El Regreso de Lola
Lola se quedó frente a la puerta del piso de Sergio, jugueteando nerviosa con el asa de su bolso. Hacía dos años y medio que lo había dejado, dando un portazo, convencida de que Pablo, su amigo con dinero y un coche de lujo, le daría la vida que tanto anhelaba. Pero Pablo no era quien parecía, y ahora Lola había decidido volver. “Sergio siempre me quiso —pensó—. Me aceptará, no tiene otra opción”. Tocó el timbre, se arregló el pelo y forzó una sonrisa. La puerta se abrió, y al oír el sorprendido “¡Vaya sorpresa! ¿A qué debo el placer?” de Sergio, recuperó algo de seguridad.
“Pues he vuelto —sonrió, respirando el aroma de patatas fritas y filetes—. ¿Preparando la cena? Huele delicioso”. Sergio frunció el ceño: “¿Volver? ¿A qué?”. Lola asintió, pero su siguiente pregunta la descolocó: “Ya hemos cenado. Lo siento, no te puedo invitar”. “¿Hemos? —repitió, sintiendo cómo la angustia crecía en su pecho—. ¿Quién es ‘hemos’?”. Entonces, una mujer salió de la cocina. Lola miró mejor y dio un grito ahogado: era Olga, su antigua amiga, con quien había brindado con cava mientras planeaba cómo dejar a Sergio.
Lola y Sergio se casaron hace cinco años, pero su matrimonio estuvo lleno de peleas. Ella soñaba con una vida de restaurantes, viajes y vestidos caros. Sergio, ingeniero en una fábrica, ganaba poco, aunque se esforzaba. Sus padres le traían comida del pueblo para ahorrar, pero Lola se quejaba: “¡No quiero su leche ni su queso!”. Gastaba su sueldo en ropa y un móvil nuevo a crédito, mientras exigía más de Sergio. “Eres un pobre —le decía—. ¿Por qué me metí contigo?”. Él le pedía que limpiara el piso, pero ella se negaba: “Es tu casa, yo no soy la dueña”.
Todo cambió cuando Lola se enamoró de Pablo. Era encantador, con dinero, la llevaba a cafeterías y le prometía el cielo. Su amiga Olga le advirtió: “Lola, Pablo es un donjuán, ¡piénsalo bien!”. Pero ella no escuchó. Hizo las maletas, le tiró las llaves a Sergio y se fue con Pablo sin despedirse. Olga se quedó en el piso, limpiando el desastre que Lola había dejado. Ella se rio: “Quédate con Sergio, es tuyo”. Nunca imaginó que esas palabras se harían realidad.
La vida con Pablo no fue un cuento. Era generoso, pero exigía sumisión, y sus “aventuras” las soportó hasta que ya no pudo. Tras dos años, supo que Sergio había ascendido, comprado un coche y seguía soltero. “Me está esperando”, pensó, dejándole una nota a Pablo y marchándose. Pero ahora, en la puerta, vio a Olga, que dijo tranquilamente: “Hola, Lola. ¿Qué pasa? Tú misma me lo regalaste”.
Lola sintió cómo le ardían las mejillas. “¿Estáis casados?”, balbuceó. Sergio asintió: “Sí, Lola. Y estamos bien. ¿Qué querías?”. Ella tartamudeó: “Pensé… quizá podríamos…”. Olga la interrumpió con suavidad: “Lola, tienes a tus padres. Ellos te recibirán. Nosotros tenemos que irnos. Adiós”. La puerta se cerró, y Lola se quedó sola en el rellano, apretando el bolso.
Recordó cómo Olga limpiaba el piso, hacía pasteles y visitaba a su abuela. Antes se reía de su “simplicidad”, pero ahora entendió: Olga le dio a Sergio lo que ella no pudo—cuidado, hogar, amor. Pensó en volver con Pablo, pero la nota que dejó quemó sus naves. ¿Sus padres? Se habían distanciado, dolidos por sus decisiones. Se sentó en un banco junto al portal, sintiendo que el mundo se derrumbaba. “¿Qué he hecho?”, susurró, pero no había respuesta.
Mientras, en el piso, Sergio y Olga se preparaban para cenar. Un mes después, nacieron sus gemelos, y los padres de Sergio, encantados con su nueva nuera, no cabían de felicidad. Lola, en cambio, se quedó con las manos vacías, lamentando sus decisiones. La vida, como Olga le advirtió, no perdona a quienes cambian lo auténtico por espejismos.