El marido se fue, y ella simplemente sonrió.
– Dios, cómo me ha cansado esto – murmuró Miguel, furioso, caminando de un lado a otro de la cocina. – Lo mismo cada día. Regresas del trabajo y otra vez esta atmósfera abrumadora.
Lucía estaba de pie frente a la estufa, removiendo la sopa. No se giró hacia él, solo sus hombros se tensaron ligeramente.
– ¿A qué te refieres? – preguntó con voz cansada y desinteresada.
– ¿Qué me refiero? – la imitó, sarcástico. – A tu frío. Siempre ocupada con tus asuntos, tus pensamientos, tu mundo en el que, ¿quién sabe?, ni siquiera me cabía.
– Tengo mucho trabajo, lo sabes – respondió sin darle importancia.
– ¡Trabajo, trabajo! ¿Y qué hay de mí? ¿De nosotros? – golpeó el mostrador con fuerza. – ¿Cuándo fue la última vez que preguntaste por mis cosas? ¿Cuándo salimos juntos?
Lucía se dio la vuelta lentamente. En sus ojos solo se notaba un rastro de cansancio, no de enfado.
– Fuimos al cine hace dos semanas – dijo con calma.
– ¡Y estuviste todo el tiempo con el teléfono! – se desesperó. – Mira, no puedo más. Me largo.
Ella se quedó inmóvil. La cuchara se heló en el aire, sobre la olla.
– ¿Adónde vas ahora?
– No ya – musitó. – Me largo. De ti. De todo esto.
La cuchara cayó en el plato con un sonido sordo. Las palabras, que esperaba desde hacía tiempo, llegaron como un rayo.
– Tengo a otra – confesó, agarrotándose. – Ella me valora. Escucha mis historias. Se ríe de mis chistes.
Lucía lo miró largo rato y luego… sonrió. No era una sonrisa amarga, ni cruel, sino una de liberación.
– Muy bien – susurró. – ¿Cuándo planeas llevarte tus cosas?
Miguel no esperaba aquello. En lugar de llantos o gritos, encontró un silencio sereno.
– ¿No vas a luchar por nuestro matrimonio? – preguntó, ofendido.
– ¿Hay algo por lo que luchar? – se acercó a la ventana. – Hace tiempo que somos ajenos. Tienes razón, vivo en un mundo al que no te encaja.
Sintió que su poder se evaporaba. Esa revelación, en lugar de lastimarla, parecía aligerarla.
– Recogeré mis cosas mañana, cuando estés trabajando – dijo, despectivo.
– Como quieras – Lucía regresó a la estufa. – ¿Quieres cenar?
Él salió a grandes zancadas, sin responder. En la cocina, Lucía apagó el fuego, se sentó y se permitió llorar. No por tristeza, sino por alivio. El teléfono vibró. Un mensaje de su amiga Clara: «¿Ya se lo dijiste, Lu?». No, no hizo falta: él lo dijo primero.
Una semana después, Lucía y Clara compartían café en un pequeño bar de la Plaza Mayor. Clara la miraba con preocupación:
– ¿Así, todo terminó? Ni siquiera intentaste arreglarlo.
– ¿Qué podría arreglar? – meció su café. – Tú misma lo sabes: los dos años últimos fueron como si viviéramos como vecinos.
– Pero diez años juntos… ¿No significa nada?
– Significa – asintió –, pero no tanto como seguir lastrándonos.
– No te reconozco – dijo Clara. – Antes te habrías aferrado.
– Antes sí – suspiró –. Ahora solo quiero paz. Me siento liviana.
– ¿No duele? – preguntó, inclinándose.
– Duele – admitió. – No por su marcha, sino por mi cobaría. Había decidido decírselo esa noche. Incluso planeé las palabras.
Clara no entendía:
– ¿Y por qué no me contaste?
– No quería convencerme del daño. Ya no.
Esperaba un drama, pero Lucía solo atisbaba nuevas oportunidades. Un proyecto creativo la llamaba, y por primera vez, no quería rehuir.
Cuando regresó a su casa vacía, supo que había algo que dejar atrás. La llamada de su suegra, María Antonia, era inevitable:
– ¿Cómo te sientes, mi cielito? – preguntó, con esa voz acariciante que siempre la abrumaba.
– Bien, María Antonia – contestó con calma. – Empezaré un nuevo trabajo, en un proyecto de arte.
– ¡Nuevamente, Lucía! ¿De qué sirve eso? – la voz se quebró. – Te necesitamos.
– Somos suyos, pero también mios – sonrió.
Unas semanas después, Miguel regresó para recoger documentos. La casa había cambiado: colores pastel, luces nuevas, una alegría que antes no existía.
– ¿La reforma será? – preguntó, mirando los catálogos. – ¿Conseguiste hacer todo sola?
– Alquilaré a profesionales – dijo –. Esta vez, será mía.
Se detuvieron frente a una foto de ella sola, rodeada de amigos. Miguel parecía ver, por vez primera, a una mujer que no se adaptaba a él, sino que vivía para sí.
– ¿No hay fotos nuestras? – preguntó, con una pizca de tristeza.
– Están en una caja – respondió –, pero esto es lo que vivo ahora.
Esa noche, Clara volvió a invitarla a una exposición. Lucía, con ese brillo nuevo en la mirada, asintió:
– Claro. Quizá sea una nueva vida.
Un día, Miguel la encontró en un café, con amigas. Ella sonreía con naturalidad. Él, en cambio, parecía un hombre que apenas entendía cuánto había perdido.
– A veces —pensó Lucía—, las despedidas no son finales, sino el primer paso. La libertad no se roba: se reclama. Y cuando se vive plenamente, se recomienza.
La vida no se detiene, sino que se renueva cuando nos atrevemos a cambiar.






