El regreso fue tardío: Lucía ya lo había decidido todo.
Diego, con gesto sombrío, enredaba un plato de espaguetis en su tenedor. Lucía lo observaba, intentando disimular su inquietud, pero al final no pudo aguantar:
—¿No están buenos, Diego?
Él solo frunció el ceño y siguió comiendo en silencio.
—Lo he hecho siguiendo la receta al pie de la letra…
—Están bien, —masculló, sin mirarla.
—Entonces ¿qué pasa? ¿Qué te ocurre?
Diego arrojó el tenedor, exhaló con fuerza y comenzó a pasearse de un lado a otro de la cocina.
—¡Estoy harto! —explotó—. ¡La vida se ha convertido en un pozo sin fondo! Trabajo, casa, tú en bata, puré, el niño… ¡Esto no es vida, es esclavitud!
Lucía se quedó petrificada. Sus palabras le dolieron más que una bofetada. Él continuó:
—¡Mírate! Antes eras guapa, y ahora… —hizo una pausa, buscando la palabra—. Una ama de casa, y además agotada. La mujer de Carlos es puro fuego: con el bebé, el gimnasio, gana dinero extra y aún así luce radiante.
—A ellos les ayuda su madre, y tú los domingos te pasas durmiendo. Yo no tengo tiempo, —intentó explicar Lucía con voz baja.
—¡Siempre tienes excusas! En realidad, te has acomodado y ni siquiera te esfuerzas. Necesito aire. Un respiro. Me voy. Solo. No sé por cuánto tiempo. Quizá para siempre.
—¿Y qué pasa con Javier?
—Pagaré lo que corresponda. Y vendré a verlo. No os quedaréis sin ayuda.
Diego se levantó. Lucía, como si despertara de un sueño, se interpuso en su camino:
—¿Y mi respiro? ¿Acaso yo no soy persona? ¿Por qué solo tú puedes escaparte de las responsabilidades?
Él se acercó, con irritación en la voz:
—¡Tú eres la madre! Y punto. Quédate con tu hijo.
Dicho esto, salió, dejando tras de sí un silencio pesado. Lucía se quedó en la cocina, sollozando. Su mente zumbaba: ¿cómo seguir adelante? Sí, Diego era frío, pero al menos estaba ahí. Y ahora, todo su apoyo, toda estabilidad, se desmoronaba.
Se fue sin despedirse siquiera de su hijo. Era obvio: se dirigía a su piso de soltero.
La primera noche, Lucía no durmió. Pero al amanecer, exhausta, tomó una decisión: no se humillaría ni lo suplicaría para que volviera. Ella sola saldría adelante.
Y lo hizo. Sorprendentemente, todo fue más fácil. Ya no tenía que limpiar tras un hombre, complacer sus caprichos o lavar montañas de ropa. Diego enviaba dinero; ajustaba el presupuesto, pero llegaba.
El dolor solo era moral. Sobre todo cuando vio en las redes sociales a Diego riendo con otra mujer, sonriendo a la cámara. Su amiga intentó animarla: *«No merece la pena un hombre así»*. Luego llegó su madre, que incluso se tomó días libres. Ayudaba en silencio, sin juzgar, aunque a veces apretaba los puños al recordar a su yerno.
Con su llegada, Lucía revivió. Fue a la peluquería, renovó su armario. Incluso volvió a sonreír. Los regalos de su madre le recordaban que merecía alegría.
Diego, como prometió, no visitó a Javier. Solo en fotos se veía lo bien que estaba sin su familia. Lucía esperó, con la esperanza de que recapacitara, pero cada día entendía más: no era un hombre, sino un cobarde que huía de sus obligaciones.
Tres meses después, llamaron a la puerta. Diego. Con sus cosas. Se plantó como un triunfador.
—¡Hola, cariño! He vuelto. ¿Qué hay para cenar?
Pero Lucía bloqueó el paso:
—Aquí ya no vives.
—¿Cómo? ¡Soy tu marido!
—Ya no. He pedido el divorcio. Espera la citación. No visitaste a tu hijo como prometiste. Tus cosas están listas, te ayudo a cargarlas.
Diego estalló:
—¡Tengo derecho a ver a mi hijo!
—Claro. El juez fijará un régimen de visitas. Le contaré cómo pasaste tres meses sin acordarte de él. Y le enseñaré tus fotos de fiesta.
Al final vio a Javier. El niño lo miró con desconfianza. Ni alegría, ni emoción.
Diego creyó que su esposa solo quería darle un escarmiento. Pero Lucía fue firme. El apoyo de su madre, el amor por su hijo y la conciencia de su propio valor la habían fortalecido.
Ahora, ella y Javier tenían una vida nueva. Y Diego se quedó con sus cacerolas por lavar y sus camisas sin planchar. Descanso, le llamó él.