El regreso de una ex esposa: Una prueba de resistencia

El aroma de café recién hecho y bollos calientes flotaba en la cocina como un hechizo de calma. Diez años con Javier. Diez años de refugio silencioso y felicidad. Marta disfrutaba de aquella mañana: los rayos de sol bailando sobre la mesa, el suave ronquido de su hija Lucía en el dormitorio. Paz y armonía.

El timbre sonó demasiado abrupto. En la puerta estaba Daniel, el hijo del primer matrimonio de Javier. Sus ojos brillaban con una excitación inusual, las mejillas encendidas.

—¡Papá! —exhaló, apenas cruzando el umbral—. ¡Ha vuelto! ¡Mamá! Ayer mismo… Tiene un piso en el centro… Dice que nos echaba de menos.

El nombre “Carmen” quedó suspendido en el aire, pesado e indeseado, como un golpe en la puerta a medianoche. La misma que, quince años atrás, se había desvanecido en un “futuro feliz” con un empresario francés, dejando a Daniel, de seis años, al cuidado de un padre desconcertado y sus abuelos. “Para siempre”, rezaba aquella única carta de despedida. Ahora, regresaba. Sin dinero, pero no sin esperanzas, pensó Marta con un frío peso en el corazón.

El encuentro en aquel restaurante ostentoso fue un teatro de un solo acto. Carmen irrumpió como una nube rosada de gasa y un perfume denso, empalagoso.

Derramó perlas de sufrimiento: “¡Un matrimonio horrible!”, “¡Era un monstruo!”, “¡Cuánto he sufrido lejos de mi niño!”.

Sus dedos, llenos de anillos, buscaban constantemente la mano de Javier. “Javi, ¿recuerdas cuando nosotros…?” Él se apartó casi imperceptiblemente, su rostro una máscara de cortesía, pero Marta notó su tensión. Daniel, sin embargo, la miraba embelesado, atrapando cada palabra, cada lágrima que rodaba por sus pestañas maquilladas.

El primer ataque de manipulación llegó de madrugada. El teléfono destrozó el silencio. Carmen sollozaba al otro lado, ahogada por el ruido del agua:

—¡Javi, ayuda! ¡El grifo se ha roto! ¡El agua está por todas partes! ¡Estoy sola!

Javier se levantó en silencio, se vistió. Marta permaneció en la cama, mirando la oscuridad, escuchando sus pasos. Regresó al cabo de un par de horas, oliendo a frío y humedad.

—¿Lo arreglaste? —preguntó ella en voz baja.

—Una junta. Una tontería. —Se quitó la chaqueta, se sentó al borde de la cama—. Me recibió… envuelta solo en una toalla. Dijo que el agua había arruinado su armario. No había emoción en su voz, solo cansancio—. Un truco viejo.

Luego vino “la oscuridad”. Una llamada al mediodía, la voz de Carmen, fina y asustada:

—Javi, en el portal… ¡las luces parpadean! ¡Parece una película de terror! ¡No me atrevo a salir! Daniel está en clase… ¡No puedo ni comprar pan!

Él fue. Compró pan. La bombilla del portal realmente parpadeaba. La cambió. La puerta de su piso se abrió de golpe. Ella estaba allí, en un camisón translúcido, apoyada con languidez en el marco.

—¡Mi salvador! —susurró con voz melosa—. ¿Entras? Podemos tomar café… Charlar… Como antes.

Javier negó con la cabeza, amable pero firme:

—Es tarde. Marta me espera. Y el café no me hace falta para mantenerme despierto.

Se fue, dejándola en la puerta. Su rostro se contrajo en una mueca de rabia, rápidamente reemplazada por su máscara habitual de fragilidad.

La culminación fue la llamada de Daniel, desgarrada por el pánico:

—¡Papá! ¡Urgente! ¡Mamá se ha desmayado! Dice que todo se oscurece… ¡No puede respirar!

