El secreto al horno: cómo un bacalao cambió una familia

**La verdad al horno: cómo un bacalao desbarató una familia**

Antonio regresó a casa después del trabajo, cansado pero satisfecho. Un delicioso aroma flotaba desde la cocina. Al asomarse, se frotó las manos con entusiasmo:

—¡Huele de maravilla! ¿Qué estás preparando, Rosita?

—He decidido hornear pescado —respondió su esposa con calma.

Antes de que pudiera preguntarle qué especias había usado, unos ruidos extraños surgieron desde el fondo del piso. Antonio se quedó alerta:

—¿Son los vecinos otra vez?

—No, no son los vecinos. Hay una sorpresa esperándote en la habitación de al fondo —dijo Rosario con una sonrisa enigmática.

—¿Qué clase de sorpresa? —preguntó él, desconcertado.

—Ve y compruébalo tú mismo.

Antonio avanzó lentamente por el pasillo, abrió la puerta con cuidado y se quedó paralizado. Sentada en el sillón, como si nada, estaba su madre, Doña Carmen Ruiz.

Había aparecido en la puerta sin avisar. Rosario, pensando que era el repartidor, abrió de inmediato.

—Doña Carmen, buenas tardes. ¿Por qué no nos avisó? ¿Y si no estábamos en casa?

—Antonio trabaja y tú estás aquí. No soy una inválida, puedo moverme sola. ¿Dónde está mi habitación?

—Pase por aquí por ahora, ya lo decidiremos.

—Tienen tres habitaciones, ¿y no puedes asignarme una de inmediato? ¿Cómo es que él no sabía nada?

—Él tampoco estaba enterado. ¿No se lo dijo?

—¿Para qué? No vine de visita. Me quedaré a vivir aquí.

Rosario contuvo su frustración, aunque sentía un nudo en el estómago. Necesitaba terminar su trabajo, así que le pidió a su suegra que esperase un momento. La mujer miró alrededor con sorna y soltó al final:

—La nevera está vacía…

—Ahora llega la compra.

Cuando el repartidor trajo las bolsas, Rosario preparó rápidamente una cena sencilla: cortó queso, jamón, puso pan y preparó café.

—¿Quiere unas tortillas o algo más?

—No te molestes. Si acaso, yo misma cocino.

Rosario asintió y se retiró. Media hora después, al entregar su trabajo, regresó a la cocina y descubrió que su suegra ya se había “instalado” en la habitación contigua al baño, aquella donde Antonio pasaba noches enteras frente al ordenador. Doña Carmen ya había dejado claro su descontento:

—Qué desorden, qué suciedad, los platos sin lavar. ¿Acaso él limpia algo?

—Él trabaja, descansa aquí.

—¿Trabaja? Juegos tiene aquí. Tú en casa, pidiendo comida por Internet. Y el pobre, trabajando noche y día.

Rosario aguantó en silencio. Demasiada amargura acumulada, pero ahora no era el momento. Recordó una conversación reciente con su madre, cuando se quejaba de Antonio y sus aficiones:

—Bueno, al menos no sale de fiesta. Juega en silencio —intentaba consolarla su madre.

—¿Y cuándo vendrán los niños?

—No ha dejado atrás su infancia…

Y era cierto. Todo el dinero que su madre le había dado para el piso, Antonio lo gastó en equipos carísimos. “El sueño de mi niñez”, dijo entonces. Pero, al final, el piso estaba a nombre de Rosario, gracias a la contribución de sus padres.

Después de la cena, Doña Carmen se durmió en su “nueva” habitación. Antonio llegó del trabajo, escuchó los ronquidos y preguntó:

—¿Son los vecinos otra vez?

—No. Es tu madre. Entra, habla con ella.

La mujer se despertó justo a tiempo. Sin preámbulos, soltó:

—Estoy jubilada. Voy a viajar, y entre viajes, viviré aquí. Pienso vender mi casa. El dinero te lo di a ti, así que también tengo derecho a metros aquí.

—Mamá, ¿en serio? Queríamos usar esa habitación para los niños. Rosario no estará de acuerdo.

—Entonces devuélveme el dinero. Todo sea justo.

—Ya te envío una parte cada mes. Somos una familia.

—¿Familia? Rosario en casa. Tú trabajando solo. Enséñenme los papeles. Espero que todo esté en orden.

Rosario salió en silencio y regresó con una carpeta.

—Aquí están los documentos. El piso está a mi nombre. El dinero lo pusieron mis padres.

—¿Y el mío?

—Gastado. Por tu querido hijo. Por su “niñez”.

Antonio se levantó, miró a su madre con culpa:

—Lo siento, mamá. Pero en aquel momento era mi sueño. Ahora ya está. No quiero más.

—¡Ajá! —estalló Rosario—. Si no paras, pediré el divorcio. Y te irás con tu madre, con tus juguetes.

—Rosario, no. Lo venderé todo. Lo prometo. Vamos a cenar. Esta noche, sin ordenador.

Durante la cena, Doña Carmen permaneció callada, ceñuda.

—O sea, yo no soy nadie aquí. Y yo que pensaba vivir como dueña.

—Usted es la madre de mi marido. Pero aquí tenemos nuestra propia familia. Y no pienso hacer todo a su manera.

—Antonio, ¡tienes la cabeza bajo el zapato!

—Prefiero el zapato de mi mujer que el control de mi madre. Toda mi vida decidiste por mí. Ya basta. He crecido.

Doña Carmen se levantó en silencio, cogió su bolso:

—Llámame un taxi. Me voy. Pero tú me echarás de menos…

Antonio la acompañó en silencio hasta el coche. Al regresar, se sentó frente al plato:

—Me lo comeré todo, pescado y carne. Tengo mucha hambre.

—¿Lo de vender los juegos? ¿Lo decías en serio?

—Sí. Lo venderé. Nos hará falta el dinero para los niños. Ahora estoy listo. Y con mi madre… ya nos arreglaremos. Lo importante es que tú estés aquí.

Rosario sonrió. Y en su interior sintió que aquel “fruto prohibido”… al fin había madurado.

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