El secretario inesperado

**La Secretaria con Sorpresa**

—Lucía, ¿dónde está mi café? —La voz de Javier Mendoza, su jefe, sonó con irritación.

—En el estante de arriba, como siempre —respondió ella sin levantar la vista de la agenda.

—Bueno, al menos tienes buena memoria, eso ya es algo —gruñó él antes de cerrar el armario de un golpe.

La oficina tembló. Como siempre. Como cada día. Javier Mendoza, un cuarentón de canas distinguidas y pelo siempre impecable, era el rey de la empresa. Lo temían, pero lo respetaban —por sus resultados, su seguridad, su estilo. A Lucía ni la temían ni la respetaban. Era invisible.

Se había convertido en parte del mobiliario: discreta, pero necesaria. Los documentos —ella los organizaba. Los contratos —ella los imprimía. Los cumpleaños olvidados —ella los recordaba. Pero nadie le decía “gracias”.

—Lucía, tráeme agua, ¡tenemos reunión en diez minutos! —le espetó una compañera de contabilidad.

—Voy —suspiró, cogiendo la jarra.

Toda su vida en esa oficina transcurría como una sombra. Y empezó con esperanzas. Había terminado la universidad con honores, incluso soñó con un máster. Pero su madre enfermó y tuvo que ponerse a trabajar. Entró en la gran empresa *Grupo Sol Naciente* —primero como asistente, luego como secretaria del director.

Cinco años. Cinco años sirviendo café, anotando citas y tragando humillaciones en silencio. Nadie sabía que, durante todo ese tiempo, había llevado un diario detallado. Y, los últimos seis meses, había grabado conversaciones.

Javier Mendoza, el favorito de los inversores, se volvía cada vez más descarado. En privado, hablaba de inflar contratos, de “convencer” a competidores, de “untar” a auditores. Él creía que a su lado solo había aire. Pero ahí estaba Lucía.

—Lucita, ven —la llamó un día sin apartar la vista del teléfono—. Mira, viene una becaria nueva. Explícale lo del café, el baño y dónde sentarse. Lo demás no es cosa tuya. Total, tú eres como la mamá de los pollitos aquí, ¿no?

—Claro —asintió, anotando la hora y la frase en su cuaderno. Lo anotaba todo, casi por reflejo.

Por las noches, cuando la oficina quedaba vacía, abría su portátil y volcaba los datos en una tabla. Tenía grabaciones, escaneos de documentos, extractos de correos, copias de chats con proveedores. Sabía que, tarde o temprano, todo serviría.

Y llegó el momento.

A finales de marzo corrió el rumor: había una inspección sorpresa. Algún inversor había detectado irregularidades en las cuentas. Ese mismo día, Javier la llamó.

—Lucía, hay que retocar un par de cifras en el informe. Tú sabes hacerlo —guiñó un ojo y le pasó un USB—. En silencio, ¿eh? Eres lista. Que no se entere nadie.

Cogió el USB. Esa noche copió todo. Hizo respaldos. Y escribió un correo. No a la policía —no confiaba en ellos—. Envió el dossier, anónimamente, a la sede central de *Grupo Sol Naciente*, donde estaban los accionistas reales.

Pasaron tres semanas. Siguió yendo al trabajo como si nada, hasta que un día entraron hombres de traje negro.

—¿Javier Mendoza? Queda citado para una investigación interna. Venga con nosotros.

Lucía guardó el USB en el bolsillo, tranquila.

La empresa entró en pánico. Contabilidad zumbaba como un avispero. Despidieron a unos, suspendieron a otros. Pero el más afectado, claro, fue Javier.

Dos semanas después, la llamaron a la sede.

—Lucía Domínguez, hemos revisado el material. Gracias a usted, evitamos un fraude y salvamos la reputación de la empresa. Necesitamos a alguien de confianza que conozca la estructura desde dentro. ¿Aceptaría ser la administradora provisional?

