El secreto enterrado en el ático: la historia de una mujer que se atrevió a conocer la verdad
Lorena nunca imaginó que un simple viaje a la casa de su suegra en el campo se convertiría en una revelación que cambiaría su vida por completo. Carmen Martínez, la madre de su marido, la había llamado para ayudar a limpiar la vieja casa antes de venderla. Parecía una petición inocente, pero se convirtió en el punto de inflexión después del cual no habría vuelta atrás.
—Lorena, sube al ático, allí hay un montón de trastos. Yo me ocuparé de ordenar abajo— ordenó la suegra, como si estuviera en el frente de una batalla doméstica.
—De acuerdo— respondió Lorena, subiendo las escaleras y comenzando a revisar las cajas polvorientas.
Fotos de su marido de niño, diplomas escolares, dibujos de su hermana… El polvo nostálgico del pasado. Pero su mirada se detuvo en una carpeta gruesa como un ladrillo, llena de documentos médicos. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Dudosamente, la abrió.
Lo primero que vio fue un informe: su marido, Adrián, había padecido una enfermedad en la adolescencia que solía causar infertilidad. No era una sospecha, estaba escrito negro sobre blanco, con firmas de médicos.
Lorena se quedó helada. Aquella carpeta destruía veinte años de su vida. Veinte años de matrimonio en los que su suegra la había culpado por no tener hijos, lanzándole comentarios hirientes y humillaciones bajo el disfraz del “derecho de una abuela”. Y Adrián… Ni siquiera quiso hacerse pruebas cuando ella pasó por todos los exámenes.
Se conocieron en la universidad. Él, un chico sociable que tocaba la guitarra, hacía reír a todos y era el alma de las fiestas. Se acercó primero, le ofreció un té cuando ella tiritaba de frío durante unas prácticas en el campo. Después, cine, citas, amor. Todo como en un cuento. Hasta que conoció a Carmen.
La suegra nunca ocultó su desprecio.
—¡Eres casi una cabeza más alta que Adrián! Una novia debería ser menuda— soltó con desdén en la primera cena.
Lorena intentó no tomárselo a pecho, pero cada palabra le calaba hondo. Sobre todo después de la boda, cuando Carmen le entregó una cacerola y un gorrito de bebé: “¡Para que empieces ya a dar nietos!”.
Y ella los quería. Pero no llegaban. Los médicos decían que todo estaba bien. Solo su marido se negaba a hacerse pruebas. Peor aún, soltó indirectas: ¿habría hecho algo en su juventud que lo hubiera provocado? ¿No sería culpa suya?
Le perdonó incluso esas palabras. Pero el resentimiento quedó.
Y ahora, en aquel ático polvoriento, Lorena sostenía en sus manos la respuesta a todas las preguntas.
Adrián lo sabía. Carmen también. Y aun así, durante años la habían torturado con reproches. Lorena guardó con cuidado el informe en su bolso. Al volver a la ciudad, lo primero que hizo fue ir a casa de su amiga Lucía, que era médica.
—Claro que sí— resopló Lucía hojeando las páginas—. Aquí está la razón. Y tú, pobrecita, desgastándote todos estos años…
Lorena calló. Sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Divórciate, Lore. Aún puedes ser madre. Pero ¿con él? Ni siquiera te dijo la verdad. Esto no es una familia.
La oportunidad llegó un mes después. Otra cena familiar. La suegra, como siempre, brillaba, presumiendo de los nietos que había tenido su hija Raquel—aunque era ella quien los criaba. Y, como de costumbre, intentó humillar a Lorena delante de todos.
Pero esta vez fue diferente.
—Bueno, Lorena, parece que no está escrito que seas madre— dijo Carmen con una sonrisa burlona—. Por suerte, Raquel nos ha dado tres.
Lorena se levantó de la mesa, caminó hasta el centro del salón, sacó el informe médico y lo dejó frente a todos.
—¿Y cuándo pensaba contarnos, Carmen, que su hijo no puede tener hijos?
La suegra palideció. Un silencio sepulcral llenó la habitación.
—¡Son mentiras!— siseó—. ¡Puras invenciones!
—¿Mentiras? Entonces que lo lean los demás— la voz de Lorena temblaba de rabia.
—¡Si ella lo sabía!— gritó de repente uno de los tíos mayores—. Me lo contó hace años, estaba preocupada. Ya ni me acordaba…
—¿Y tú lo sabías, Adrián?— se giró Lorena hacia su marido—. ¿Y permitías que tu madre me humillara?
—Pensé que…— balbuceó él—. Que las cosas cambiarían…
—No— cortó ella—. Voy a pedir el divorcio.
Adrián intentó recuperarla. Le dolió perder el piso que la abuela de Lorena le había dejado en herencia. Pero ella no cedió. No hubo que repartir bienes.
Pasaron seis meses. Lorena casi había aceptado que nunca sería madre. Hasta que, de pronto, un encuentro. Un amor nuevo. Una vida distinta.
Tres meses después, un test con dos rayas. Luego, matrimonio. Después, su hijo Javier. Y dos años más tarde, su hija Marta.
Lorena, mirando a sus hijos, a veces recordaba cómo podría haber seguido en aquel matrimonio, sufriendo en silencio y culpándose. Pero se atrevió a cambiar su destino.
Adrián nunca se volvió a casar. Su madre ahora lo reprochaba a él—decía que ni él ni Raquel habían sabido llevar sus vidas. Un día, paseando por el parque, Adrián vio a Lorena con los niños. Ella reía, empujaba a su hija en los columpios mientras Javier corría con una cometa. Él apartó la mirada. Y se fue a casa.
A casa. A un lugar donde nunca tuvo cabida.