**Diario de un viudo**
Nicolás estaba enamorado de Lola desde la escuela. Pequeña, frágil, con un puñado de pecas rojizas en la nariz. Así la vio por primera vez en sexto de primaria, y desde entonces, quedó perdidamente enamorado.
Lola era tres años menor. Siempre sacaba buenas notas, era tímida y modesta. Nicolás, año tras año, se encariñaba más con ella. La observaba en los recreos mientras saltaba a la comba con sus amigas en el patio del colegio, ligera como una mariposa.
Al volver del servicio militar, ese mismo día fue a verla con un ramo de flores para pedir su mano. El padre de Lola, hombre severo y serio, habló largo rato con él en una habitación aparte. Finalmente, con una sonrisa, le entregó la mano de su hija.
La boda fue alegre. Vinieron hasta los parientes más lejanos. Los novios recibieron felicitaciones durante tres días. Los ojos de Lola brillaban de felicidad, y Nicolás se sentía orgulloso. Creía que tenía a la mejor novia del pueblo.
Dos años después, con ayuda de sus padres, Nicolás construyó una casa. Lola revoloteaba de alegría: tres meses antes de dar a luz a su primer hijo, por fin tuvo su propio hogar.
Nació una niña, a la que llamaron Verónica, como la abuela de Lola. La bebé era fuerte y sana, pero el parto fue un calvario para Lola.
Durante un año, Lola anduvo pálida y débil. Nicolás la llevó a médicos, pero estos solo encogían los hombros y decían que necesitaba tiempo para recuperarse.
Cuando Verónica cumplió año y medio, Lola descubrió que esperaba otro bebé. Los médicos le aconsejaron interrumpir el embarazo. Su cuerpo no estaba preparado, y el parto podía ser fatal.
Nicolás intentó convencerla, pero ella fue firme.
—¡No voy a matar a mi hijo! No es su culpa querer nacer. Sea lo que Dios quiera.
El último mes de embarazo, Lola estuvo hospitalizada. En casa, su hija pequeña lo extrañaba, y Nicolás, angustiado, presentía la tragedia.
No se equivocó. Lola no resistió el parto—su corazón se detuvo. Pero antes, dieron a luz a dos preciosas gemelas.
Nicolás quedó desconsolado. En el funeral, frente a la tumba, miraba el montón de tierra con ojos vacíos. Recordaba su vida con Lola, su sonrisa, su risa resonando en sus oídos. Cuando bajaron el ataúd, cayó de rodillas y sollozó como un animal herido.
—¿Cómo viviré sin ti? ¿Para qué seguir?
Después del entierro, se refugió en el alcohol. Bebía para no recordar, para no oír su voz en su mente.
Los padres de Lola se llevaron a las niñas. Creían que Nicolás nunca superaría su dolor ni podría criarlas.
A los cuarenta días, Nicolás, borracho, se durmió en el corral. Soñó con Lola: entraba en casa, vestida de blanco, el pelo suelto, los rayos del sol jugando en sus rizos rojizos. Se acercó, le acarició la cabeza y le dijo con dulzura:
—Nicolás, ¿qué haces? ¿No te da vergüenza? Las niñas te necesitan. Si aún me amas, cuídalas como me cuidaste a mí.
Al despertar, la resaca había desaparecido. El sol entraba por la ventana, calentando su mejilla. Recién amanecido, fue a casa de sus suegros, afeitado y serio, con una mirada cargada de sabiduría. Besó la mano de su suegra, abrazó a su suegro, y se llevó a sus hijas.
Desde entonces, vivieron los cuatro. Aprendió a cocinar, lavar, coser y hasta a trenzar coletas mejor que cualquier madre.
Las niñas eran buenas estudiantes, obedientes y cariñosas. Si alguien las molestaba, Nicolás acudía como un halcón.
Los vecinos le preguntaban por qué no se volvía a casar. Él respondía, sorprendido, que ya estaba casado.
—Miren, tengo tres novias en casa. ¿Traeré una cuarta? No, con cuatro no podría.
Así, entre risas, noches en vela y trabajo duro, crió a sus tres hijas. Cuando ya eran mayores, una vecina empezó a visitarlo, llevándole setas secas o arenques.
—¿A cuál de mis hijas quieres más? —le preguntó un día.
—¡No necesito a tus hijas! Pronto se irán. ¿Vas a quedarte solo? Yo te quiero a ti.
Nicolás le entregó una foto suya.
—Toma mi retrato. Ámame en casa cuanto quieras.
La vecina se fue con un palmo de narices.
Las niñas crecieron, estudiaron, pero nunca olvidaron a su padre. Los fines de semana volvían a ayudarle.
Después, Nicolás las casó. Habló con cada novio, como su suegro hizo con él. Solo deseaba felicidad para sus tres princesas.
Ahora, sus hijas tienen sus propias familias. Pero en fiestas o domingos, todas visitan al abuelo en el pueblo. Lo quieren hijas, nietos y bisnietos.
Cuando cumplió 81 años, soñó de nuevo. Estaba en un campo, joven y fuerte. Hacia él corría Lola, con su vestido blanco, el pelo al viento, los rayos del sol enredados en sus rizos.
—Nicolás, ¡qué bien lo hiciste! —susurró, tomándole la mano—. Vamos, ahora estaremos juntos para siempre.
Caminaron por la hierba verde como esmeralda.
Toda la familia llegó al funeral. Sus hijas lloraron, pero sabían que ahora estaba con quien siempre amó.
Esta es la historia real de un hombre bueno, un padre con mayúsculas. Así es la vida cuando un hombre elige sacrificarse por sus hijas antes que por sí mismo.