Le costó creerlo.

—¿Yo? ¿Administradora?

—Sí. Vemos potencial en usted. Y, sobre todo, no se doblegó cuando pudo. Eso vale mucho.

Un mes después, el despacho de Javier era suyo. La placa en la puerta cambiaba. Los compañeros que antes le gritaban “tráeme esto” ahora llamaban con timidez.

—Lucía, ¿puede ser un momento?

Ella asentía, escuchaba atenta, pero no olvidaba. No se vengaba, pero tampoco perdonaba.

Una tarde, entró Daniel, de sistemas.

—Oye, Luci… digo, Lucía —se sonrojó—. Yo antes… bueno… decía que eras como un mueble. Perdón. Fui un idiota.

Ella lo miró y sonrió con suavidad:

—Lo importante es que ahora sepas tratar a la gente.

Él asintió y salió.

Esa noche se quedó tarde. El despacho estaba en silencio, la luz suave sobre el escritorio. Puso una taza de café junto al portátil y abrió la carpeta con sus notas. Las archivó.

—Esto es por todos los “Lucita” y los “al menos sirves para algo” —susurró.

Cerró el portátil y se fue. Mañana sería otro día. Y esa mujer “invisible” ahora tenía una vida visible. Y voz. Y poder. Y derecho al respeto.

Pasaron seis meses. Lucía se había adaptado a su nuevo cargo: administradora provisional de *Grupo Sol Naciente*. Pero la palabra “provisional” pesaba como una espada. Los accionistas prometieron: si la sucursal salía del caos, se quedaría. Si no, buscarían a alguien “con más experiencia”.

Y trabajó. Sin descanso. Reestructuró la empresa, despidió a incompetentes, optimizó procesos, renegoció con proveedores. Hasta empezó a comer lejos del ordenador, algo que no hacía en diez años.

Pero lo más difícil no era eso. Eran las miradas. Sus compañeros no sabían cómo tratarla. Unos la respetaban, otros la envidiaban, otros la temían. No buscaba ser querida. Le bastaba con los resultados.

Una tarde, trabajando más tarde de lo habitual, llamaron a la puerta.

—¿Se puede? —Era un hombre alto, con canas y maletín—. Roberto Sanz, de la junta directiva. Me han enviado de la sede.

—Adelante —dijo ella—. ¿Es por el nuevo proyecto?

—En parte. Pero también por curiosidad. Me pidieron evaluar su gestión estos seis meses. Y, debo decirlo, estoy impresionado.

No respondió de inmediato. Los elogios eran raros, sobre todo de superiores.

—Gracias. Pero aún queda trabajo.

—Eso se nota —sonrió él—. Dígame, ¿de verdad solo era secretaria?

—Cinco años. Solo secretaria. Con buena memoria y paciencia.

—Y ahora dirige. En la sede ya cuentan su historia como una leyenda. La humilde asistente que destapó el fraude y levantó la sucursal.

Lucía esbozó una sonrisa:

—Las leyendas exageran. Fue más sucio. Y más duro. Pero no me arrepiento.

—¿Quiere quedarse? No de forma temporal, sino fija —preguntó él, mirándola fijo.

Ella se tensó levemente:

—Eso lo decide la junta.

—Votarán en un mes. Pero no vine solo por formalidades. Javier Mendoza ha presentado una demanda.

—¿Contra mí?

—Contra la empresa, técnicamente. Pero alega “venganza personal”. Dice que accediste a sus datos, violaste confidencialidad. Pide indemnización y limpiar su nombre.

—¿Está de broma? —su voz era calmada, pero hervía por dentro.

—No. Solo no sabe perder. Estoy aquí para ayudarla.Lucía respiró hondo, miró por la ventana hacia el cielo nocturno de Madrid, y supo que, aunque la batalla aún no terminaba, jamás volvería a ser invisible.

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El secretario inesperado