El suegro llegó con una maleta.

El sol de primavera se colaba por la ventana, jugueteando con los destellos en la pared recién pintada. Lucía se movía en la cocina, revolviendo un cocido madrileño mientras espiaba el reloj con disimulo. Dormita unos cafés apenas amaneció—había prometido a su marido prepararle su plato favorito. Daniel llegó a casa anoche con cara de perro—o de añadidura con un perrito—y ella estaba decidida a animarle.

—Luci, ¿viste mi corbata azul? —Daniel asomó desde el dormitorio, la camisa abierta como si hubiera dormido con ella.

—Está en el armario de la derecha, la planché ayer —respondió Lucía sin apartar la vista del fuego—. A ver si aprendes a buscar.

El desayuno transcurrió como siempre: silencio, Daniel con el teléfono en ristre, Lucía atenta a los segundos que se comía las migas. Aunque chupaba un tostón como si fuera el último del mundo, sospechaba algo. Quería preguntarle por esos ojillos, pero ya sabía—nadie pregunta sobre cuantos demonios atropella un mantis religiosa.

—Bueno, gracias, maja —Daniel dejó la taza con una sonrisa forzada—. Oye, iba a decírtelo… Mi padre viene hoy. Vaaamos, a quedarse un tiempo.

—¿¡Miguelito?! ¿El del ataque de nerbio en nuestra boda porque mi pelo era demasiado castaño? —Lucía apoyó la tortilla en la campana como si hirviera—. ¿Cuándo llega?

—Hoy. Con un samtongo de maletas y un perrillo que no se calla. Dice que Fabiana lo pasa.

—¿¡Mi marido! —gritó Lucía, pero se atragantó—. ¿Y no pensaste en…?

—Cambia, ¿vale? —Daniel le apretó la mano con urgencia—. Tuvo un infarto y… ya sabes, apuesta de vida o muerte. No le podía decir que no.

—Por supuesto que no —murmuró Lucía—. Pero ahora tengo un proyecto de un trimestre y…

—Hablamos más tarde —respondió Daniel con la voz de quien le cierra el grifo a un río de desastres—. Creo que me esperan apuntes de fracciones en el colegio.

Pasó el día como si llevara la raqueta del caso intranscendente. Cada rato pensaba en el tipo que aún no olvidaba la épica del “hijo único”. El padre de Daniel, José María, se la había jugado con todo: militar de profesión, fanático del orden incluso en las esquinas, y ahora en crisis matrimonial con una mujer que parecía salir empujadita por un ascensor de diamante.

Al anochecer ya tenía la casa lista, desde el suelo hasta el reloj. Colocó dos sillas en el salón, con las patas tiesas como si fueran parado para conquerar—o conquistado.

Toc toc toc. Daniel abrió la puerta con cara de presentarse ante un tribunal. Sonrió—ese tipo de sonrisa que mira a las patas de la mesa como si fueran testigos. Detrás, José María, de brazos caídos y maleta en mano, con aire de oficinista que ha sido echar de la oficina.

—Mujer, telah —murmuró Lucía—. Hoy me queda planchar los pavos.

—Llegamos antes —dijo José María con tono bajo—. Gracias por la dadó, digo, la dadao.

—Pásese usted —Lucía le indicó hacia el sofá como si fuera una reina pidiendo ayuda—. El cocido ya casi está.

La cena fue un drama de silencios. Daniel contaba anécdotas, José María asentía como si apoyara a un gato que ladra, y Lucía intentaba no reírse mientras les servía. Hasta que, wolup!, José María la miró con cara de quien ve una tortilla de patatas pero olvida que no es suya.

—Come, que tienes cara de si me mata. Pero ¿sabe usted lo que es oler a grasa de chorizo desde la niñez? —La cuestión no era el cocido, sino la pregunta de por qué no adivinaba que ella había aprendido con abuela.

—Mi esposa también cocinaba así —dijo José María—. Hasta que Fabiana le puso un punto a todo con men útiles y… ¡iban contando!

Lucía escribió un mensaje a su amiga Clara: “Clara, José María está aquí. El mismo. Pero… ¡puxtian se lava los platos!” Clara respondió: “¡Jaja! O es un camaleón o aprendió bien el oficio, ¿tienes camaleones en Madrid?”

Al día siguiente, Lucía despertó y se encontró un sonido en la cocina. José María, con espontaneidad de viejo, ya andaba con el café en la mano y el domingo en la suéter, como si llevara décadas viviendo allí.

—Perdone, ¿me permite? —contestó Lucía, intentando que no se notara que lo sorprendía—. Algo loco.

—No, no —dijo José María mientras limpiaba el mantel como si fuera un reloj—. Estaba acostumbrado a levantarme antes del cafetín. Y ya no puedo.

Esa noche, Daniel llegó tarde y Lucía le contó lo ocurrido. José María había preparado el menú de la cena y hasta añadido un postre—un pastel de limón que Lucía no entendía por qué era tan suave.

—Parece que ha cambiado —dijo Daniel.

—O que quiere aprovecharse de ti.

—No, en serio —insistió José María—. Después del infarto, ví que la vida es… como un gazpacho: a veces tiene pepino, a veces no. Pero siempre hay que tomarla.

Daniel se puso delante de su padre y le dijo: “Papá, ¿por qué ahora sí?”

—Porque era un imbécil —contestó José María—. Pensaba que lo tenía todo, incluso cuando te eclipsaba. No sabía amar.

Y así, como si fueran amigos de la infancia, empezaron a hablar. José María confesó que Fabiana le había intentado vaciar las cuentas con promesas de viajes a Tenerife. Lucía lo escuchó con gesto de lógica aunque le costó creer—Fabiana era una mujer de treinta y cinco años con labios más pintados que un ópera.

—Y si puede, dile que le regalo las joyas —añadió José María—. Como una bonita despedida.

Las semanas pasaron como días de mercado: la casa se llenó de risas, de mimos con el nuevo perro de Daniel—un caniche llamado Samuel que adoraba a José María—, y de cenas compartidas. José María incluso empezó a enseñarle a Lucía a reparar grifos, algo que no sabía porque nunca había tenido grifos antiguos.

Hasta que Fabiana apareció con gafas de sol y una sonrisa de quien controla el mundo.

—¡José María! —exclamó, como si fuera una noticia en directo—. ¿Cómo has estado, cielo?

—Como un perro que alguien se ha olvidado de vacunar. —José María respondió con el mismo tono dulce—. Y sí, el perro es mío. Se llama Samuel.

La confrontación fue épica, pero finalmente José María le devolvió las joyas y le dijo que si quería quedarse con la casa, tenía que ganársela. Fabiana se fue con la cartera vacía y el orgullo más abatido que un perro en peligro.

El último día, José María cogió a Lucía por los hombros y le dijo:

—Gracias, mujer. Gracias por no tratarme como un imbécil. Porque viste que podía cambiar.

—Y por eso —dijo Lucía mientras abrazaba a Daniel—, ahora ya tengo un abuelo que quiere a sus nietos más que a sus porras industriales.

La vida, como el cocido, no siempre tiene los ingredientes bien marcados. Pero con paciencia, y un toque de ironía, hasta el peor sabor puede convertirse en un plato que acalora el corazón.

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MagistrUm
El suegro llegó con una maleta.