El Salvador
Faltaban apenas cien kilómetros cuando los faros del coche iluminaron un vehículo rojo detenido al borde de la carretera, con el capó levantado. Junto a él, un joven agitaba los brazos con energía. Parar en una carretera desierta de noche era una temeridad. Pero el cielo empezaba a aclararse con el amanecer, y el viaje estaba a punto de terminar. Rodrigo detuvo el coche y bajó. Apenas había dado dos pasos cuando un golpe brutal en la nuca lo derribó.
Recobró el sentido al sentir unas manos hurgando en sus bolsillos. Intentó levantarse, pero un peso enorme lo aplastó contra el suelo. Debían ser varios, porque una patada le impactó en el costado. Un grito le escapó del dolor.
Los golpes llovieron entonces sin piedad. Rodrigo se encogió protegiéndose el vientre con las rodillas y la cabeza con los brazos. Una patada en las costillas lo sumió en la oscuridad otra vez.
Al volver en sí, escuchó un gemido. Pensó que era él mismo, pero los golpes habían cesado. Movió un brazo y un hocico frío le rozó la mejilla. Entreabrió los ojos y vio la mirada alerta de un perro. Intentó levantarse, pero un dolor punzante en el costado le cortó la respiración. *”Rota la costilla”*, pensó. Su mente funcionaba a trompicones, como llena de algodón. El perro volvió a gemir.
La siguiente vez que despertó, sintió el traqueteo de un vehículo. El motor ronroneaba bajo él.
—Despierto. No falta mucho para llegar a la ciudad, aguanta, muchacho —dijo una voz que no supo identificar.
Rodrigo no pudo abrir los párpados, pesados como plomo. La fatiga lo arrastró de nuevo al vacío. Un golpe lo devolvió a la realidad; ahora lo llevaban a cuestas. La luz le quemó los ojos al abrirlos.
—Ya está consciente —dijo una voz femenina.
Entre el parpadeo de las luces, vio un rostro borroso. Le dio vueltas la cabeza y sintió náuseas. Todo se detuvo. El rostro se inclinó sobre él: un anciano de barba blanca lo observaba con atención.
—¿Cómo se llama, joven? ¿Recuerda lo que pasó?
—Rodrigo Márquez. Me… —Las palabras le costaban, pero lo entendieron.
—Sí. Le dieron una buena paliza.
—El coche… —el dolor le atravesó el costado al respirar.
—No había ningún coche cerca. Solo un perro. Él le salvó. Descanse —dijo el anciano, y Rodrigo obedeció.
Al despertar de nuevo, el dolor había amainado. Escuchó voces apagadas.
—Está despierto. Muy bien. ¿Me oye? Soy el capitán Jiménez, de la policía. ¿Puede hablar?
Rodrigo contó lo ocurrido: cómo paró, la paliza, la matrícula de su coche…
—¿Es suyo el perro?
—No tengo perro —respondió, sorprendido.
—El conductor que llamó a la ambulancia dijo que el animal salió del bosque, tirándose casi bajo las ruedas. Lo siguieron hasta la cuneta donde estaban ustedes. Sin él, aún estaría allí. Firme aquí.
Rodrigo firmó el papel y dejó caer la mano, exhausto.
—¿Qué me pasa?
—Está vivo. Dos costillas rotas, heridas en la cabeza, contusiones…
—Basta por hoy. Descanse —ordenó el médico.
Se durmió.
Despertó de noche. Las sombras de los árboles bailaban en el techo. Recordó todo.
Por la mañana, el sol entraba por la ventana. Se sentía mejor.
—Vamos a levantarse —dijo el médico, ayudándole.
Rodrigo miró por la ventana. Un parque con bancos.
—¿Ve? Bajo el árbol. Su perro. Le espera —dijo una enfermera.
—No es mío.
—Pues no se va. Le llevamos comida del comedor, pero solo come cuando nos vamos.
El perro estaba allí, atento. Al día siguiente, Rodrigo salió.
El animal no se movió hasta que él se acercó.
—¿Tú me salvaste? Gracias —acarició su cabeza.
Se sentaron en un banco. Un rato después, apareció el capitán Jiménez.
—Huyó de mí —dijo, señalando al perro—. No hay rastro de su coche. Quizá desguazado. ¿Se lo lleva?
Rodrigo asintió.
—El dueño murió en una misión. La madre, de pena. El perro se quedó solo.
En el coche patrulla, el conductor no paraba de hablar.
—Todos hablan de ustedes. Ojalá tuviera un perro así…
Al llegar a su piso en Valladolid, Rodrigo sintió el olor a carne asada.
—Pasa —ordenó, pero el perro se quedó en el umbral.
—¡Hola! Sabía que volverías hoy —dijo Teresa, saliendo de la cocina con un delantal floreado. Al ver al perro, palideció—. ¿Qué es esto?
—Se llama Sol. Vivirá con nosotros.
Teresa retrocedió, recordando su miedo desde que un perro la mordió de niña.
—¿Lo has hecho adrede? —gritó, quitándose el delantal—. ¡Sácalo!
Sol se apartó, dejándola pasar. Teresa salió corriendo.
Rodrigo no la retuvo. Comieron la carne él y Sol.