**Segundo Aire**
Manuel no era ningún Adonis como Antonio Banderas. Trabajaba como simple ingeniero en una fábrica de maquinaria pesada. No bebía… bueno, solo en fiestas. No fumaba. Llevaba veintidós años casado y jamás le había puesto mirar a otra mujer.
Su hija se había marchado a vivir con su marido a Barcelona. No parecía tener prisa por darle nietos, pero a Manuel no le molestaba. Los niños eran responsabilidad, ruido y juguetes esparcidos por el suelo. Él prefería las noches tranquilas con el periódico y la televisión. Con el tiempo que le quedaba, aún tendría ocasión de disfrutar de los nietos.
Su esposa, Carmen, era perfecta en todos los sentidos: una mujer atractiva y cuidada, la casa siempre limpia y acogedora, la cena lista cada noche, y en las fechas señaladas, un pastel casero y carne al horno con patatas. En fin, la vida resuelta.
Regresaba del trabajo en su coche, entornando los ojos ante los últimos rayos del sol, anhelando una cena caliente y el silencio frente al televisor.
Al entrar en el piso, se quitó los zapatos en el recibidor y aguzó el oído. Lo normal era que Carmen asomara desde la cocina diciendo que la cena estaba casi lista. Pero aquel día no escuchó su voz. Una inquietud inexplicable le invadió. Avanzó hasta el salón. Carmen estaba frente al armario, las puertas abiertas de par en par, arrancando vestidos de las perchas y arrojándolos al sofá, donde yacía una maleta abierta.
—¿Adónde vas? ¿A Barcelona? ¿Es que está embarazada nuestra hija? —preguntó.
Carmen, sin mirarle, se acercó a la maleta y comenzó a doblar las prendas.
—¿No me oyes? Te pregunto adónde vas —repitió Manuel, conteniendo a duras penas el enfado que le quemaba por dentro.
Carmen echó un vistazo a la habitación, asegurándose de no olvidar nada, y empezó a cerrar la maleta. Estaba tan llena que la cremallera parecía a punto de romperse.
—Más me ayudarías si no estuvieras ahí plantado como un pasmarote haciendo preguntas absurdas —Carmen se enderezó y se apartó un mechón de pelo de la cara.
—Preguntarte adónde te vas con toda tu ropa no me parece absurdo —dijo Manuel, conteniendo a duras penas la irritación que le hervía en el pecho.
—¿Adónde? Me voy de aquí. Me voy de tu vida —respondió ella, con un desafío en la mirada.
—¿Por qué? —Manuel arqueó una ceja.
—Porque estoy harta. ¿Me ayudas o no? —asintió hacia la maleta abarrotada.
—¿Harta de qué? —Manuel se acercó, aplastó la tapa con una mano y cerró la cremallera de un tirón.
—De todo. De ti, de la cocina, de estar encerrada cada noche, clavada al televisor.
—Podrías haberlo dicho antes. Habríamos ido al teatro, por variar —soltó Manuel sin pensar.
—¿Para morirme de vergüenza cuando te pongas a roncar? Un día igual al otro, la vida pasando… —En la voz de Carmen había algo nuevo: desesperación, insatisfacción.
—Eso no depende de nosotros. Da igual si nos movemos o nos quedamos quietos, la vida pasa igual —filosofó él.
—No me des lecciones. Yo quiero algo que recordar al final. ¿Y qué tendré? ¿Filetes en la sartén? ¿Fregar platos? ¿A ti con el periódico y la tele? —Su voz se quebró en un grito.
—Crees que no tengo adónde ir más que a casa de nuestra hija. Me voy con alguien que me ve como mujer, como una diosa, una reina. Alguien que me escribe versos… —Carmen alzó la vista al techo, los ojos empañados.
—¿Y yo? —preguntó Manuel, comprendiendo de golpe.
—Tú sigue tu vida como siempre. Eso sí, tendrás que cocinar, lavar y planchar tú solo. Hace dos meses me corté el pelo, cambié de estilo… ¿Te diste cuenta? —Carmen esbozó una sonrisa amarga, bajó la maleta al suelo, extendió el asa y la arrastró hacia la entrada, dejando marcas en la alfombra clara.
Mientras Carmen se ponía el abrigo, con ese ruido característico de la tela, Manuel no apartaba la vista de los dos surcos marcados en la alfombra. Le parecía que la maleta había pasado por encima de su corazón, dejando las mismas huellas.
Solo cuando la puerta se cerró de golpe y el pestillo hizo clic, Manuel reaccionó. Entonces comprendió: su esposa se había ido.
Había que hacer algo. Por inercia, se dirigió a la cocina. El hervidor estaba frío. Abrió la nevera: un puchero de cocido, restos de chorizo, dos latas de no sabía qué, unos huevos y medio litro de leche. Cerró la puerta. El hambre se le había esfumado.
Volvió al salón y se sentó en el sofá donde antes estuvo la maleta. Ni ganas de leer el periódico, ni de encender la tele. Esas cosas tenían gracia cuando Carmen estaba ahí, incluso si estaba en la cocina o planchando mientras echaba un ojo al programa. Había vida, calor de hogar…
Suspiró y permaneció mucho tiempo allí, clavando la mirada en la pantalla negra, intentando digerir lo ocurrido. Lo peor era el silencio, el vacío, como si Carmen se hubiera llevado consigo todos los sonidos de la casa. Finalmente, se levantó, se puso la chaqueta, calzó los zapatos y salió. Pero el vacío le siguió.
Al pasar por un bar, vio gente en las mesas. Reían, charlaban, y le entraron ganas de unirse a ellos, llenar de alguna manera el hueco que sentía dentro. Sin pensarlo, entró. La música sonaba baja, se oían voces. En la barra pidió un coñac. El dolor cedió. Pidió otro. Y otro más…
No recordaba cómo había vuelto a casa. Se despertó de madrugada, vestido, tumbado sobre la colcha. Al intentar levantarse, un martillazo en la cabeza y la habitación dio vueltas.
No sabía qué día era. Con dedos torpes sacó el móvil del bolsillo. En la pantalla leyó con dificultad: «Sábado». ¡Sábado! Fue al baño y volvió a la cama.
Al despertarse dos horas después, se sentía algo mejor. La ducha le devolvió la lucidez. Se vistió y salió. El sol brillaba, la gente paseaba, los coches pasaban con ese rumor de ruedas sobre el asfalto. Le dio un vuelco el estómago al pasar por el bar de la noche anterior. Apuró el paso hacia el paseo marítimo.
Una mujer joven venía hacia él, sonriente. Manuel miró alrededor, pero no había nadie más. La sonrisa era para él.
—¿También ha salido a disfrutar del día? Parece verano —dijo ella al acercarse.
—Sí —asintió él.
La mujer se detuvo. Parecía esperar algo más.
—Mmm… Perdone, ¿nos conocemos? No la recuerdo. Hoy no estoy muy centrado —masculló Manuel, incómodo.
—¿Le pasa algo? —ella le miró con afecto.
—Sí. Mi mujer me ha dejado. Por un poeta. —Inspiró hondo—. Él le escribe versos, yo no.
—¿Se encuentra mal? Tiene la frente sudada —dijo ella, preocupada—. Venga, sentémonos. —Buscó un banco libre, pero todos estabMientras caminaban de regreso a su casa, Manuel sintió que, por primera vez en mucho tiempo, el futuro no se veía tan oscuro, y al estrechar la mano de aquella mujer, comprendió que a veces la vida ofrece segundas oportunidades cuando menos se esperan.