El misterio que destrozó a la familia
En un acogedor pueblo junto al río, donde al anochecer se encendían las farolas, Lucía limpiaba en la cocina. El aroma de un pastel recién horneado aún flotaba en el aire cuando sonó el teléfono. En la pantalla apareció el nombre de su amiga Nuria, con quien no hablaba desde hacía años.
—¡Nuria, hola! ¡Qué alegría! —exclamó Lucía, secándose las manos en el delantal.
Tras intercambiar saludos, Nuria preguntó de repente:
—Lucía, ¿os habéis divorciado de Javier?
—¿Qué? ¡No! ¿Por qué dices eso? —Lucía se quedó helada, sintiendo un pinchazo en el pecho.
—Pues entonces, ¿cómo explicas esto? —la voz de Nuria temblaba de preocupación.
Un segundo después, llegó un mensaje con una foto al móvil de Lucía. Lo abrió, miró la imagen y se quedó petrificada, como si el mundo se hubiera derrumbado.
—
—¡Joder, estoy hasta las narices! —Javier entró en el piso como un huracán, lanzando las llaves sobre la cómoda del recibidor.
—Javi, ¿qué pasa? —preguntó Lucía, sorprendida. Ella siempre volvía antes del trabajo, teniendo tiempo de limpiar y preparar la cena.
—¡Qué va a pasar! ¡Todo! —gritó él, quitándose la chaqueta—. Este trabajo, la rutina, la putada de la casa. ¡No aguanto más! Lucía, vámonos a algún sitio, descansemos. Al lago, a una residencia, lo que sea. ¡Estoy al límite!
—Pero hay que pedir vacaciones —respondió ella, pensativa—. Y le prometimos a tu padre que le ayudaríamos con la huerta…
—¡Que le den a la huerta! —la interrumpió Javier—. No se va a perder en dos semanas, ¡pero yo estoy a punto de explotar! ¿Qué es más importante, las tomateras o yo?
—Tú, claro —susurró Lucía, viendo la seriedad en su mirada—. Hablaré en el trabajo, no me dirán que no. Llevo dos años sin vacaciones.
—¿Entonces compro los billetes? —preguntó Javier, frotándose las manos.
—Compra —asintió ella. A Lucía también le apetecía escapar del agobio: la graduación de su hijo, su entrada en la universidad en otra ciudad, la inundación de los vecinos de arriba que les obligó a reformar el baño. Estaba agotada.
—Decidido —anunció Javier—. El lago es caro. Vamos a una residencia. Hay naturaleza, está cerca del agua y no nos arruinaremos.
Lucía no discutió. Rara vez llevaba la contraria a su marido. Incluso cuando, tras la inundación, él compró un papel pintado barato en lugar del que a ella le gustaba, o cuando la disuadió de aceptar un buen trabajo diciendo:
—¡Pero si está al otro lado de la ciudad! Descuidarás la casa. ¿Y qué si el sueldo es bueno? ¿Acaso yo gano poco? En el supermercado de al lado buscan cajeras. Cerca y con la compa a mano.
Lucía cedió. El trabajo en el super no le gustaba, pero así controlaba la casa. Solo una vez se plantó firme: cuando Javier quiso obligar a su hijo a estudiar donde él decidiera.
—¡No! —cortó ella—. Nuestro hijo elige su futuro. ¡No le presiones!
Javier, sorprendido por la reacción de su dócil esposa, cedió, pero luego no perdía ocasión de quejarse de que «ya no contaban con él». Lucía siempre lo calmaba, asegurándole lo contrario.
Los billetes se compraron, las maletas se hicieron, los permisos se tramitaron. Dos días antes del viaje, llamó el suegro, Francisco José.
—Lucía, hija —su voz temblaba—. No localizo a Javier. ¿Está bien?
—Hola, Francisco José. Javier ha ido a la farmacia, se dejó el móvil —respondió ella—. ¿Le pasa algo? Suena preocupado.
—Me ha dado un lumbago —suspiró el suegro—. No puedo ni levantarme. ¿Podría pasar mi hijo? Aunque solo sea para ponerme pomada. La enfermera cobra mucho, y la vecina que me ayudaba se ha mudado.
—Claro, se lo diré. En cuanto vuelva, iremos —prometió Lucía.
Al regresar, Javier escuchó a su mujer y frunció el ceño.
—¿Y ahora esto? ¿Por qué justo ahora?
—Javi, ¡qué dices! —se indignó Lucía—. ¡Es tu padre! La enfermedad no avisa. Vamos a ver cómo está.
—Tiene una hermana, por si no te acuerdas —refunfuñó Javier.
—¡Que apenas puede caminar! —levantó la voz Lucía—. Vamos, basta ya.
Gruñendo, Javier la siguió. La puerta de la casa del suegro estaba entreabierta. Francisco José, doblado por el dolor, se apoyaba en la ventana de la cocina.
—Me giré mal —murmuró, mirando a su hijo y a su nuera—. Si viviera Carmen, no os molestaría.
Carmen, la madre de Javier, había fallecido hacía años. Desde entonces, el suegro vivía solo. Su hijo y nuera lo visitaban poco, aunque el nieto, antes de marcharse a estudiar, pasaba a menudo por su casa.
—Padre, ¿por qué justo ahora? —Javier habló con fastidio—. ¡Íbamos de vacaciones!
Lucía le tiró de la manga.
—Perdonad al viejo —la voz del suegro quebró, y Lucía sintió un nudo en la garganta—. No es culpa mía.
—No es nada —dijo ella con dulzura—. ¿Dónde está la pomada? Ahora te ayudamos.
Media hora después, Francisco José logró enderezarse y, apoyándose en Lucía, llegó al sofá. Ella revisó la nevera: tenía comida para un día.
—Mañana pasaré, te pondré más pomada y te haré algo de comer —le prometió.
En casa, estalló la discusión.
—¿En qué estás pensando? —Javier estaba furioso—. ¡Nos vamos, y tú quieres cocinarle al viejo!
—¡Es tu padre! —intentó razonar Lucía—. ¿Quién va a ayudarle si no nosotros?
—¡Llama a una ambulancia, que se lo lleven al hospital! —no se calmaba Javier—. Allí lo cuidarán.
—Sabes que no irá. Y con un lumbago quizá ni lo admitan. En casa se recuperará mejor —Lucía se mantuvo firme, horrorizada por la frialdad de su marido—. APero al final, Javier se marchó solo, dejando atrás no solo a su padre enfermo, sino también a una familia que jamás volvió a confiar en él.