El Salvador Peludo

El Peludo Salvador

El ritmo constante de las ruedas y los árboles que desfilaban tras la ventana del tren arrullaban a Javier. Se quedó dormido, apoyando la frente contra el cristal, mientras sujetaba con fuerza una gran caja rosa con una muñeca, un regalo para su hija de seis años. Solo le quedaba una hora de viaje: su viaje de negocios terminaba y ansiaba reencontrarse con su familia.

Su sueño fue sorprendentemente vívido: su casa en las afueras de Madrid, su querida Lucía, y Carlita, su pequeño sol. Incluso soñó con Colita, el perro callejero que nunca había soportado. Pequeño, inútil, asustadizo. Pero Carlita lo había suplicado —lo trajo a casa siendo un cachorro abandonado, y Javier, mirando sus ojos brillantes, cedió.

El tren frenó bruscamente, sacudiéndolo. Javier abrió los ojos. Frente a él había una mujer desconocida.

—Buenas tardes. ¿Nos conocemos? —preguntó, confundido.

—No, disculpe. Es solo que me resultó conmovedor ver a un hombre tan serio con una caja de muñeca en las piernas.

—Es para mi hija. Siempre trato de traerle algo de cada viaje. La echo mucho de menos.

—Qué suerte tiene su familia…

—La suerte es mía por tenerlas —respondió él con una sonrisa.

Al llegar a las afueras del pueblo, pasó junto a bloques de pisos hacia su casa. La verja estaba abierta. Pensó que quizá Lucía y Carlita habían salido a recibirle. Pero al llegar, encontró a su esposa pálida y temblorosa.

—¡Javier! ¡Carlita ha desaparecido!

Las palabras le cortaron como un cuchillo. La sonrisa se borró de su rostro. Dejó la maleta junto a la valla, pero la muñeca quedó en sus manos.

Lucía jadeaba de terror. Le explicó que había escuchado a Carlita jugando con Colita en el arenero. Luego fue brevemente a la cocina. Al volver, silencio. Carlita no estaba. Revisó el patio, la calle, la casa. Nada.

—¿La verja estaba cerrada?

—Carlita podría haberla abierto… Pero sabe que no debe…

Se lanzaron a buscar. Recorrieron la zona. Gritaron su nombre. Preguntaron a los vecinos. Tras una hora, supieron que era grave. La policía. Un equipo de búsqueda.

En el arenero solo quedaban un cubo y huellas. Colita tampoco estaba.

—Tal vez está con ella —comentó el capitán de la policía, pensativo.

Javier no dudaba: Carlita estaba viva. Iría al bosque, la encontraría. No importaba cómo. Solo con una camiseta, ignorando el frío nocturno. “Si Carlita tiene frío, yo tampoco me abrigaré”, repetía.

Con una linterna en mano y acompañado por voluntarios, recorrió el bosque. Se detenían, gritaban. Sin respuesta. Javier recordó cuando trajo a Carlita del colegio y escuchó: “Papi, ¿me dejas quedarme con el perrito?”, señalando a un pequeño bulto tembloroso.

Colita se convirtió en su fiel compañero. La calentaba cuando enfermaba. Se entristecía cuando ella no estaba. Más que un perro. Casi un ángel de la guarda.

Y entonces, en la oscuridad, un destello. Una pamela rosa con orejitas. Luego, una sandalia.

—¡Es suya! —vociferó Javier, la voz quebrada.

Los voluntarios callaron. Sus miradas hablaban por sí solas. Pero Javier apartó el miedo. “Está viva. La encontraré”.

Horas después, gritos rompieron el silencio. Hallaron un barranco. Abajo, una niña. Pálida, arañada, pero viva.

—Papi… Tengo sed… —susurró al ser abrazada.

—Ahora mismo, mi vida. Todo está bien.

Al volver al camino, Carlita se incorporó:

—Colita está ahí… No pudo salir…

Encontraron al perro. Herido, con una pata rota. Se arrastró tras ellos para que vieran a Carlita.

Por la mañana, el veterinario miró a Colita:

—¿Le dormimos?

—No. Cúrenlo. Salvó a mi hija.

Dos semanas después, Carlita correteaba de nuevo en el patio. Y a su lado, Colita, cojeando levemente, ladraba feliz. En cada paso de aquel perrito peludo había más lealtad y amor que en mil palabras.

No solo fue útil. Fue un héroe. De verdad.

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