**El tercer intento**
Juana se puso su bata blanca, se sentó en la silla del escritorio y se reclinó hacia atrás. Cerró los ojos un momento, intentando tranquilizarse y prepararse para la jornada. Tocaron a la puerta. «¿Quién será ahora? —pensó para sí Juana—. No me dan ni un respiro, como si no pudieran esperar…».
Sin esperar su respuesta, la puerta se entreabrió y asomó la cabeza de un hombre.
—¿Se puede?
Juana lo miró con severidad.
—La consulta es a partir de las dos —dijo con tono seco, simulando leer un documento importante.
Al rato, echó un vistazo hacia la puerta. La cabeza del hombre seguía allí.
—Ya le dije claramente… —empezó con irritación, pero el tipo no se movió.
—Ya son las dos —comentó el hombre, señalando con la cabeza el reloj de pared entre las dos ventanas.
Juana miró el reloj. La aguja grande marcaba las doce en punto. Era hora de empezar la consulta. Su humor, ya de por sí bajo, empeoró.
—Pase —dijo con un suspiro.
El hombre entró y Juana lo evaluó con mirada profesional mientras se acercaba. No parecía enfermo: bien vestido, aspecto saludable, sin rastro de dolor en su rostro.
—¿Apellido? —preguntó, alcanzando la pila de fichas en la mesa.
—Martínez, Javier López.
Se sentó, reclinándose en la silla y apoyando el codo en el borde del escritorio. Su actitud la exasperó. «Vaya modales, como si estuviera en su casa», pensó.
Encontró su ficha, apenas con dos anotaciones del oftalmólogo.
—¿En qué puedo ayudarle? —dijo sin entusiasmo, lista para despacharlo.
—Es que no duermo, doctora. En el trabajo bostezo todo el día, pero en cuanto me acuesto, el sueño se esfuma. O me despierto a media noche y ya no pego ojo.
—¿Desde cuándo?
—Desde que mi mujer volvió. Se fue con otro, yo por fin me tranquilizaba, y de repente regresó. No puedo echarla, tenemos una hija.
—No necesito detalles. Aquí tiene análisis y una radiografía de tórax. Hágase estas pruebas y vuelva.
—¿Tan necesario es? —preguntó el paciente, sorprendido.
—Usted no viene nunca a consulta, no se hace revisiones. Es obligatorio. Al menos una vez al año.
—Pero… ¿y el insomnio? —preguntó Javier, hojeando los papeles.
—Elimine el estrés. Si sin su mujer dormía, ya sabe la solución.
—Encantado, pero ¿a dónde voy? El piso es pequeño, no podemos dividirlo. Ella no se irá, y está la niña. Mis padres ya no viven. ¿Alquilar a mi edad? Además, ¿por qué debería ser yo? Recéteme algo y me voy.
Juana sacó a regañadientes un talonario y le recetó un somnífero suave.
—¿Y usted? Digo, ¿no está casada? Se le ve cansada. ¿También tiene problemas? —preguntó Javier de pronto.
La pluma de Juana se detuvo. «¿Qué se cree?».
—¿A usted qué le importa? —respondió brusca.
—Solo lo pregunto por empatía. Los médicos también sufren. ¿Su marido la dejó?
Juana estuvo a punto de soltar que sí, hacía diez años. Se fue con una más joven, dejándola con tres hijos. El mayor ya vivía en Alemania, trabajando, casado, sin intención de volver. Informático, como su padre, quien le metió la idea en la cabeza. La hija se marchó a Madrid el año pasado. Y el pequeño, que vivía con ella, ahora también se había ido, arrastrado por su hermana.
Nada le quedaba: cincuenta años, la jubilación asomando, y la soledad. Ni amigos ni padres a quienes quejarse.
Juana volvió a la realidad.
—Aquí tiene su receta. Y no olvide los análisis. —Deslizó el papel hacia Javier.
—Gracias —dijo el hombre, tomándolo, pero sin moverse.
—¿Algo más? Si no, no retrase a los demás. —Juana señaló la puerta.
—Sí, claro. Hasta luego. —Finalmente, se levantó. Al salir, se giró. Juana no apartó la mirada a tiempo.
Entró una anciana, de esas que tratan la consulta como terapia.
Al quitarse la bata al final del día, Juana recordó que la esperaba su casa vacía. La desesperación la ahogó. Tragó lágrimas y salió del centro.
—Juana —la llamó una voz.
Era Javier, su primer paciente del día.
—Pensé… Se le ve tan triste. ¿También tiene problemas? Se nota. A mí tampoco me apetece volver a casa.
Juana se sorprendió. ¿Era tan evidente?
—¿Qué le hace pensar eso? —replicó seca.
—Venga, no finja. Entiendo de vida y de mujeres. No todas son como mi ex. ¿Tomamos un café? Solo charlar. Llevo todo el día pensando en usted. No se ofenda, pero al verla supe que una mujer así era lo que siempre busqué. Es hermosa, pero muy apenada.
Juana calló, buscando palabras para mandarlo a paseo.
—¿Piensa cómo decírmelo con educación? Yo me iré, y usted se quedará con su orgullo y su soledad.
«Qué perspicaz», pensó Juana.
—Vamos —dijo al fin.
Javier habló del tiempo, del invierno que se acercaba. Juana caminaba a su lado, convencida de que cometía una estupidez.
Pero el café le subió el ánimo. Javier contó chistes, anécdotas, hasta que logró sacarle una risa. Luego llegó el vino. ¿Por qué no? El alcohol le calentó el cuerpo y el alma. La tristeza se esfumó. Javier le gustaba cada vez más.
Sin darse cuenta, le contó la pelea con su hijo, su partida. Que no veía sentido en nada. ¿Nietos? Sí, en Alemania, a los que nunca conocería. Bajo la mirada comprensiva de Javier, dejó escapar una lágrima, pero se secó rápido.
Al salir del café, aún mareada, se apoyó en su brazo. Él abrió la puerta de un taxi. ¿Cuándo lo había llamado? No importaba. Solo quería dormir.
El aire la despejó. En la puerta de su edificio, se despidió, aunque él esperaba seguir. No.
Al día siguiente, lo vio frente al centro de salud con un ramo enorme. Hacía años que nadie le regalaba flores. En el Día de la Mujer, sí, pero por compromiso.
—¿Quiere cortejarme? —Miró hacia el centro. Alguien lo vería, y mañana serían murmuraciones.— No hace falta —dijo firme, alejándose.
—¿Le molesté? —Javier la siguió.
—Déjeme en paz. —Se detuvo brusca, y él casi chocó con ella.
—Al menos lleve las flores.
Juana lo fulminó con la mirada y se alejó, dejándolo atrás.
Pasaron días sin verlo. Pero cada salida, Juana esperaba encontrarlo. A la quinta jornada, estaba allí. Sin flores.
—Mire, no quiero relaciones. Busque a alguien más joven.
—No quiero a nadie más —respondió él, con voz quebrada.
Esta vez, Javier iba callado. Caminaron en silencio hasta su portal. Allí, la besó. Sus labios eran suaves. Juana no reaccionó a tiempo.
«¿Qué estoy haciendo?», pensó en el ascensor.
En la cocina, él elogió su hogar.
—¿Esper—¿Esperas acostarte conmigo? —preguntó Juana sin rodeos, y Javier, tras un instante de silencio, asintió con una sonrisa tímida mientras ella se dejaba llevar por la emoción de sentir que, al fin, la vida le daba una segunda oportunidad.