Tercera hora discutiendo, y Carmen con Daniel seguían sin ponerse de acuerdo. Daniel estaba más cerca que nunca del divorcio, y además tenía motivos. Llevaban once años casados, pero sin hijos. Sabía que ya no había vuelta atrás.
Carmen soñaba con ser madre, pero no llegaba. Cada mes abría el puño con desesperación, mirando la ventanita del test de embarazo.
Hay que creer hasta el final, le decía el médico.
Pero ella había dejado de creer.
Tras siete años de matrimonio, las peleas eran el pan de cada día. Cualquier tontería servía para descargar años de frustración. Luego, un silencio eterno.
El divorcio era inevitable.
Últimamente apenas se hablaban, evitaban mirarse y deambulaban por el piso como fantasmas. Fue entonces cuando Carmen decidió engañar a Daniel.
Estoy harta, Ana, le contó a su amiga. No soporto verlo, siempre encerrado en el portátil. ¿Esto es vida?
Pues yo, en tu lugar, me buscaría a otro. Quizás hasta te quedas embarazada, soltó Ana sin pensarlo. A veces cambia la suerte.
¿En serio?, preguntó Carmen, sorprendida.
Quién sabe, contestó Ana, que ya tenía una hija y un divorcio a sus espaldas.
Carmen calló, pero la idea le picaba por dentro.
Total, con Dani solo hay broncas. Si le planteo el divorcio, seguro que ni se inmuta.
Pues mira, esta noche vamos a una cafetería. Quedo con Luis, que viene con un amigo. Te presento. Algo de color hace falta en tu vida gris.
Ese “color” se llamó Antonio. Carmen creyó que no sería capaz de engañar a Daniel, pero todo fue más fácil de lo esperado. De repente, su vida brillaba. Llegaba tarde a casa, hasta que un día Daniel estalló.
Carmen, me voy. Divorciémonos como adultos. No hay nada que repartir: ni hijos, ni piso. Lo dijo con firmeza. Era una decisión tomada hacía tiempo.
La verdad es que Daniel le convenía económicamente. Ganaba bien. Antonio, en cambio, vivía de promesas: “Ya verás, pronto me sale un dinerito”. Era encantador, sí, pero más para contar mentiras que para otra cosa.
Espera, Dani, hablemos, intentó Carmen, aunque sin querer realmente salvar nada.
No. El engaño no se perdona.
¿Engaño? ¡Pero si no te he engañado!. Estaba segura de que Daniel, programador y siempre metido en sus códigos, no se enteraba de nada.
Lo que no sabía era que su amigo Pablo la había visto varias veces en cafés con otro, comportándose de manera poco discreta. Además, esas noches llegando tarde hablaban por sí solas.
No hagas teatro. Sé lo que hay. Así que adiós. Dejó las llaves en la mesita y se marchó con una maleta que llevaba días preparada.
Arrancó el coche y salió disparado.
**Al pueblo, a lo profundo**
Bueno, no ha funcionado. Pero peor es seguir así, pensó Daniel mientras conducía. Iré al pueblo, arreglaré la casa. Menos mal que no la vendí, aunque me ofrecieron buen dinero. Mis padres se irían demasiado pronto Pondré todo en orden, pescaré, recogeré setas. ¿Y gallinas? ¡Por qué no! Tengo treinta y tres, la edad de Cristo, sonrió. Con el teletrabajo, no hay problema.
El viaje era largo, dos horas. Decidió parar en un pueblo de paso, con hambre. Frente a una tienda, dos gatos lo observaban con ojos suplicantes.
Veo que tenéis el estómago vacío.
Dentro compró empanadillas calientes, salchichas y zumo. Afuera, partió las salchichas para los gatos. Mientras comía, vio a un gatito apartado, inmóvil.
¿Qué te pasa, pequeño?. Al acercarse, descubrió que alguien le había atado las patitas con hilo de pescar.
¡Pero qué bestia!. Lo liberó y lo llevó al coche. El gatito, gris y con ojos verdes, se durmió en el asiento.
Pues sí, te llamarás Próspero, dijo Daniel. Igualito al gato de mi abuela.
Próspero había sido un felino sabio, compañero fiel de su abuela hasta el final. Tras su muerte, el gato desapareció, como si no soportara la pérdida.
Ahora, este pequeño Próspero sería su nuevo compañero.
**La compañera de clase**
Un año después, Próspero era un gato majestuoso, dueño y señor de la casa. Daniel había reformado la finca, criaba gallinas y cultivaba patatas.
Una mañana de invierno, esquiando, se cruzó con una mujer con gorro verde.
¡Sandra! ¡Pero qué guapa estás!, exclamó al reconocer a su antigua compañera.
¿Qué haces por aquí?, preguntó él, emocionado.
Mi madre está enferma. Vine a cuidarla.
Había sido pintora en la ciudad, pero ahora encontraba inspiración en el campo.
Yo vivo aquí desde hace un año, explicó él. Con Próspero.
¿Con tu hijo?
Con mi gato. No tengo hijos ni mujer.
Ella tampoco estaba casada. Una relación fallida, nada más.
Quedaron esa noche. Bebieron té de tilo con miel, recordaron viejos tiempos y rieron. Próspero los observaba, entre curioso y adormilado.
Tu casa es muy acogedora, dijo Sandra. Aquí, sobre el sofá, falta un cuadro. Te pintaré uno.
A partir de entonces, se vieron a diario. Esquiaban, iban al supermercado, cuidaban de la madre de Sandra.
Cuatro meses después, su madre falleció. Daniel la ayudó con los trámites.
Quédate, le dijo. No te vayas a la ciudad.
No me iré. Me acostumbré a ti.
Entonces ¿por qué no nos casamos?.
Ella sonrió.
Ahora no es el momento, pero sí.
Con el tiempo, Daniel montó una colmena. Juntos, con su hijo Nicolás, vendían miel y licores en su “casita del té”. Próspero, ya un gato imponente, paseaba como dueño del lugar.
Y, quién sabe, quizás pronto habría una hermanita para Nicolás.