*Diario de un padre.*
—¡Mamá, no me digas que lo has olvidado! —gritó Lucía, entrando como un huracán en el recibidor y dejando caer su carísimo bolso—. ¡Vamos, mamá! ¡Te lo dije hace un mes!
María Luisa se volvió lentamente del espejo, donde se ajustaba el cabello gris. Sus manos temblaban levemente, pero su mirada permanecía serena.
—¿De qué hablas, cariño? —preguntó con suavidad.
—¡¿De qué?! —Lucía lanzó el bolso sobre el sofá—. ¡Del cumpleaños de Diego! ¡Mañana cumple quince años! ¿O es que otra vez estás en las nubes?
—No, lo recuerdo… —María Luisa se sentó en el sillón, cruzando las manos sobre las rodillas—. Solo pensaba que quizá no hacía falta tanto ruido…
—¿No hacía falta? —Lucía se quedó petrificada, clavando los ojos en su madre—. ¡Es mi hijo! ¡Tu nieto! ¡Quince años! ¿Y me dices que no hace falta?
María Luisa suspiró. Sabía lo que venía. Como siempre que Lucía venía con su hijo los fines de semana. Su hija había sido siempre así, impulsiva, exigente. Y ahora, después del divorcio, peor.
—Lucía, cálmate. Lo tengo todo. He comprado un regalo y he encargado una tarta en la pastelería —dijo cansada—. Pero pienso que quizá él no quiera una gran fiesta. Se ha vuelto tan callado…
—¿Callado? —bufó Lucía—. ¡Es un adolescente! Todos son callados con los mayores. ¡Pero eso no significa que no merezca celebración! ¡Al contrario, hay que demostrarle que le queremos!
Del pasillo llegó el crujido de una tabla del suelo. Apareció Diego, alto, delgado, con el pelo oscuro revoltoso y los ojos serios de su padre.
—Hola, abuela —murmuró, lanzando una mirada fugaz a su madre—. ¿Por qué gritáis?
—No gritamos, hablamos de tu cumple —Lucía cambió el tono al dirigirse a él, endulzando la voz—. ¡Mañana cumples quince, cariño! La abuela ha encargado una tarta, yo he traído regalos…
—No necesito nada —masculló Diego, sentándose al borde del sofá—. Pasaremos.
—¿Cómo que pasaremos? —se indignó Lucía—. ¡Quince años, es una fecha importante!
Diego encogió los hombros y se hundió en el móvil. María Luisa miró a su nieto con inquietud. Algo andaba mal. Llevaba meses llegando cada vez más cerrado, apenas hablaba con ella, y con su madre solo respondía monosílabos.
—Dieguito, ¿qué te gustaría de regalo? —preguntó suavemente.
—Nada —respondió sin levantar la vista.
—¿Cómo que nada? —Lucía se sentó junto a él—. ¿Un móvil nuevo? ¿O actualizamos el ordenador?
—Mamá, déjame en paz —gruñó Diego, levantándose—. Voy a mi cuarto.
—¿Qué cuarto? —Lucía saltó—. ¡Si acabamos de llegar! ¡Vamos a planear todo, a quién invitamos…!
—¡No quiero a nadie! —se giró bruscamente Diego—. ¿Entendido? ¡Nadie! ¡Quiero estar solo!
—Pero ¿por qué? —preguntó Lucía, desconcertada—. Antes te encantaban las fiestas…
—Antes… —Diego esbozó una sonrisa amarga—. Antes todo era distinto. Ahora no finjamos que estos cumples os alegran tanto.
Salió, cerrando la puerta con fuerza. Lucía se quedó boquiabierta en mitad de la habitación.
—¿Pero qué le pasa? —se volvió hacia su madre—. ¡Si antes era tan alegre!
María Luisa respiró hondo. Había visto cómo cambiaba su nieto. Cómo sufría por el divorcio, cómo se debatía entre sus padres, cansado de sus reproches.
—Lucía, siéntate —pidió—. Hablemos.
—¿De qué? —dio vueltas nerviosa por la habitación—. ¡Está clarísimo! ¡Javier lo pone en mi contra! ¡Ya sé cómo manipula!
—No es cosa de Javier —dijo con cuidado María Luisa—. Diego está cansado. De vuestras peleas, de ir de acá para allá…
—¿Qué peleas? —se indignó Lucía—. ¡No peleamos! ¡Nos divorciamos civilizadamente!
—¿Civilizadamente? —María Luisa negó con la cabeza—. Lucía, te oigo hablar con su padre por teléfono. Cómo os reprocháis cosas, cómo peleáis por el tiempo con él…
—¡Lucho por mi hijo! —estalló Lucía—. ¡Es mi niño!
—Y también suyo. Y él lo sabe. Se parte entre vosotros —María Luisa se acercó—. Cariño, ¿y si piensas en él y no en ti?
—¡Solo pienso en él! —Lucía se apartó—. ¡Por eso quiero darle una gran fiesta! ¡Que sepa que le queremos!
—¿Y si mejor le demostramos que puede estar en paz? Que en casa hay tranquilidad.
Lucía resopló y se acercó a la ventana. Afuera, una fina lluvia caía sobre un patio gris.
—¿Estás en mi contra? —susurró—. Como todos.
—No estoy contra ti, hija. Estoy por Diego. Y por ti. Pero a veces lo que creemos correcto no es lo que es necesario.
—¿Qué quieres decir?
María Luisa volvió al sillón. Calló un momento, eligiendo sus palabras.
—Cuando eras pequeña, yo también creía saber qué era mejor. Te obligaba a música aunque te gustaba pintar. A bailar aunque querías fútbol. Pensaba que te preparaba para la vida.
—¿Y? —Lucía frunció el ceño.
—Que creciste y lo hiciste todo al revés. A veces, por despecho. Porque no te escuché.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Con Diego, todo. No quiere fiesta. Lo ha dicho. Y tú no oyes.
—¡Es un niño! ¡No siempre sabe qué necesita!
—¿Y los adultos sí? —María Luisa sonrió triste—. Tengo setenta y dos años. Y sé que los niños suelen saber qué necesitan. Solo que no les oímos.
Lucía se acercó y se sentó en el brazo del sillón.
—Mamá, tengo miedo de perderlo —susurró—. Desde el divorcio, se ha distanciado. Como si hubiera un muro. Creí que con una fiesta entendería que le quiero.
—Y él lo sabe —María Luisa le acarició la mano—. Pero ahora necesita paz. Estabilidad. Estar sin fingir sonrisas.
—¿Entonces qué hacemos? ¿No celebramos nada?
—Preguntémosle. Qué quiere. Y hagámoslo así.
Lucía reflexionó. La lluvia arreció, golpeando los cristales.
—Vale —aceptó al fin—. Pero si dice que no quiere nada…
—Pues estaremos a su lado. Eso a veces es suficiente.
El crujido del pasillo sonó de nuevo. Diego apareció, dudando.
—¿Puedo pasar? —preguntó.
—Claro, nieto —María Luisa sonrió—. Pasa.
Diego se sentó frente a ellas, jugueteando con un cojín.
—Perdón por gritar —dijo al fin—. Es que estoy harto.
—¿De qué? —preguntó Lucía.
—De que tú y papá siempre me preguntáis si estoy bien, si alguien me molesta… pero entre vosotros ni podéis hablar.
—Intentamos…
—¡Intentáis! —Diego alzó la voz—. Mam—Mamá, no soy tonto —continuó Diego, mirándola con ojos brillantes—. Solo quiero que, por una vez, dejéis de pelear y seáis felices, aunque sea por mi cumpleaños.