El sol después de la lluvia…

El sol después de la lluvia…

—Gala, entra. He estado en la bodega y te he recogido unas patatas.

Gala se giró hacia el patio de su vecina.

—¡Ay, gracias, tía Marina! Se lo devolveré, ya lo verá.

—¿Y con qué me lo devolverás? Ay, hija mía… Antes había que pensarlo bien antes de traer hijos al mundo. Pepe nunca fue un hombre de provecho.

Gala tragó saliva, aguantando las palabras hirientes. Sabía que faltaba una semana para el sueldo, y con solo leche no se podía durar mucho. Ella podía aguantar, pero en casa la esperaban sus tres niños. Pepe, del que hablaba la vecina, había sido su marido, ahora ya ex, porque el año pasado se enteró de que el Estado no les daría ni coche ni piso por tener tres hijos. Hizo las maletas y dijo que no estaba dispuesto a vivir en la miseria. Gala estaba fregando los platos y hasta se le cayó uno de las manos.

—Pepe, ¿qué dices? Eres un hombre. Busca un trabajo decente, donde paguen bien, y no habrá miseria. Son tus hijos. Siempre decías que querías una familia numerosa.

—Lo quería, pero no sabía que el Estado trataría así a las familias con hijos. Y trabajar para nada no tiene sentido —contestó Pepe.

Gala se quedó sin palabras.

—Pepe, ¿y nosotros? ¿Cómo voy a sacarlos adelante sola?

—Gala, no lo sé. Y, en fin, ¿por qué no insististe en que con un hijo bastaba? Tú eres la mujer, tendrías que haberlo previsto.

Gala no pudo responder más, porque Pepe salió corriendo de la casa y se fue casi a la carrera hacia la parada del autobús. Las lágrimas le nublaron la vista, pero entonces vio tres pares de ojos mirándola. Santi era el mayor, ese año empezaba el colegio. A Michi le quedaba un año, y luego estaba su pequeña estrella, Margarita, que acababa de cumplir dos. Gala se contuvo y sonrió.

—Bueno, ¿quién quiere tortitas?

Los niños gritaron de alegría, aunque esa noche Santi le preguntó:

—Mamá, ¿papá no va a volver?

Gala buscó qué decir, pero al final solo contestó:

—No, hijo…

Santi resopló un momento y luego dijo:

—Pues qué más da. Nos las arreglaremos sin él. Yo te ayudaré.

Cuando Gala volvía del ordeño vespertino, sabía que los pequeños ya estarían cenados y en la cama. A veces se sorprendía de lo rápido que su hijo había crecido.

***

Después de agradecer las patatas, echó a andar hacia casa. «Dios mío, ¿cuándo llegará el buen tiempo? Este invierno no es normal.» Las patatas les habrían bastado, pero una noche hizo tanto frío que hasta en los sótanos se helaron. Los del pueblo les tenían lástima. La gente del campo es buena, pero nunca se cansaban de recordarle lo tonta que había sido. ¿Tonta? Ahora no entendía cómo sería su vida sin alguno de sus hijos. Por dura que fuera, salían adelante. Les habría gustado ropa nueva y juguetes, pero los niños no pedían. Sabían que su madre les compraría lo que pudiera. Este año, ella y Santi incluso planeaban hacer un invernadero grande, de plástico por ahora, pero ya habían calculado cuántos tarros de pepinillos y tomates podrían preparar para el invierno. Gala cambió el cubo de mano y de pronto vio un grupo de gente. Bueno, en un pueblo, tres personas a esas horas ya eran multitud. Se acercó, porque estaban junto a su valla. Aún no llegaba cuando ya oía:

—Es enorme, debe de ser de caza.

—Seguro que lo ha herido un jabalí. No, no hay salvación.

Gala miró hacia donde todos miraban y dio un grito.

—¿Qué hacéis ahí parados? ¡Hay que ayudarlo!

La gente se volvió hacia ella. Un vecino dijo:

—Vaya, Gala, qué cosas dices. ¿No ves esos colmillos? ¿Quién se va a acercar? Ya no hay nada que hacer.

—¡Claro que se puede hacer algo! Ha venido a pedir ayuda.

En la nieve yacía un perro, quizá de caza, quizá no. Gala no entendía mucho, pero vio que tenía el costado herido, y grave. El animal era enorme, pero a ella no le daba miedo. ¡Veía el dolor en sus ojos! La gente se rio y pronto se dispersó. Nadie quería problemas.

Gala pasó con cuidado la mano entre las orejas del perro.

—Aguanta, aguanta un poco. Ahora mismo traigo una manta, te moveré e intentaremos llegar a casa.

Detrás de ella se oyó un ruido.

—Mamá, he traído la manta. Y también la puerta vieja de la nevera, podemos usarla de camilla.

Gala se giró bruscamente. Santi estaba allí, con lágrimas en los ojos. Veía lo mucho que le dolía al perro. El animal mordisqueó la manta y gimió quedamente. Se quedó quieto mientras Gala le limpiaba la herida. Si los perros pierden el conocimiento, eso era lo que le pasaba entonces. Los pequeños observaban todo desde el sofá, con los ojos como platos.

—Mamá, ¿sobrevivirá?

Santi acariciaba la cabeza del perro, que al fin abrió los ojos nublados.

—Tiene que sobrevivir. Nosotros lo cuidaremos.

Al día siguiente, en cuanto Gala llegó a la vaquería, las ordeñadoras la rodearon.

—Gala, dime, ¿en qué estabas pensando? ¿Para qué meter en casa un perro enorme y ajeno, y con niños?

—Ya ves. Como si no tuviera ya bastante con tres bocas que alimentar. Y, total, ¿para qué? Si no se muere, acabará mordiendo a alguien.

Gala alzó la voz:

—¿No tenéis problemas propios, que os metéis en los míos? Zina, ayer Katia dijo que te iba a arrancar el pelo porque le contaron que tu marido va a verte por los huertos. Y tú, Tania, más te vale poner orden en tu casa y no meterte en la mía. Tu Vova volvió a beber cerveza ayer detrás de la tienda, y solo tiene catorce años.

Las mujeres enmudecieron, incluso retrocedieron, porque Gala nunca se había permitido hablar así. Ella siguió con su trabajo. «No hay que olvidar llevarse más leche. A lo mejor Jack quiere beber algo.» Jack era el nombre que Santi le había puesto al perro. No se separaba de él. Le llevaba agua, le acomodaba la cabeza, le ponía un calcetín debajo para que estuviera cómodo.

Esa noche, el perro bebió un poco de leche.

—Eso es lo que me gusta, que vas a salir adelante…

Y salió adelante. Gala le preparaba de comer como a los niños. Ella pasaba hambre, pero al perro lo alimentaba. A las tres semanas, ya caminaba tambaleándose por la casa. Los niños lo acariciaban, aunque aún con cuidado. Jack eligió su sitio: una alfombra junto a la cama de Santi. Gala sabía que en el pueblo seguían criticándola, pero intentaba no hacerles caso. Que hablaran, para eso tenían lengua.

***

La primavera llegó de repente. Gala y Santi decidieron cubrir un bancal con plástico para que la tierra se calentara antes. Desde que recogió al perro, los del pueblo dejaron de ayudarla. Bueno, tal vez fuera justo: si tenía para alimentar a un perro, tendría para ellos. Gala no se ofendía. Tenían razón, toda la razón. Ella había elegido tener hijos, había elegido recoger al perro. Y nadie tenía la culpa de que no hubiera aislado el sótano, cuando todo el mundo sabía que iba a hacer ese frío.

Mientras Gala y S

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