El rincón del misterio revelado

El Rincón Misterioso del Regreso

En uno de esos callejones olvidados del casco antiguo, donde las casas guardaban huellas del tiempo como arrugas en los rostros de los ancianos, apareció un día un letrero extraño. Surgió de la nada, como un fantasma del pasado entretejido en la grisura de lo cotidiano. «EL RINCÓN MISTERIOSO DEL REGRESO. Aceptamos lo perdido. Condiciones — individuales». Las letras, desvaídas como quemadas por siglos de sol, parecían un eco de otro mundo. Sobre el vidrio empañado y polvoriento, se veían como un susurro de un sueño olvidado que aún araña el corazón.

Diego había caminado por esa calle cientos de veces. Antes hubo allí una acogedora tienda de antigüedades, luego un bar de café barato, y después, solo abandono. La fachada descascarada, los cristales cubiertos de una capa gris, los viejos letreros hundidos en el polvo. Diego había dejado de notar ese rincón, como se deja de notar un dolor que se vuelve parte de uno. Pero aquel día, el letrero le clavó la mirada como una aguja en una herida que intentó olvidar.

Se detuvo. En el reflejo del vidrio sucio vio su imagen: ojos cansados, cabellos entrecanos, una chaqueta gastada. Su rostro era un mapa de pérdidas —las arrugas, caminos hacia recuerdos que hubiera querido borrar. Ojos donde ya no quedaba fe en milagros. Un hombre que había perdido demasiado para creer en letreros misteriosos. Amor, confianza, su hija —todo se había esfumado como humo. Hasta los recuerdos palidecían, perdiendo calor y olor, volviéndose planos como fotos desteñidas.

Empujó la puerta. Cedió con un crujido suave, como si lo hubiera estado esperando. Dentro olía a libros viejos y peras maduras —un aroma de infancia escondido en lo profundo de la memoria. Tras el mostrador, una mujer alta, con el pelo recogido en un moño y una mirada que traspasaba más allá de la piel. No miraba a Diego, sino algo dentro de él, como si viera las sombras de lo que había perdido.

—¿Qué se puede recuperar? —preguntó él, con una voz que tembló, como si hablara otro, alguien olvidado.

—Todo lo perdido —respondió ella, serena—. Pero el precio siempre es propio.

Quiso reírse, descartar ese juego absurdo, pero algo se encogió dentro de él.

—Quiero recuperar ese día —murmuró—. La última conversación con mi hija.

Su rostro permaneció impasible, como si esas peticiones fueran pan de cada día.

—Cuénteme.

Diego se dejó caer en una silla. El movimiento fue pesado, como si cargara el peso de todos sus errores.

—Discutimos. Por tonterías, como siempre. Ella quería estudiar en el extranjero, y yo… le dije que nos abandonaba, que traicionaba a la familia. Grité, la llamé egoísta, que no pensaba en su madre, en mí. Ella calló y al final dijo: «Nunca has intentado entenderme». Cerramos la puerta de golpe. Se fue. Una semana después… ya no estaba. Un accidente. Desde entonces, vivo como sin respirar. Pienso: si la hubiera escuchado, abrazado, dicho que estaba orgulloso… Quizá se habría quedado. Quizá todo sería distinto.

La mujer asintió, como si ya conociera esa historia.

—El precio: olvidará todos los demás momentos con ella. Todos. Su risa, sus primeros pasos, los desayunos compartidos, los viajes a la costa. Solo quedará ese día, reescrito como desea. Pero lo demás desaparecerá, como si nunca hubiera existido. No quedará el calor de su sonrisa, ni el sonido de su voz. Solo una conversación.

Diego se quedó inmóvil. Las manos le temblaban, aferradas al borde del mostrador.

—Es como… arrancar parte del alma. No el cuerpo, sino el tiempo. Mi vida.

—Así es —respondió ella—. Pero tendrá lo que pide. Palabra por palabra. Todo como pudo ser.

Calló. Por mucho tiempo. Los labios se movían, repasando escenas en su memoria: su risa de niña, el olor de su perfume, las discusiones en la cena. Luego se levantó, torpemente, como si se incorporara tras una caída.

—Gracias. Necesito pensarlo.

Ella no lo detuvo. Solo dijo, mirando al vacío:

—Estamos abiertos hasta medianoche. Después, cerramos. Para siempre. Y no volveremos, por mucho que lo pida.

Todo el día, Diego vagó por la ciudad como un fantasma. Cada sonido, cada olor le recordaba algo perdido. Una canción en un café le trajo noches con su esposa. El olor a pan recién hecho, las empanadas de su madre. Hasta la voz de un músico callejero resonó como un eco de lo que ya no estaba. Atrapaba fragmentos de conversaciones ajenas, y en cada palabra intuía algo que supo y perdió.

Regresó al local media hora antes de la medianoche. La puerta seguía abierta, como esperándolo.

—He cambiado de idea —dijo en el umbral—. Quiero otro regreso.

La mujer arqueó una ceja, con un destello de sorpresa en la mirada.

—¿Cuál?

—Quiero recuperarme a mí mismo. Al que era antes del dolor, del vacío, de sentir que cada paso es una batalla. Quiero recordar cómo es vivir sin temer cada nuevo día.

Ella guardó silencio. Demasiado. Luego se acercó, con pasos lentos, como sopesando no solo sus palabras, sino su destino.

—Ese es el precio más alto —dijo, mirándolo a los ojos—. Perderá todas las razones por las que le importaba. Todo lo que le hace ser usted, desaparecerá. Será ligero, pero vacío. Sin dolor, pero sin sentido. Como una hoja arrastrada por el viento.

—¿Y el dolor se irá? —preguntó él, con la voz quebrada.

—Sí. Y todo lo que amó, también. Todo lo que lo ancla aquí, se disolverá. Será… nadie.

Diego se sentó. Apoyó las manos en las rodillas. Cerró los ojos. Dentro, una tormenta: recuerdos, culpa, amor, miedo.

Luego abrió los ojos y susurró:

—Me niego. Quiero conservar este dolor. Es todo lo que me queda de ella. Me desgarra, pero está vivo. No quiero vacío.

La mujer sonrió —por primera vez, cálida, como despidiéndose.

—Entonces no necesita ningún regreso. Ya encontró lo que buscaba.

Diego salió a la calle. El letrero había desaparecido. Donde estuvo la puerta, solo un muro ciego, como si el local nunca hubiera existido. Ni rastro del aroma a peras, ni del crujir de la puerta. Solo él, la ciudad nocturna y el viento frío rozando su rostro.

Pero algo había cambiado dentro. No obtuvo lo que buscaba, pero encontró lo que necesitaba. Y por primera vez en años, no se arrepintió de su elección.

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