**Diario de Lucía**
El aroma de una tarta de manzana recién horneada flotaba en la cocina de mi casa en Ronda, mientras las farolas del Paseo de los Ingleses comenzaban a encenderse. El teléfono sonó de repente. Era mi vieja amiga Carmen, con quien no hablaba desde años.
—¡Carmen, hola! ¡Qué alegría! —exclamé, secándome las manos en el delantal.
Tras intercambiar cortesías, su voz se tornó tensa:
—Lucía, ¿es verdad que tú y Javier os habéis divorciado?
—¿Qué? ¡No! ¿De dónde sacas eso? —El corazón me dio un vuelco.
—Entonces, ¿cómo explicas esto? —Su tono era preocupado.
Un segundo después, llegó una foto al móvil. La abrí y el mundo se me vino abajo.
—
—¡Joder, estoy harto de todo! —Javier entró como un huracán en el piso, tirando las llaves sobre la cómoda.
—Javi, ¿qué pasa? —Yo siempre llegaba antes del trabajo, con la cena lista y la casa recogida.
—¡Que todo! ¡Todo! —rugó, arrojando la chaqueta—. Este trabajo, la rutina, esta puta vida. Necesito escapar. Lucía, vámonos a algún sitio. A la sierra, a un balneario. ¡No aguanto más!
—Pero hay que pedir días en el trabajo —reflexioné—. Y le prometiste a tu padre que arreglaríais el jardín de la finca…
—¡Que le den a la finca! —me cortó—. No se va a hundir en dos semanas. ¿Qué prefieres, las malditas plantas o a mí?
—Tú, claro —susurré, viendo su seriedad—. Hablaré en la oficina. Llevo dos años sin vacaciones.
—¿Compro los billetes? —preguntó, frotándose las manos.
—Hazlo —asentí. Yo también necesitaba escapar: la graduación de nuestro hijo, su mudanza a Granada por la universidad, la inundación del vecino de arriba que nos obligó a reformar el baño… Estaba agotada.
—Pues al balneario —decidió—. La sierra es cara, y allí hay naturaleza, un lago y no nos arruinaremos.
No discutí. Rara vez lo hacía. Ni cuando, tras la inundación, Javier compró unos azulejos baratos en vez de los que me gustaban, ni cuando me disuadió de un buen empleo:
—¡Queda al otro extremo de Málaga! La casa se vendrá abajo. ¿Y qué si el sueldo es bueno? ¿Acaso gano poco? Mira, en el supermercado de la esquina buscan cajeras. Está cerca y tendrás descuentos.
Cedí. El supermercado me aburría, pero así cuidaba de todo. Solo me rebelé cuando Javier quiso obligar a nuestro hijo a estudiar Derecho en vez de Bellas Artes.
—¡No! —corté en seco—. Él decide. No lo presiones.
Javier, sorprendido por mi firmeza, retrocedió, pero luego no paraba de quejarse de que “nadie lo tomaba en serio”. Yo siempre lo calmaba.
Los billetes se compraron, las maletas se prepararon. Dos días antes del viaje, llamó mi suegro, Antonio.
—Lucía, hija —su voz temblaba—. No localizo a Javier. ¿Está bien?
—Buenas tardes, Antonio. Fue a la farmacia, olvidó el móvil —mentí—. ¿Le ocurre algo?
—La espalda… No puedo ni levantarme —suspiró—. ¿Podría venir a echarme la crema? La enfermera cobra mucho y la vecina que ayudaba se mudó.
—Enseguida vamos —prometí.
Al volver, Javier puso mala cara:
—¿Y ahora? ¿Por qué justo ahora?
—¡Javier, es tu padre! —me indigné—. La enfermedad no avisa.
—Que llame a su hermana —refunfuñó.
—¡Tu tía apenas puede caminar! ¡Vamos!
Antonio nos esperaba en la cocina, doblado por el dolor.
—Perdonad —murmuró—. No quiero molestar.
—No es molestia —dije, mientras Javier refunfuñaba sobre las vacaciones.
Le aplicamos la crema y lo acostamos. Al día siguiente, seguía igual.
—Javi, hay que qued—Javi, hay que quedarnos —susurré, pero él ya empacaba su maleta con rabia, decidido a huir de todo, incluso de su propia familia.