La hija regresa
—Me voy, papá—, la voz de Lucía temblaba, pero sus ojos ardían de determinación. Estaba en la puerta de la pequeña cocina, apretando el móvil como si fuera un salvavidas. En su chaqueta vaquera brillaba una pegatina que decía «Sueña». —A casa de la tía Carmen. A Madrid. Allí al menos hay vida.
Daniel se quedó inmóvil, con una taza de té frío entre las manos. Su hija, su Lucía, lo miraba como si fuera un extraño. El bullicio de la ciudad llegaba desde la ventana —cláxones, risas de niños— pero en su pecho había un silencio pesado, como antes de una tormenta.
—¿Te vas?— repitió, intentando mantener la voz firme. Sus nudillos apretaron la taza hasta blanquear. —¿Y crees que será mejor allí? ¿Sin mí?
—¿Y qué hay aquí?— Lucía resopló, apartándose el pelo oscuro de la cara. —Tú estancado en el pasado. Con mamá. Con ese autobús tuyo. ¡No puedo más, papá! Tengo quince años y me siento enjaulada.
Dio media vuelta y entró en su habitación, cerrando la puerta de golpe. El eco reverberó en el piso. Daniel dejó la taza sobre la mesa, con el corazón encogido. Sabía que Lucía tenía razón: él se aferraba al pasado como a un salvavidas. Pero ¿dejarla ir? Eso le superaba.
***
La mañana en su piso de las afueras olía a café, tostadas algo quemadas y a aceite de motor, que Daniel traía en la ropa. Se despertó a las seis, como siempre, para llegar a la primera ruta. Su viejo autobús, pintado de un azul desteñido, esperaba en la cochera. Conducir era rutina, pero segura, como el latido del corazón. Lo mantenía a flote desde la muerte de Elena, su esposa, cinco años atrás.
—¡Lucía, levántate o llegarás tarde al instituto!— gritó desde la cocina, dando vueltas a la tortilla. La sartén chisporroteaba mientras la radio sonaba de fondo. Silencio. Últimamente, Lucía apenas hablaba con él, escondida tras los auriculares o la pantalla del móvil.
—Papá, ya me las arreglo—, masculló al aparecer en la cocina. Su uniforme escolar estaba arrugado, las zapatillas desatadas y la mochila colgaba de un hombro. —¿Otra noche en el taller?
—Había que revisar el motor—, se encogió de hombros y le tendió un plato con tortilla y pan con tomate. —Come, o no aguantarás hasta el almuerzo.
—No tengo hambre—, puso los ojos en blanco, pero mordió el pan. Era el vivo retrato de Elena: los mismos ojos oscuros, la misma terquedad en la barbilla, el mismo ceño fruncido al enfadarse. A veces, Daniel la miraba y veía a su esposa riendo en aquel piso pequeño, cuando empezaban su vida juntos. Pero Elena se fue —el cáncer se la llevó rápido—, dejándolo con una Lucía de diez años y un vacío que nunca logró llenar.
—Hoy llegaré tarde—, soltó Lucía, ya en la puerta. —Tenemos un proyecto en clase y luego quedo con Marta.
—Vale, pero llama—, dijo, secándose las manos en el trapo. —Y no te entretengas, Lucía. Me preocupo.
—Lo sé—, resopló antes de desaparecer, dejando atrás el aroma de su champú de coco.
Daniel respiró hondo, terminó el café y salió hacia la cochera. Su autobús, apodado «El Abuelo» por los compañeros, era más que un vehículo. Era su mundo: el olor a gasolina, los asientos de vinilo, los pasajeros que lo saludaban cada mañana. Pero Lucía lo odiaba. «Papá, es como tú: viejo y aburrido», le había dicho una vez, y esas palabras dolieron más de lo que esperaba.
***
Daniel no supo cuándo empezó todo. Tenía veinte años cuando conoció a Elena: estaba en la parada, con un vestido azul claro, la coleta deshecha, discutiendo con el revisor por no aceptarle unas monedas. Él, entonces aprendiz, abrió las puertas del autobús y sonrió.
—Sube sin billete—, guiñó un ojo, ajustándose la gorra. —Pero no grites tanto.
—No estoy gritando—, resopló Elena, pero le devolvió la sonrisa, con las mejillas rosadas. —¿Siempre eres así de amable?
—Solo con las guapas—, bromeó, y ella rio, echando la cabeza hacia atrás.
Así empezó su historia. Elena era profesora de música, tocaba la guitarra y cantaba viejas canciones —desin Siniestro Total a Joaquín Sabina—. Soñaba con viajar, con el mar, con una casa con jardín donde Lucía corriera descalza. Daniel le prometió todo, pero la vida decidió otra cosa. Lucía nació cuando apenas pasaban de los treinta, y Elena brillaba de felicidad, tarareando nanas. Luego vinieron los médicos, el diagnóstico, los hospitales. Daniel le sostuvo la mano hasta el final, pero no fue suficiente.
—Cuida a Lucía—, susurró Elena en la habitación del hospital, con una voz frágil como una hoja de otoño. El cuarto olía a medicinas y la lluvia caía suave tras la ventana. —Y a ti mismo, Daniel. No dejes de vivir.
—Lo prometo—, dijo, pero los sollozos le cortaban la voz. No sabía cómo vivir sin ella.
Tras el funeral, se refugió en el trabajo. El autobús fue su escape: allí podía no pensar, solo girar el volante, escuchar la radio y fingir que todo estaba bien. Lucía creció, pero cada año la distancia entre ellos aumentaba. Ella lo culpaba por su silencio, por no superar a Elena. Y él no sabía explicarle que tenía miedo de perderla también a ella.
***
Esa noche, Daniel volvió temprano con la compra —patatas, leche, los yogures favoritos de Lucía—. Ella estaba en su habitación, la puerta entreabierta. Iba a llamarla para cenar, pero se detuvo al oír su voz. Hablaba por teléfono, y cada palabra era un martillazo.
—Sí, tía Carmen, en serio—, su tono era cortante, casi enojado. —Quiero irme a Madrid. Papá… no vive, solo existe. Siempre en ese autobús, con mamá en la cabeza. ¡Me ahogo aquí! Ni siquiera se da cuenta de que existo.
Daniel retrocedió, como si el suelo cediera bajo sus pies. ¿Lucía quería irse? ¿Dejarlo? Entró aAl día siguiente, Daniel empezó a reparar el autobús en serio, no solo para él, sino para encontrar una manera de volver a conectar con Lucía, porque al fin entendió que el pasado no podía seguir robándoles el futuro.