El sobrino se adueña de la habitación

La habitación fue ocupada por el sobrino

Marina Esteban permanecía junto a la ventana de la cocina, observando cómo un destartalado SEAT entraba en el patio. Del coche salió un muchacho alto, con una camiseta arrugada y vaqueros, que sacó dos mochilas grandes y una bolsa de deporte del maletero.

—Ahí llega—, murmuró para sí, se secó las manos en el delantal y salió a recibir al sobrino.

Jaimito había crecido. La última vez que lo vio tenía catorce años, un chico flacucho con las orejas de soplillo. Ahora, ante la puerta, se erguía un hombre hecho y derecho, aunque algo desubicado.

—¿Tía Marina?— preguntó con inseguridad cuando ella abrió.

—¡Claro que soy yo! Pasa, pasa, Jaime. ¡Dios mío, cómo has crecido!— Lo abrazó, notando el olor a viaje y a colonia barata. —Entra en tu cuarto, instálate. ¿Vienes cansado?

—No mucho. Gracias por dejarme quedarme. Será poco tiempo, solo hasta que encuentre trabajo y alquile algo—, contestó mientras se balanceaba sobre sus pies, mirando el recibidor.

Marina asintió, aunque ya sentía dudas. Su hermana, la madre de Jaime, siempre prometía montañas de oro y luego desaparecía durante meses.

—Pasa por aquí—, señaló hacia lo que hasta ayer había sido su despacho. El escritorio, las estanterías de libros, su sillón favorito junto a la ventana… Todo había sido trasladado a su dormitorio para hacer sitio al sobrino.

Jaime se detuvo en el umbral.

—Oye, ¿no sería mejor que durmiera en el sofá del salón? No quiero molestarte.

—¡Qué tontería! Un chico joven necesita su espacio—, dijo Marina, aunque algo se le encogió por dentro. Veinte años había tardado en organizar esa habitación, cada objeto tenía su lugar, su historia.

Jaime dejó las mochilas en el suelo, escudriñando el lugar.

—¿Y dónde vas a trabajar ahora? Veo que aquí había un escritorio.

—Lo he llevado a mi dormitorio. No pasa nada—, respondió con voz alegre, aunque le tembló ligeramente.

El sobrino no pareció notarlo. Ya desabrochaba una de las mochilas.

—¿Puedo deshacer mis cosas? Todo está arrugado del viaje.

—¡Claro! Mientras, yo prepararé la cena. ¿Qué te gusta?

—Como de todo, no soy exigente—, sonrió, y en esa sonrisa Marina reconoció a su difunto hermano. —Pero, tía, no cocines mucho. Hoy estaré cansado, y mañana empezaré a buscar trabajo.

Ella asintió y se dirigió a la cocina, pero detrás de ella ya se oían ruidos de cosas moviéndose. Jaime claramente no iba a conformarse con la distribución que ella le había dejado.

Mientras preparaba las croquetas, Marina recordó la conversación de esa mañana con su vecina Nina.

—¿Estás segura de que haces bien?— le había preguntado esta, mirando de reojo hacia su piso. —Los jóvenes de ahora… Hoy el sobrino, mañana traerá amigos, luego alguna novia. Y quién sabe si querrá celebrar la boda en tu casa.

—¡Qué cosas dices, Nina!— se había defendido Marina. —Es familia. El hijo de mi hermano.

—Familia, familia—, resopló la vecina. —¿Y dónde estaba esa familia cuando tú la necesitabas? ¿Cuando estuviste en el hospital después de la operación?

Entonces le habían parecido palabras injustas. Pero ahora, escuchando cómo su sobrino movía cosas en su antiguo despacho, no pudo evitar reflexionar.

—¡Tía Marina!— gritó Jaime desde la habitación. —¿Puedo llevar el televisor a mi cuarto? Aquí estaría mejor.

Quedó paralizada con el cucharón en la mano. El televisor llevaba quince años en el salón, donde ella veía las noticias desde su sillón favorito.

