El secreto que destruyó a la familia

El Secreto que Destrozó una Familia

En un tranquilo pueblo junto al río, donde al anochecer se encendían las farolas, Lucía limpiaba la cocina. El aroma de un pastel recién horneado aún flotaba en el aire cuando, de repente, sonó el teléfono. En la pantalla apareció el nombre de su amiga Marta, con quien no hablaba desde hacía años.

—¡Marta, hola! ¡Qué alegría! —exclamó Lucía, secándose las manos en el delantal.

Tras intercambiar cortesías, Marta preguntó de sopetón:
—Lucía, ¿os habéis divorciado tú y Alberto?
—¿Qué? ¡No! ¿Por qué dices eso? —se sorprendió Lucía, con el corazón encogido.
—Qué raro… Entonces, ¿cómo explicas esto? —la voz de Marta sonaba preocupada.

Un segundo después, llegó un mensaje con una foto. Lucía lo abrió, miró la imagen y se quedó paralizada, como si el mundo se hubiera derrumbado.

—¡Joder, estoy hasta las narices! —entró Alberto en el piso, arrojando las llaves sobre la cómoda del recibidor.

—Alberto, ¿qué pasa? —preguntó Lucía, sorprendida. Ella siempre volvía antes del trabajo y ya había preparado la cena.

—¡Qué va a pasar! ¡Todo! —gritó él, quitándose la chaqueta—. El trabajo, la rutina, esta vida… ¡No aguanto más! Lucía, vámonos de aquí, aunque sea unos días. Al lago, a una casa rural, lo que sea. ¡Necesito aire!

—Pero hay que pedir vacaciones —reflexionó Lucía—. Y le prometimos a tu padre que le ayudaríamos con la huerta…

—¡Que le den a la huerta! —la interrumpió Alberto—. No se va a marchar en dos semanas, ¡pero yo estoy a punto de estallar! ¿Qué es más importante, los tomates o yo?

—Tú, claro —respondió ella en voz baja, viendo su seriedad—. Hablaré en el trabajo, no me dirán que no. Llevo dos años sin vacaciones.

—¿Así que compro los billetes? —preguntó él, frotándose las manos.

—Sí —asintió Lucía. Ella también necesitaba escapar: la graduación de su hijo, su ingreso en la universidad de otra ciudad, la inundación del vecino de arriba que les obligó a reformar el baño… Estaba agotada.

—Decidido, entonces —anunció Alberto—. El lago es caro. Vamos a una casa rural. Hay naturaleza, está cerca y no nos arruinaremos.

Lucía no discutió. Rara vez llevaba la contraria a su marido. Ni cuando, tras la inundación, él compró un papel pintado barato en lugar del que a ella le gustaba, ni cuando la disuadió de aceptar un buen empleo diciendo:

—¡Eso está al otro lado de la ciudad! Descuidarás la casa. ¿Y qué si el sueldo es bueno? ¿Acaso yo no gano suficiente? En el supermercado de al lado buscan cajeras. Cerca y con la compra a mano.

Lucía cedió. El trabajo en el super no le gustaba, pero al menos podía ocuparse de todo en casa. Solo una vez se plantó en firme: cuando Alberto quiso obligar a su hijo a estudiar donde él decidiera.

—¡No! —cortó ella—. Nuestro hijo elige su carrera. ¡No le presiones!

Alberto, que no esperaba esa firmeza, cedió, pero luego no paraba de quejarse de que «ya no contaban con él». Lucía siempre lo calmaba, asegurándole lo contrario.

Los billetes se compraron, las maletas se hicieron, los permisos se tramitaron. Dos días antes del viaje, llamó el suegro, Antonio Martínez.

—Hola, Lucía —temblaba su voz—. No consigo hablar con Alberto. ¿Está bien?

—Buenas tardes, don Antonio. Alberto ha ido a la farmacia, se dejó el móvil —respondió Lucía—. ¿Le pasa algo? Suena preocupado.

—Me ha dado un tirón en la espalda —suspiró él—. No puedo ni moverme. ¿Podría venir mi hijo? Aunque sea a ponerme la pomada. La enfermera cobra mucho, y la vecina que me ayudaba se ha mudado.

—Se lo diré en cuanto llegue e iremos —prometió Lucía.

Alberto, al enterarse, torció el gesto:
—Vaya timing… ¿Por qué justo ahora?

—Alberto, ¿qué dices? —se indignó ella—. ¡Es tu padre! La enfermedad no avisa. Vamos a ver cómo está.

—Tiene una hermana, por si no te acuerdas —refunfuñó él.

—¡Su hermana apenas puede caminar! —levantó la voz Lucía—. Vamos, y punto.

Refunfuñando, Alberto la siguió. La puerta de la casa del suegro estaba entreabierta. Don Antonio, doblado por el dolor, se apoyaba en la encimera de la cocina.

—Me giré mal —murmuró, avergonzado, al verlos—. Si viviera Carmen, no os molestaría.

Carmen, la madre de Alberto, había fallecido años atrás. Desde entonces, el suegro vivía solo. Su hijo y su nuera apenas lo visitaban, aunque el nieto, antes de irse a estudiar, solía pasar a verlo.

—Padre, ¿por qué ahora? —se quejó Alberto—. ¡Íbamos de vacaciones!

Lucía le tiró de la manga.

—Perdón por molestar —la voz del anciano tembló, y a Lucía se le encogió el corazón—. No fue intencionado.

—No es nada —dijo ella con dulzura—. ¿Dónde está la pomada? Ahora le ayudamos.

Media hora después, don Antonio pudo enderezarse y, apoyándose en su nuera, llegó al sofá. Lucía revisó la nevera: había comida para un día.

—Mañana volveré, le pondré más pomada y cocinaré algo —prometió.

En casa, estalló la discusión.

—¿En qué estás pensando? —se quejó Alberto—. ¿Nos vamos de vacaciones o te quedas a hacerle caldo a mi padre?

—¡Es tu padre! —intentó hacerle entrar en razón—. ¿Quién va a ayudarle si no nosotros?

—¡Que llame a urgencias! —insistió él—. Allí lo cuidarán.

—Sabes que no irá. Y con ese dolor, quizá ni lo ingresen. En casa se recuperará mejor —mantuvo Lucía, asombrada por su frialdad—. A lo mejor mañana está mejor.

Pero al día siguiente, don Antonio seguía igual. No podía ni lavarse.

—Alberto, debemos quedarnos —suspiró Lucía.

—¡Haz lo que quieras! —cortó él—. Yo me voy de vacaciones, contigo o sin ti. ¡No he trabajado un año para quedarme aquí!

Lucía esperó que recapacitara, pero a la mañana siguiente, él y las maletas habían desaparecido.

«¡Al diablo las obligaciones! —pensó Alberto en el tren—. ¡Me merezco esto!»

Mientras Lucía cuidaba del suegro, Alberto disfrutaba en la casa rural. Solo contestó una llamada de ella para decirle: «No me molestes».

En la segunda semana, empezó un lío con Cristina, la camarera dePero al volver, descubrió que su padre había cambiado el testamento a favor de Lucía y su hijo, dejándolo sin nada más que su arrepentimiento.

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