Javier saltó de la silla, pero no había rastro de su antigua ansiedad. Llegó. Carmen yacía en el sofá, en pose de Madonna renacentista, una mano dramáticamente en la frente, la otra descuidando el borde de su bata de seda.

—Javi… —susurró al abrir los ojos—. Tenía tanto miedo… Tan sola…

Él no se acercó. Miró la botella vacía en el suelo. Llamó a una ambulancia. Mientras esperaban, preguntó a Daniel, con la calma de quien habla del tiempo:

—¿Qué comió? ¿Qué bebió?

—Mamá dijo que fue por el estrés… —murmuró el chico, avergonzado.

Los médicos diagnosticaron una intoxicación leve. Carmen intentó agarrar la manga de Javier al marcharse:

—No me abandones… Tengo tanto miedo…

Él se liberó con delicadeza.

En sus ojos, cuando se encontró con Marta en casa, ella no leyó compasión, sino un desprecio amargo hacia aquel barato vodevil. “Una obra conocida —dijo él más tarde, en la cocina—. Solo cambian los decorados. Siempre interpretó la fragilidad cuando quería algo. ¿Recuerdas cuando, antes de irse con aquel francés, de pronto ‘enfermó’ y ‘no podía vivir sin mi apoyo’? Luego, zas, la carta. Fui su muleta. Se rompió la muleta, buscó otra. Pero yo no soy una muleta, Marta. No lo seré. Especialmente para ella.”

Tras su fracaso con Javier, Carmen volcó toda su atención en Daniel.

Sus quejas se hicieron más estridentes, sus lágrimas más abundantes, especialmente cuando su hijo estaba cerca. “¡Tu padre me abandonó como a un trapo!”, “¡Ella lo ha vuelto contra nosotros!”, “¡Somos familia! ¡Ella es una extraña aquí!”. Las palabras, como espinas venenosas, se clavaban en la mente del joven. Daniel empezó a ser grosero con Marta, sus visitas se hicieron menos frecuentes, llenas de tensión. Una vez, cerró la puerta de un portazo ante el rechazo de su padre a ayudar a Carmen con un “urgente” trámite.

—¡¿Por qué eres tan cruel?! —gritó, el rostro contraído por la rabia—. ¡Lo está pasando mal! ¡Está sola! ¡Llora!

Javier se puso en pie. Parecía más alto, más firme que nunca. La calma de su voz era más aterradora que un grito.

—Daniel. Ayudo a tu madre cuando realmente lo necesita. No estoy obligado a ser su marido, su psicólogo o su criado. Tengo una familia. Aquí. Tú. Marta. Lucía. Y Marta no es “una extraña”. Es mi esposa. La amo y la respeto. Y exijo que tú hagas lo mismo. En cuanto a las lágrimas… —hizo una pausa, mirándolo a los ojos—. Lo pasa mal porque el mundo no gira en torno a sus caprichos. Tomó una decisión hace quince años. Ahora toca vivir con ella. Sin destruir a otros. No voy a volver con ella. Nunca. Que te quede claro.

El acto final llegó en el cumpleaños de Javier. Carmen apareció sin invitación, como un fantasma del pasado, vestida con un traje demasiado joven y provocador. En sus manos, una caja cara. Un reloj. El mismo que él, en otra vida, había deseado en vano. Buscaba su mirada, sonreía con melancolía, susurraba cosas a Daniel. Javier vio cómo Marta apretaba los nudillos alrededor de su copa. Se acercó al karaoke, tomó el micrófono. El ruido cesó.

—Gracias a todos —dijo, su voz serena llenando la habitación—. Especialmente a los que amo: Marta, Lucía, Daniel. —Los miró a cada uno, deteniéndose con calidez en Marta.Luego, cogió la mano de Marta y, bajo la luz cálida de la velada, supo que ningún fantasma del pasado podría volver a enturbiar la paz que habían construido juntos.

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