¡No me toques! ¡Quita tus manos! ¡Ayuda, por favor! gritó con desesperación la joven.
Almudena corrió a socorrerla, pero al resbalar en el barro torció el tobillo y quedó a punto de caer. Cuando se recuperó, la muchacha ya había huido. Sacudiendo su abrigo beige manchado de lodo, Almudena alzó la vista y vio a un anciano muy viejo tirado en la carretera, cubierto de tierra, intentando incorporarse sin éxito. Sus manos estaban todo empapadas de sangre. Fue él quien había provocado el alarido de la muchacha. Era otoño; el cielo estaba gris y el suelo embarrado tras la lluvia, y la noche empezaba a cerrarse.
El hombre balbuceaba algo ininteligible y extendía sus brazos ensangrentados hacia Almudena. Un escalofrío le recorrió la espalda.
¡Está borracho! ¡Aléjate de él! vociferó una mujer que también caminaba por la vereda. Pasó junto al anciano caído, alzó amenazadoramente su paraguas plegado como si fuera un escudo y, después de unos pasos, se volvió a Almudena.
¿Qué haces ahí parada? ¿No tienes problemas? espetó con desdén. Ese tipo por una botella haría cualquier cosa, ¡puaj! y siguió su camino hacia las casas iluminadas por faroles que ardían como luciérnagas.
Del otro lado del anciano y de la confundida Almudena había un terreno baldío, custodiado por una valla de hormigón con alambre de púas en la cima. Almudena sabía que, detrás de ella, se extendía la zona de una fábrica. Los troncos de antiguos álamo se mecían al viento. Cada minuto la oscuridad se hacía más densa.
Mmm mmm continuaba el desafortunado.
¿Se siente mal? ¿Quiere una ambulancia? preguntó Almudena con timidez, temerosa de acercarse más. El anciano negó con la cabeza, siguió balbuceando y señalando frenéticamente un saco sucio que yacía a su lado. Era un hombre diminuto, frágil y de edad avanzada.
Almudena sintió compasión. Recordó a su abuela, quien la había criado y, antes de fallecer, le había enseñado a no pasar de largo ante la desgracia ajena. Sin embargo, la anciana también le había advertido en sus últimos días que los tiempos habían cambiado: Si ayudas a un enfermo sin ser médico, te pueden demandar; mejor llama a la ambulancia y no te metas, porque a veces los estafadores aprovechan la vulnerabilidad. Almudena pensó distinto.
Con determinación se acercó al anciano y se agachó sobre él. Él baló un último gemido, extendiendo sus manos cubiertas de sangre. Casi lloraba, como si una pena profunda lo consumiera. En la mano derecha sostenía grandes trozos de vidrio roto.
Las lágrimas brotaron de los ojos de Almudena. Sacó de su bolso una pequeña caja de toallitas húmedas, tiró los fragmentos en una papelera y, con delicadeza, limpió las sangrientas manos del viejo. Luego le ayudó a ponerse de pie, un acto que le costó esfuerzo pero que logró. Cuando lo sostuvo, recordó los años que pasó cuidando a su propia abuela cuando ésta quedó postrada.
Gracias a Dios, mis manos son fuertes murmuró Almudena. ¿A dónde vamos? ¿Dónde vive?
El anciano volvió a balbucear. Se mantenía en pie con dificultad y Almudena dudó: ¿estará realmente borracho o sólo mudo? Como su abuela solía decir de los cabezas huecas, no era asunto de ella, pero quiso ayudarlo de todos modos. No era justo que un hombre quedara tirado en el barro, congelándose bajo el frío.
¿Dónde vive? repitió Almudena.
El anciano señaló con la mano hacia las casas que emitían una luz cálida, lejos de la penumbra del camino. No podía caminar rápido; arrastraba los pies y se encorvaba bajo el peso del cuerpo.
En ese momento Almudena notó que el anciano llevaba consigo aquel saco sucio. Dentro resonaban suavemente botellas de cristal.
Seguramente quería reciclarlas y se rompió al caer pensó, apoyándolo con la mano. Quizá esas botellas ya estaban rotas. ¿Para qué las necesitaba?
Mientras reflexionaba, llegaron a la casa más cercana. El anciano baló de nuevo y agitó los brazos con más energía; Almudena comprendió que aquel era su hogar.
¿El interfono? dijo, desconcertada. No sé el código ¿Será el portal correcto?
El anciano movió los dedos, indicando números: tres, uno, tres, uno
¿Treinta y uno o trece? vaciló Almudena, pero pulsó los botones. Al primer timbre, una voz femenina, algo agitada, respondió.
Aquí el abuelo empezó Almudena, sin saber bien qué decir ni si había llamado al apartamento correcto.
