El sol después de la lluvia…

El sol después de la lluvia…

—Rosa, pasa. Estuve en la bodega y te he cogido unas patatas.

Rosa se dirigió al patio de la vecina.

—Ay, gracias, tía Carmen, ya se las devolveré.

—¿Cómo me las vas a devolver, hija? Ay, pobre de mí. Antes tenías que pensarlo, cuando tuviste a los niños. Pepe nunca fue un hombre de provecho.

Rosa tragó saliva ante las palabras hirientes. Sabía que faltaba una semana para el cobro y que con solo leche no iba a aguantar mucho. Ella podía pasar, pero en casa la esperaban tres niños. Pepe, del que hablaba la vecina, había sido su marido, ahora ex, porque el año pasado decidió que con tres hijos el Estado no les daría ni un coche ni una casa, así que recogió sus cosas en un santiamén y dijo que no estaba dispuesto a vivir en la miseria. Rosa estaba fregando los platos y hasta se le cayó uno.

—Pepe, ¿qué dices? Eres un hombre. Busca un trabajo decente, bien pagado, y no habrá pobreza. Son tus hijos. Siempre decías que querías más, que deseabas una familia grande.

—Lo quería, pero no sabía que el Estado trataría así a las familias numerosas. Y trabajar para nada no tiene sentido —contestó Pepe.

Rosa dejó caer los brazos.

—Pepe, ¿y nosotros? ¿Cómo voy a sacarlos adelante sola?

—Rosa, pues no sé. Y, en realidad, ¿por qué no insististe en que con uno bastaba? Eres mujer, deberías haberlo pensado mejor.

Rosa no tuvo tiempo de responder, porque Pepe salió corriendo de casa y se fue casi a la carrera hacia la parada del autobús. Las lágrimas le nublaron la vista, pero entonces vio tres pares de ojos mirándola. Javier, el mayor, empezaría el cole ese año. A Miguel le quedaba un año, y su pequeña estrella, Lucía, solo tenía dos años. Rosa tragó saliva y sonrió.

—Bueno, ¿quién quiere tortitas?

Los niños gritaron de alegría, aunque Javier, esa noche, preguntó:

—Mamá, ¿papá no va a volver?

Rosa buscó palabras, pero al final dijo:

—No, hijo…

Javier resopló un rato y luego añadió:

—Pues qué más da, saldremos adelante sin él. Yo te ayudaré.

Cuando Rosa volvía de ordeñar por la noche, sabía que los pequeños ya estarían cenados y acostados. Y, la verdad, le sorprendía lo rápido que su hijo había madurado.

***

Tras agradecer las patatas, se encaminó a casa. “Dios mío, ¿cuándo llegará el buen tiempo? Este invierno está siendo rarísimo.” Las patatas les habrían bastado, pero una noche hizo tanto frío que hasta en las bodegas se helaron. Claro, los del pueblo les tenían lástima. La gente del campo es buena, pero no paraban de recordarle lo tonta que había sido. ¿Tonta? Ahora no entendía cómo sería su vida sin alguno de sus hijos. Por dura que fuera, salían adelante. Querían ropa nueva y juguetes, pero los niños no pedían. Sabían que su madre les compraría lo que pudiera. Este año, ella y Javier planeaban incluso hacer un invernadero grande, de plástico, eso sí, pero ya habían calculado cuántos botes de tomates y pepinos podrían conservar para el invierno.

Rosa cambió el cubo de mano y de pronto vio un grupo. Bueno, en el pueblo, a esa hora, tres personas ya eran multitud. Se acercó, porque estaban junto a su valla. Aún no llegaba y ya oía:

—Es enorme, debe de ser de caza.

—Seguro que un jabalí lo atacó. No, no sobrevivirá.

Rosa miró hacia donde señalaban y se llevó las manos a la boca.

—¿Qué hacéis ahí parados? ¡Hay que ayudarlo!

