en la tienda y el canto del baño. Tras pensarlo un momento, Luis afirmó:
María, vamos
Carmen Álvarez, directora del albergue, los condujo por un amplio y luminoso pasillo, volteando constantemente para intentar explicar la extraña situación.
Cuando Alejandro llegó, pensamos que sería temporal. Es un niño sociable y con buen desarrollo, criado por su abuela. Tres familias intentaron adoptarlo, pero se encerraba en sí mismo al ver a los posibles padres. No quiero entregarle a un sitio donde no quiera estar. Él dice que algún día sus padres volverán y él los reconocerá. En los últimos tres meses ha creado un amigo imaginario al que llama Juan, y este Juan le ha dicho que sus padres llegarán pronto.
María y Luis se miraron. ¿Acaso su hijo fallecido quería ayudar a un huérfano?
Pues no sé. Conocedle, quizá calentéis su corazón concluyó Carmen, abriendo la puerta de la sala de juegos.
María reconoció al instante al niño. Delgado, con ojos curiosos, estaba sentado entre otros niños, construyendo una torre de bloques mientras tarareaba la canción de Juan. Alejandro se volvió, dejó los bloques, saltó de pie y gritó:
¡Mamá, papá! ¡Sabía que vendríais!
La rapidez del proceso de adopción la facilitó la propia Carmen, quien se emocionó al saber que Alejandro había encontrado una familia. Un mes después, María, Luis y Pedro llegaron a recoger a Alejandro para llevarlo a casa. Al salir, el niño agarró la mano de María y dijo:
¡Mamá, espera! miró hacia el fondo del pasillo. Allí está Juan, quiere despedirse.
El corazón de María se apretó de nuevo, pero esta vez era una tristeza luminosa, con la certeza de que no había vuelta atrás, pero sí debía seguir viviendo. Ahora dependía de ella el futuro de aquel pequeño Alejandro, que había abierto sus corazones a los de María y Luis. Nunca olvidaría a su Juan, lo amaría siempre, pero ahora tenía otro ser por quien ser fuerte.
Alejandro corrió al final del corredor, se detuvo junto a una ventana, miró un momento y volvió hacia sus padres y su hermano mayor. Detrás de la ventana, un majestuoso palomo blanco surgió de la nada, revoloteó sobre el edificio, dio una vuelta sobre las cabezas de Alejandro, María, Luis y Pedro, y se elevó hasta perderse entre las nubes.