¡Bajo enseguida! exclamó una voz masculina y la espera se hizo eterna. El anciano volvió a emitir un leve sonido y su saco tintineó con los fragmentos de vidrio.
La puerta del portal se abrió de par en par y salió una mujer de treinta años y un hombre de similar edad.
¡Abuelito! gritó la mujer, abrazando al anciano con ternura. ¡Muchísimas gracias!
Ella se volvió hacia Almudena y, con una sonrisa, le agradeció mientras el hombre le tomaba del brazo al anciano y lo guiaba al interior.
¡Un momento! dijo la mujer, sujetando la puerta para que no se cerrara. Quédese un instante, por favor.
Almudena quedó allí, mirando con curiosidad los edificios y las pequeñas tiendas de la zona que nunca había visitado, aunque los había visto de lejos mientras entrenaba en el gimnasio por aquella misma calle donde había tropezado el anciano.
Aquí tiene dijo la mujer, entregándole a Almudena un pequeño paquete. Manzanas, de muy buena cosecha, dulces y aromáticas. El abuelo plantó el manzano hace mucho tiempo.
No, no es necesario protestó Almudena, sintiéndose incómoda. Debería limpiar las heridas del abuelo, tal vez llevarlo al centro de salud. Las manzanas pueden quedarse, no es por ellas mi ayuda.
No es solo eso suspiró la mujer. Me llamo Pilar y mi marido es Jorge. El anciano es Matías Pérez, veterano de la Guerra Civil. ¿Tiene un momento? Le contaré por qué le estamos tan agradecidos.
Almudena asintió y escuchó.
Matías celebró recientemente su centenario dijo Pilar con orgullo. Fue combatiente del frente. Cuando fue capturado, se mordió la lengua para no delatar a sus compañeros. Tras escapar, la lengua se infectó gravemente; en el hospital le practicaron una operación que le dejó gran parte de ella ausente. Desde entonces habla como si fuera mudo.
Almudena quedó boquiabierta, procesando la historia.
No bebe alcohol continuó Pilar. ¿Pensó usted que estaba borracho? Así suele pasar por su forma de hablar. Hace un invierno, el abuelo cayó en la calle y permaneció allí varios horas porque nadie se acercó. Acabó con una hipotermia grave y tardó mucho en recuperarse.
¿Por qué lo dejan solo? espetó Almudena.
No lo dejamos respondió Pilar, sonriendo. Él decide marcharse. Le hemos explicado, pero él no escucha. Es mi abuelo, el padre de mi madre. Vivimos con él en este piso; él nos abrió la puerta cuando nos casamos. Tenemos una hija, una niña llamada Lucía. Un día ella tropezó en la calle y se lesionó la pierna con fragmentos de botella; le pusieron puntos y quedó una cicatriz. En nuestro barrio, cerca de dos edificios que están a punto de derribar, se reúnen todo tipo de personas que beben y tiran sus envases. Desde que Lucía se lastimó, el abuelo recoge vidrios y botellas para que nadie más sufra. Lo hace todos los días, sin descanso.
Almudena, escuchando el relato de Pilar, se sintió aliviada de haber ayudado al anciano; en otro caso, todos habrían pensado que estaba borracho.
Hoy estuvimos muy preocupados, llegamos a buscarlo. Pensamos que se había puesto mal, no contestaba al teléfono, había olvidado el móvil en casa. Cuando llamamos al interfono, ¡nos alegramos muchísimo al encontrarlo! dijo Pilar. Matías ya no camina bien; le compramos bastones y un bastón, pero él se niega a usarlos. Rechaza cualquier ayuda, pero siempre intenta ayudar a los demás. ¡Un verdadero luchador!
Almudena recordó a su propio abuelo, también veterano que llegó a Berlín, luego de la guerra sufrió un derrame que le paralizó un lado y le quitó la habla. Tras rehabilitación, caminaba con la mano derecha casi inutilizada, pero con la izquierda arreglaba cosas en la casa, en el huerto, incluso reparó el tejado de un granero él solo, para que su esposa se quedara tranquila.
En su infancia, Almudena escuchaba los balbuceos de su abuelo: palabras como cuchara y lluvia salían con dificultad, a veces soltaba juramentos que su abuela, con un trapo húmedo, le reprendía: ¡Calla, hijo, que los niños escuchan!.
Almudena volvió a su casa, cargando el paquete de manzanas las había aceptado para no ofender a Pilar y sentía el calor de los recuerdos. Qué reconfortante es ver a los seres queridos cuidarse mutuamente y preocuparse los unos por los otros. Para alguien, ese anciano sucio y tembloroso era un abuelo querido, esperado en casa, con la familia pendiente de su bienestar. Al final, basta ser más humanos y atentos unos con otros.







