El regreso fue tardío: Carmen ya lo tenía todo decidido.
Antonio, con gesto hosco, enrollaba los espaguetis en su tenedor. Carmen, observándolo, intentó ocultar su inquietud, pero al final no pudo contenerse:
—¿No te gusta, Antonio?
Él solo frunció el ceño y siguió comiendo en silencio.
—Lo hice siguiendo la receta…
—Está bien —gruñó, sin mirarla a los ojos.
—Entonces, ¿qué pasa? ¿Qué te ocurre?
Antonio arrojó el tenedor con brusquedad, soltó un suspiro exasperado y comenzó a deambular por la cocina como un torbellino.
—¡Estoy harto! —exclamó—. ¡La vida se ha vuelto un pozo! Trabajo, casa, tú en bata, puré, el niño… ¡Esto no es vivir, es una condena!
Carmen se quedó paralizada. Las palabras de su marido dolían más que bofetadas. Él continuó:
—¡Mírate! Antes eras hermosa, y ahora… —calló, buscando la palabra exacta—. Una ama de casa agotada. La mujer de Javier es un fuego: en la maternidad, va al gimnasio, gana dinero extra y siempre luce radiante.
—A ella la ayuda su madre, mientras que tú duermes los fines de semana. Yo no tengo tiempo —intentó explicar Carmen, con voz queda.
—¡Siempre tienes excusas! Pero la realidad es que te has acomodado y has dejado de esforzarte. Necesito aire. Un respiro. Me voy. Solo. No sé por cuánto tiempo. Quizá para siempre.
—¿Y qué pasa con Pablo?
—Pagaré lo que corresponda. También lo visitaré. No te quedarás sin ayuda.
Antonio se levantó. Carmen, como si despertara de un sueño, se interpuso en su camino:
—¿Y mi respiro? ¿Acaso no soy una persona? ¿Por qué solo tú puedes huir de las responsabilidades?
Él se acercó, con la voz cargada de irritación:
—¡Tú eres la madre! Y punto. Quédate con tu hijo.
Con esas palabras, salió, dejando tras de sí un silencio espeso. Carmen se quedó en la cocina, llorando a lágrimas vivas. Su mente zumbaba: ¿cómo seguir adelante? Sí, Antonio era frío, pero al menos estaba allí. Y ahora, todo—el apoyo, la estabilidad—se desmoronaba.
Se fue sin despedirse siquiera de su hijo. Era obvio: se dirigía a su pequeño piso de soltero.
La primera noche, Carmen no durmió, pero al amanecer, agotada, tomó una decisión: no se humillaría ni rogaría por su regreso. Saldría adelante sola.
Y lo hizo. Sorprendentemente, se sintió más ligera. Ya no tenía que limpiar tras un hombre, complacer caprichos o lavar montañas de ropa. Antonio enviaba dinero—ajustado, pero suficiente.
El dolor era solo moral, sobre todo cuando vio en las redes sociales a Antonio divirtiéndose con otra mujer, sonriendo a la cámara. Una amiga intentó animarla: «No mereces a alguien así». Luego llegó su madre, que incluso pidió vacaciones. Ayudaba en silencio, sin juzgar, aunque a veces apretaba los puños al recordar a su yerno.
Con su llegada, Carmen resucitó. Fue al peluquero, renovó su armario. Hasta comenzó a sonreír. Los regalos de su madre le recordaban que merecía alegría.
Antonio, como prometió, no visitó a su hijo. Solo en fotos se veía lo bien que estaba sin ellos. Carmen esperó, confiando en que recapacitaría, pero con cada día que pasaba, entendía: no era un hombre, sino un cobarde que huía de sus obligaciones.
Tres meses después, llamaron a la puerta. Era Antonio. Con sus maletas. Irrumpió como un triunfador.
—¡Hola, amor! He vuelto. ¿Qué hay para cenar?
Pero Carmen bloqueó el paso:
—Aquí ya no vives.
—¿Qué dices? ¡Soy tu marido!
—Ya no. He pedido el divorcio. Espera la citación. No visitaste al niño como prometiste. Tus cosas están empaquetadas.
Antonio estalló:
—¡Tengo derecho a ver a mi hijo!
—Claro. El juez fijará un régimen de visitas. Contaré cómo lo olvidaste durante tres meses. Y enseñaré tus fotos de fiesta.
Al final, vio a Pablo, quien lo miró con desconfianza. Sin alegría, sin emoción.
Antonio creyó que su esposa solo quería darle una lección. Pero Carmen fue inflexible. El apoyo de su madre, el amor por su hijo y la certeza de su propio valor la habían fortalecido.
Ahora, ella y Pablo comenzaban una vida nueva. Mientras Antonio se quedó con cazuelas que lavar y camisas que planchar. Descanso, le llamó…