La gente se volvió. Un vecino dijo:

—Vamos, Rosa, qué dices. Mira esos colmillos, ¿quién se va a acercar? Además, ya no hay nada que hacer.

—¿Cómo que no? Ha venido a pedir ayuda.

En el suelo yacía un perro, enorme, de caza o no. Rosa no entendía mucho, pero veía que tenía el costado gravemente herido. El animal era imponente, pero ella no le tenía miedo. ¡Veía el dolor en sus ojos! La gente rio y se dispersó. Nadie quería problemas.

Rosa le acarició con cuidado la cabeza.

—Aguanta, solo un poco. Ahora te traigo una manta, te llevamos a casa y veremos qué hacemos.

Detrás, un ruido.

—Mamá, he traído una manta. Y la puerta vieja de la nevera puede servir de camilla.

Rosa se giró: ahí estaba Javier, con los ojos llorosos. El perro mordisqueó la manta y gimió quedamente. Se quedó quieto mientras Rosa le limpiaba la herida. Si los perros pierden el conocimiento, eso le pasó. Los pequeños observaban todo desde el sofá, con los ojos como platos.

—Mamá, ¿sobrevivirá?

Javier acariciaba al animal, que al fin abrió los ojos nublados.

—Tiene que hacerlo. Vamos a cuidarlo.

Al día siguiente, en la granja, las otras mujeres la rodearon.

—Rosa, ¿en qué estabas pensando? ¿Para qué meter en casa un perro enorme, encima ajeno y con niños?

—Ya ves. Como si no tuviera ya bastantes bocas que alimentar. Y para qué, si igual se muere. Y si no, acabará mordiendo a alguien.

Rosa alzó la voz:

—¿No tenéis problemas propios en lugar de meteros en los míos? Juana, ayer Merche decía que te iba a arrancar el pelo porque le contaron que tu marido va a verte por los huertos. Y tú, Marta, mejor arregla tu casa antes de opinar de la mía. Tu niño, el de 14, otra vez bebiendo cerveza a escondidas.

Las mujeres callaron, incluso retrocedieron. Nunca la habían visto así. Rosa siguió trabajando. “No olvides coger más leche. A ver si Max quiere un poco”. Max, así lo había bautizado Javier. El niño no se separaba de él. Le daba agua, le acomodaba la cabeza, le ponía un cojín para que estuviera cómodo.

Por la noche, el perro bebió un poco de leche.

—Eso es, campeón, vas a salir adelante…

Y lo hizo. Rosa le daba de comer como a sus hijos. Ella pasaba hambre, pero el perro no. En tres semanas, ya caminaba tambaleándose por la casa. Los niños lo acariciaban, aunque con cuidado. Max eligió su sitio: una alfombra junto a la cama de Javier. Rosa sabía que en el pueblo seguían hablando, pero hacía oídos sordos. Que hablen, para eso tienen lengua.

***

La primavera llegó de golpe. Rosa y Javier decidieron cubrir un bancal con plástico para que la tierra se calentara. Desde lo del perro, los vecinos dejaron de ayudar. Bueno, normal, si tienen para alimentar a un perrazo, ya encontrarán para ellos. Rosa no se ofendía. Tenían razón, toda la razón. Eligió tener hijos, eligió acoger al perro. Y nadie tenía la culpa de no haber aislado la bodega, sabiendo que vendrían heladas.

Mientras Rosa y Javier trabajaban en el huerto, Max, Miguel y Lucía jugaban afuera. Los niños parecían no ver los colmillos del perro. Se subían a él, rodaban por la hierba seca bajo el sol. Las risas eran tantas que hasta los vecinos asomaban.

—¡Thor!

El perro se quedó inmóvil, luego lanzó un gemido y de un salto cruzó la valla. Se abalanzó sobre un desconocido, lamiéndole la cara mientras el hombre intentaba abrazarlo. Rosa y los niños miraban boquiabiertos. Los

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