El sol después de la lluvia…
—Carmen, pasa un momento. He estado en la bodega y te he recogido unas patatas.
Carmen se dirigió al patio de la vecina.
—Ay, gracias, tía Marisa. Ya verá cómo se las devuelvo.
—¿Y con qué me las vas a devolver, hija? ¡Ay, qué calamidad! Antes había que pensarlo mejor antes de traer niños al mundo. Ese Pepe nunca fue un hombre de provecho.
Carmen tragó saliva, aguantando el insulto. Sabía que faltaba una semana para el sueldo y que la leche sola no bastaba para alimentar a sus tres hijos. Pepe, el hombre al que se refería la vecina, había sido su marido. Ahora ya no lo era. El año pasado, al enterarse de que el gobierno no les daría ni un coche ni una casa por tener tres hijos, hizo las maletas y anunció que no estaba dispuesto a vivir en la miseria. Carmen estaba fregando los platos y hasta se le cayó uno de las manos.
—Pepe, ¿qué estás diciendo? Eres un hombre. Búscate un trabajo decente y no habrá miseria. Son tus hijos. Siempre decías que querías una familia grande.
—Lo quería, pero no sabía que el Estado iba a desentenderse así de las familias numerosas. Y trabajar para nada no tiene sentido —contestó Pepe.
Carmen dejó caer los brazos.
—Pepe, ¿y nosotros? ¿Cómo voy a sacarlos adelante sola?
—Carmen, no lo sé. Y, además, ¿por qué no insististe en que con uno bastaba? Tú eres la mujer, tendrías que haberlo previsto.
Carmen no tuvo tiempo de responder. Pepe salió disparado de la casa y corrió hacia la parada del autobús. Las lágrimas le quemaban los ojos, pero entonces vio tres pares de ojos mirándola. Alejandro, el mayor, empezaría el colegio ese año. Miguel tenía cinco, y su pequeña estrella, Margarita, apenas dos. Carmen se secó las lágrimas y les sonrió.
—¿Quién quiere tortitas?
Los niños chillaron de alegría. Solo Alejandro, esa noche, preguntó:
—Mamá, ¿papá ya no va a volver?
Carmen buscó las palabras, pero al final solo dijo:
—No, hijo.
Alejandro se quedó callado un momento, luego resopló y dijo:
—Pues qué más da. Nosotros solos podemos. Yo te ayudo.
Cuando Carmen volvía del ordeño por la noche, sabía que los pequeños ya estarían cenados y acostados. A veces, se sorprendía de lo rápido que su hijo había crecido.
***
Después de agradecer las patatas, Carmen emprendió el camino a casa. «Dios mío, ¿cuándo llegará el buen tiempo? Este invierno no es normal.» Las patatas les habrían bastado, pero una helada inesperada las echó a perder incluso en los sótanos. Los del pueblo se compadecían de ellos. La gente del campo era buena, pero no dejaban de recordarle lo tonta que había sido. ¿Tonta? Ahora no concebía la vida sin ninguno de sus hijos. Aunque fuera difícil, salían adelante. Querían ropa nueva y juguetes, pero los niños no pedían. Sabían que su madre les compraría lo que pudiera. En primavera, Carmen y Alejandro planeaban construir un invernadero grande, de plástico, pero bien calculado para llenar más tarros de tomate y pepino para el invierno.
Carmen cambió el cubo de mano y, de pronto, vio un grupo de gente. Bueno, para el pueblo, tres personas ya eran multitud. Y esa multitud estaba junto a su valla. Al acercarse, oyó:
—Es enorme, tiene que ser de caza.
—Algún jabalí lo habrá herido. No sobrevivirá.
Carmen miró hacia donde señalaban y contuvo un grito.
—¿Qué hacéis ahí parados? ¡Hay que ayudarlo!
Los vecinos se volvieron hacia ella.
—¿Tú qué dices, Carmen? ¿No ves esos colmillos? Nadie se va a acercar. Ya no hay nada que hacer.
—¡Claro que se puede hacer algo! Ha venido a pedir ayuda.
En la nieve yacía un perro enorme, quizá de caza, quizá no. Carmen no entendía mucho, pero veía que tenía una herida grave en el costado. El animal era imponente, pero ella no le tenía miedo. ¡El dolor en sus ojos era insoportable! La gente se rio y se dispersó. Nadie quería problemas.
Carmen pasó la mano con cuidado entre sus orejas.
—Aguanta, aguanta un poco. Ahora mismo te traigo una manta y te llevamos a casa.
Detrás de ella, un susurro:
—Mamá, te traigo la manta. Y podemos usar la puerta de la nevera vieja como camilla.
Carmen se giró. Allí estaba Alejandro, con los ojos llenos de lágrimas.
El perro mordisqueó la manta y gimió débilmente. Se quedó quieto mientras Carmen le limpiaba la herida. Si los perros podían desmayarse, eso era lo que le pasaba. Los pequeños observaban todo desde el sofá, con los ojos como platos.
—Mamá, ¿sobrevivirá?
Alejandro acarició la cabeza del animal, que al fin abrió los ojos nublados.
—Tiene que sobrevivir. Nosotros lo cuidaremos.
Al día siguiente, en la granja, las ordeñadoras la rodearon.
—Carmen, ¿en qué estabas pensando? ¿Para qué llevarte un perro enorme y peligroso a casa con los niños?
—Sí, como si no tuvieras ya bastantes bocas que alimentar. Y, total, ¿para qué? Se morirá igual, y si no, será un peligro.
Carmen alzó la voz:
—¿No tenéis problemas propios en qué meteros? Zina, ayer me enteré de que Catalina te va a arrancar el pelo porque su marido anda merodeando por tu huerto. Y tú, Tania, más te valdría vigilar a tu hijo, que ayer lo pillaron bebiendo cerveza detrás del bar. Solo tiene catorce años.
Las mujeres enmudecieron y retrocedieron. Carmen nunca se había permitido hablar así.
Esa noche, el perro bebió un poco de leche.
—Eso es, buen chico. Saldrás adelante…
Y lo hizo. Carmen lo alimentó como a sus hijos. A veces, ella pasaba hambre, pero el perro nunca. A las tres semanas, ya caminaba tambaleándose por la casa. Los niños lo acariciaban, pero con cuidado. El perro, al que Alejandro llamó Jack, eligió su sitio: una alfombra junto a la cama del niño.
Carmen sabía que el pueblo seguía murmurando, pero hacía oídos sordos. Que hablaran. Para eso tenían lengua.
***
La primavera llegó de golpe. Carmen y Alejandro decidieron cubrir un bancal con plástico para que la tierra se calentara antes. Desde que recogió al perro, los vecinos dejaron de ayudarla. Bueno, tal vez fuera lo justo. Si podía alimentar a un perro, podrían apañárselas solos.
Mientras trabajaban en el huerto, Jack y los pequeños salieron al patio. Los niños no parecían notar los colmillos del animal. Se revolcaban con él, riendo tanto que hasta los vecinos asomaban la cabeza por la valla.
—¡Duque!
El perro se paralizó, luego lanzó un ladrido y saltó la valla de un brinco. Se abalanzó sobre un desconocido, lamiéndole la cara mientras el hombre intentaba abrazarlo.
Carmen y los niños se quedaron boquiabiertos. Los vecinos se acercaron. Pasaron quince minutos antes de que el hombre y el perro se calmaran.
—Buenas tardes, señora. Llevo seis meses buscando a mi perro. Creí que no sobrevivió a aquel ataque.
Alejandro resolló, comprendiendo que se llevarían a Jack.
—Mi madre lo cuidó. No dormía por las noches, le curaba las heridas