El Regreso de una Ex: Una Prueba de Resiliencia

El aroma de café recién hecho y cruasanes calientes flotaba en la cocina como un hechizo de tranquilidad. Diez años con Javier. Diez años de refugio y felicidad. Marta disfrutaba de aquella mañana: los reflejos del sol sobre la mesa, el suave ronquido de su hija Lucía en el dormitorio. Paz y armonía.

El timbre sonó demasiado brusco. En la puerta estaba Álvaro, el hijo del primer matrimonio de Javier. Sus ojos brillaban con una emoción inusual, las mejillas rojas como brasas.

—¡Papá! —susurró al entrar—. ¡Ha vuelto! ¡Mamá! ¡Ayer! Se ha alquilado un piso en el centro… Dice que nos echaba de menos.

El nombre “Sonia” quedó suspendido en el aire, pesado e incómodo, como un golpe en la puerta a medianoche. La misma que, quince años atrás, se había esfumado hacia un “futuro feliz” con un empresario francés, dejando a Álvaro, de seis años, en manos de su padre desconcertado y de sus abuelos. “Para siempre”, rezaba aquella única carta de despedida. Ahora había vuelto. Con las manos vacías, pero no sin esperanzas, pensó Marta con un peso de hielo en el pecho.

La reunión en el restaurante de lujo fue un teatro de un solo acto. Sonia irrumpió como una nube de gasa rosada y perfume empalagoso. Derramó lágrimas de sufrimiento: “¡Un matrimonio horrible!”, “¡Era un monstruo!”, “¡Cuánto he echado de menos a mi niño!”.

Sus dedos, llenos de anillos, buscaban la mano de Javier una y otra vez. “Javi, ¿te acuerdas cuando nosotros…?”. Él se apartó casi imperceptiblemente, su rostro una máscara de cortesía, pero Marta notó su tensión. Álvaro, en cambio, la miraba embelesado, colgando de cada palabra, de cada lágrima resbalando por sus pestañas postizas.

El primer ataque de manipulación llegó de madrugada. El teléfono destrozó el silencio. Sonia sollozaba al otro lado, ahogada por el ruido del agua:

—¡Javi! ¡Ayúdame! ¡El grifo está roto! ¡El agua sale a borbotones! ¡Estoy sola!

Javier se vistió en silencio. Marta permaneció en la cama, escuchando sus pasos. Regresó dos horas después, oliendo a humedad y frío.

—¿Lo arreglaste? —preguntó ella en voz baja.

—Una junta. Una tontería —dejó caer la chaqueta, se sentó al borde de la cama—. Me recibió… envuelta solo en una toalla. Dice que el agua le arruinó el armario. Su voz no delataba emoción, solo cansancio—. Un truco viejo.

Luego vino “la oscuridad”. Una llamada al mediodía, la voz de Sonia, débil y temblorosa:

—Javi, en el portal… ¡la luz parpadea! ¡Parece una película de terror! ¡No me atrevo a salir! ¡Álvaro está en clase! ¡No puedo ni comprar pan!

Él fue. Compró pan. La bombilla del portal, en efecto, fallaba. La cambió. La puerta de su piso se abrió. Ella estaba allí, en un camisón transparente, apoyada en el marco con falsa languidez.

—¡Mi salvador! —susurró con voz melosa—. ¿Entras? Tomamos un café… Como antes…

Javier negó con firmeza:

—Es tarde. Marta me espera. Y no necesito café para estar despierto.

Se fue, dejándola en la puerta. Su rostro se torció en un gesto de rabia antes de volver a la máscara de fragilidad.

La culminación llegó con la llamada de Álvaro, desesperado:

—¡Papá! ¡Urgente! ¡Mamá se ha puesto mala! ¡Se ha caído! ¡Dice que no ve bien! ¡Respira con dificultad!

Javier saltó de la silla, pero sin el pánico de antes. Llegó. Sonia yacía en el sofá en pose de mártir, una mano sobre la frente, la otra apartando con descuido su bata de seda.

—Javi… —murmuró, abriendo los ojos—. ¡Qué miedo… Estaba sola…!

Él no se acercó. Miró la botella vacía en el suelo. Llamó a urgencias. Mientras esperaban, preguntó a Álvaro con calma:

—¿Qué ha comido? ¿Bebido?

—Mamá dice que es por el estrés… —balbuceó el chico.

Los médicos diagnosticaron una simple intoxicación leve. Sonia intentó agarrar a Javier al irse:

—¡No me abandones! ¡Tengo miedo!

Él se liberó suavemente.

En casa, al encontrarse con Marta, sus ojos no mostraban compasión, sino un desprecio amargo por aquel teatro barato. “Una obra conocida —dijo después, en la cocina—. Solo cambian los decorados. Siempre actuó la indefensión cuando quería algo. ¿Recuerdas que te conté cómo, antes de irse con el francés, de pronto ‘enfermó’ y ‘no podía estar sin mí’? Luego, zas, la carta. Fui su muleta. Se rompió y buscó otra. Pero yo no soy una muleta, Marta. No lo seré. Menos para ella”.

Tras fracasar con Javier, Sonia centró su atención en Álvaro.

Sus quejas fueron más altas, sus lágrimas más abundantes, sobre todo cuando el chico estaba cerca. “Tu padre me dejó como a un trapo”, “Ella lo ha vuelto contra nosotros”, “Somos familia. Ella es una extraña”. Las palabras, como espinas venenosas, calaron en el joven. Álvaro empezó a contestar mal a Marta, sus visitas a casa de su padre se volvieron escasas y tensas. Una vez, cerró la puerta de un portazo al oír a su padre negarse a ayudar a Sonia con un “trámite urgente”.

—¡¿Por qué eres tan cruel?! —gritó, el rostro contraído por la rabia—. ¡Lo está pasando mal! ¡Está sola! ¡Llora!

Javier se levantó. Parecía más alto, más firme. La calma de su voz era más fuerte que un grito.

—Álvaro. Ayudo a tu madre cuando es necesario. No soy su marido, su psicólogo ni su criado. Tengo una familia. Aquí. Tú. Marta. Lucía. Y Marta no es “una extraña”. Es mi mujer. La quiero y la respeto. Y exijo que tú también lo hagas. En cuanto a sus lágrimas… —hizo una pausa, mirándolo fijo—. Sufre porque el mundo no gira a su alrededor. Tomó una decisión hace quince años. Ahora toca vivir con ella. Sin destruir a otros. No volveré con ella. Jamás. Que te quede claro.

El acto final llegó en el cumpleaños de Javier. Sonia apareció sin invitación, vestida demasiado joven, demasiado escotada. En sus manos, una caja cara. Un reloj. El mismo que él había deseado en otra vida. Buscaba su mirada, susurraba cosas a Álvaro. Marta apretó el vaso hasta blanquear los nudillos.

Javier tomó el micrófono del karaoke. El silencio cayó.

—Gracias a todos —dijo con voz clara—. Especialmente a mis seres queridos: Marta, Lucía, Álvaro. —Los miró uno a uno, deteniéndose en Marta con calidez.

Luego, se volvió a Sonia.

Su mirada se volvió fría y afilada.

—Sonia. No estabas invitada. Este reloj… —señaló la caja— es un recuerdo de sueños pasados. No lo quiero. Como tampoco quiero tu presencia aquí. Eres la madre de mi hijo. Y solo hablaré contigo por asuntos que le conciernan. YaY mientras la puerta se cerraba tras ella, Javier sintió por primera vez en años que el pasado, por fin, había quedado atrás.

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