—Jaime, ¿y cómo lo voy a ver yo?— preguntó con cuidado.

—Puedes verlo en tu dormitorio. O venir aquí, lo vemos juntos—, respondió él con despreocupación.

Marina se mordió el labio. ¿Pedir permiso para entrar en su propia habitación? ¿Ver la televisión tumbada en la cama, como una enferma?

—Mira, Jaime, dejémoslo donde está por ahora—, dijo con suavidad.

Desde la habitación llegó un suspiro de frustración, pero no insistió.

Durante la cena, Jaime habló de sus planes. Iba a trabajar en una empresa de construcción; tenía experiencia, era “manitas”, como él mismo decía. El sueldo prometía ser bueno, en uno o dos meses podría alquilar algo.

—¿Y los estudios?— preguntó Marina. —Tu madre dijo que estabas en la escuela técnica.

Jaime frunció el ceño.

—Lo dejé. Aburrido, demasiada teoría. A mí me gusta trabajar con las manos.

—Qué pena. La educación siempre es útil.

—Bueno, tú eres contable, tienes tus títulos, ¿y cuánto ganas?— se encogió de hombros. —Yo en la obra gano en una semana lo que tú en un mes.

Marina no respondió. Explicarle que no trabajaba solo por dinero, que amaba su profesión, era inútil. Los jóvenes piensan distinto.

Después de cenar, Jaime se fue a su cuarto, alegando cansancio. Marina recogió, lavó los platos y se sentó en el salón con un libro. Pero no podía concentrarse; la música sonaba tras la pared. No muy alta, pero audible.

Varias veces pensó en llamar a su puerta, pedirle que bajara el volumen, pero cambió de idea. Primer día, el chico está cansado, se está adaptando.

Por la mañana, Marina se despertó con el sonido de la ducha. Eran las seis y media. Ella solía levantarse a las siete y media, desayunar con calma, prepararse. Ahora su sobrino disponía del baño cuando ella lo necesitaba.

Llamó a la puerta:

—Jaime, yo también tengo que prepararme.

—¡Cinco minutitos, tía!

Pero cinco minutos se convirtieron en veinte. Cuando salió, Marina tuvo que lavarse a toda prisa y salir casi sin desayunar.

—Hoy pareces de mal humor— notó su compañera de trabajo, Lola. —¿No dormiste bien?

—Vino mi sobrino. Se está instalando—, respondió lacónica.

—¿Para mucho tiempo?

—Dice que hasta que encuentre trabajo y piso.

Lola movió la cabeza con comprensión.

—Ya conozco a esos inquilinos temporales. Mi hermana tuvo a un primo un año y medio. También “buscaba algo”.

Todo el día Marina pensó en casa. ¿Qué estaría haciendo Jaime? Había dicho que buscaría trabajo por la mañana, pero cuando ella salió, aún dormía. Aunque la noche anterior alegó cansancio.

Al volver, encontró que Jaime no había salido. Platos sucios en el fregadero, migajas y una lata de fabada vacía sobre la mesa.

—¡Jaime!— llamó.

—¡Ahora voy!

Apareció en calzoncillos y camiseta, despeinado, con cara de sueño.

—¿Buscaste trabajo?— preguntó, mirando los platos.

—Mañana temprano iré. Hoy me dolía la cabeza, decidí descansar—, bostezó. —¿Qué pasa, tía? ¿No puedo quedarme un día en casa?

—Claro que sí. Solo pregunto.

—No te preocupes, pronto encontraré algo. Mientras, te ayudo en casa. La bombilla del baño está fundida, la cambiaré.

Cierto, llevaba una semana así, pero a Marina no le daba tiempo de comprar otra.

—Gracias— dijo. —Pero primero hay que comprAl final, Marina comprendió que a veces hay que cerrar las puertas, incluso a la familia, para preservar la paz de hogar que tanto le costó construir.

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El sobrino se adueña de la habitación