El aroma de café recién hecho y bollos calientes flotaba en la cocina como un hechizo de tranquilidad. Diez años con Javier. Diez años de puerto seguro y felicidad. Lucía disfrutaba de aquella mañana: los reflejos del sol sobre la mesa, el suave ronquido de su hija Marta en el dormitorio. Todo era paz y armonía.
El timbre sonó demasiado brusco. En el umbral estaba Daniel, el hijo de Javier de su primer matrimonio. Sus ojos brillaban con una emoción extraña, sus mejillas ardían.
—¡Papá! —exhaló apenas cruzó la puerta—. ¡Ha vuelto! ¡Mamá! ¡Ayer! Se ha alquilado un piso en el centro… Dice que nos echaba de menos.
El nombre “Cristina” quedó suspendido en el aire, pesado e inesperado, como un golpe en la puerta a medianoche. Esa misma que, quince años antes, se había esfumado hacia un “futuro feliz” con un empresario alemán, dejando a Daniel de seis años en brazos de un padre desconcertado y sus abuelos. “Para siempre”, decía aquella única carta de despedida. Ahora regresaba. Con las manos vacías, pero no sin expectativas, pensó Lucía con un peso helado en el pecho.
La reunión en aquel restaurante ostentoso fue un teatro de un solo acto. Cristina entró como una nube rosa de gasa y un perfume empalagoso.
Derramó perlas de sufrimiento: —¡Un matrimonio horrible! ¡Resultó ser un monstruo! ¡Cuánto he sufrido lejos de mi niño!
Sus dedos, llenos de anillos, buscaban constantemente la mano de Javier. —Javi, ¿recuerdas cuando…? —Él se apartó casi imperceptiblemente, su rostro era una máscara de cortesía, pero Lucía notó cómo se tensaba. Daniel, sin embargo, la miraba embelesado, captando cada palabra, cada lágrima que resbalaba por sus pestañas maquilladas.
El primer ataque de manipulación llegó de madrugada. El teléfono destrozó el silencio. Cristina sollozaba al otro lado, ahogada por el ruido del agua:
—¡Javi, ayuda! ¡El grifo ha reventado! ¡El agua está por todas partes! ¡Estoy sola! ¡No sé qué hacer!
Javier se vistió en silencio. Lucía permaneció en la cama, escuchando sus pasos. Regresó horas después, oliendo a humedad y frío.
—¿Lo arreglaste? —preguntó Lucía en voz baja.
—Una junta. Tonterías. —Se quitó la chaqueta y se sentó al borde de la cama—. Me recibió en toalla. Dijo que el agua arruinó su ropa. —No había emoción ni vergüenza en su voz, solo fastidio—. El mismo truco de siempre.
Luego vino “la oscuridad”. Una llamada al mediodía, la voz de Cristina, fina y temblorosa:
—Javi, en el portal… ¡las luces parpadean! ¡Como en una película de terror! ¡No me atrevo a salir! Daniel está en clase… ¡No puedo ni comprar pan!
Fue. Compró pan. La bombilla del portal, en efecto, parpadeaba. Cambió la lámpara. La puerta de su piso se abrió de golpe. Ella estaba allí, en un camisón transparente, recostada en el marco con aire cansino.
—¡Mi salvador! —susurró con voz melosa—. ¿Entras? Podemos tomar café… Hablar… Como antes.
Javier negó con firmeza:
—Es tarde. Lucía me espera. Y no necesito café para mantenerme despierto.
Se marchó, dejándola en el umbral. Por un instante, su rostro se torció en una mueca de rabia, rápidamente reemplazada por su máscara de fragilidad.
El colmo fue la llamada de Daniel, agitado por el pánico:
—¡Papá, ven rápido! ¡Mamá se ha puesto mala! ¡Se ha caído! ¡Dice que todo se le oscurece!
Javier se levantó, pero sin la urgencia de antes. Al llegar, Cristina yacía en el sofá como una Magdalena dramática, una mano en la frente, la otra dejando caer descuidadamente el borde de su bata de seda.
—Javi… —susurró al abrir los ojos—. Tenía tanto miedo… Sola…
No se acercó. Miró la botella vacía en el suelo. Llamó a una ambulancia. Mientras esperaban, preguntó a Daniel con naturalidad:
—¿Qué ha comido? ¿Bebido?
—Dice que es por el estrés… —murmuró el chico, incómodo.
Los médicos diagnosticaron una simple intoxicación leve. Cristina intentó agarrar a Javier cuando se iba:
—No me dejes… Tengo tanto miedo…
Él se liberó con delicadeza.
En sus ojos, cuando se encontró con Lucía en casa, ella leyó no compasión, sino un desprecio cansado hacia aquel teatro barato. —”La misma obra —dijo luego en la cocina— con distinto escenario. Siempre usaba su fragilidad cuando quería algo. ¿Recuerdas que te conté cómo, antes de irse con el alemán, de repente ‘enfermó’ y ‘no podía vivir sin mi apoyo’? Luego, zas, la carta. Fui su muleta. Cuando se rompió, buscó otra. Pero no soy una muleta, Lucía. No lo seré. Especialmente para ella.”
Al fracasar con Javier, Cristina volcó toda su atención en Daniel.
Sus quejas crecieron, sus lágrimas también, sobre todo cuando su hijo estaba cerca. —”Tu padre me abandonó como a un trapo”, “Ella lo ha vuelto contra nosotros”, “¡Somos familia! ¡Ella es una intrusa!”. Las palabras, como espinas venenosas, se clavaban en la mente del joven. Daniel empezó a contestar mal a Lucía, sus visitas a casa de su padre se volvieron escasas y tensas. Una vez, cerró la puerta de un portazo al oír a su padre rechazar otra petición de ayuda con unos “documentos urgentes”.
—¡¿Por qué eres tan cruel?! —gritó, su rostro contraído por el rencor—. ¡Lo pasa mal! ¡Está sola! ¡Llora!
Javier se levantó. Parecía más alto, más firme que nunca. La calma de su voz era más aterradora que un grito.
—Daniel. Ayudo a tu madre cuando es algo real. No estoy obligado a ser su marido, su terapeuta o su criado. Tengo una familia. Aquí. Tú. Lucía. Marta. Y Lucía no es una “intrusa”. Es mi mujer. La quiero y la respeto. Y exijo que hagas lo mismo. En cuanto a sus lágrimas… —hizo una pausa, mirándole fijamente—, sufre porque el mundo no gira en torno a sus caprichos. Tomó una decisión hace quince años. Ahora es momento de vivir con ella. Sin destruir lo ajeno. No volveré con ella. Jamás. Que te quede claro.
El acto final ocurrió en el cumpleaños de Javier. Cristina apareció sin invitación, como un fantasma, con un vestido demasiado juvenil y escotado. En sus manos, una caja cara. Un reloj. El mismo que él, en otra vida, había deseado sin éxito. Buscaba su mirada, susurraba cosas a Daniel. Javier vio cómo Lucía apretaba su copa, sus nudillos blanqueando. Se acercó al karaoke, tomó el micrófono. El silencio se extendió.
—Gracias a todos —dijo con voz serena—. Especialmente a mis seres queridos: Lucía, Marta, Daniel. —Los miró, deteniéndose en Lucía con calidez. Luego se volvió hacia Cristina.
Su mirada se tornó fría, afilada como el hielo.
—Cristina. No estabas invitada. Este reloj… —señaló la caja—El reloj era solo un eco de sueños pasados, pero el amor que había construido con Lucía era el presente que había elegido, y nada ni nadie lo haría dudar.