El regreso de la hija

La hija vuelve

—Me voy, papá —la voz de Lucía temblaba, pero sus ojos ardían de determinación. Estaba en la puerta de su pequeña cocina, apretando el móvil como si fuera un salvavidas. En su chaqueta vaquera brillaba una chapa con la palabra «Sueño».— A casa de la tía Marta. A Barcelona. Allí al menos hay vida.

David se quedó paralizado, con la taza de té frío entre las manos. Su hija, su Lucía, lo miraba como si fuera un extraño. Fuera, el bullicio de la ciudad nocturna —cláxones, risas de niños— pero en su pecho había un silencio denso, como antes de una tormenta.

—¿Te vas? —repitió, forzando la calma. Sus nudillos palidecieron al apretar la taza.— ¿Y crees que allí será mejor? ¿Sin mí?

—¿Y qué hay aquí? —Lucía resopló, apartándose el pelo negro de la cara.— Tú sigues anclado en el pasado. Con mamá. Con tu autobús. ¡No aguanto más, papá! Tengo quince años y me siento enjaulada.

Giró y salió de la cocina, cerrando la puerta de golpe. El eco resonó en el piso. David dejó la taza en la mesa, con el corazón encogido. Sabía que Lucía tenía razón: se aferraba al pasado como a un salvavidas. Pero ¿dejarla ir? Eso le superaba.

***

La mañana en su piso de las afueras olía a café, tostadas quemadas y aceite de motor que David traía en la ropa. Se despertó a las seis, como siempre, para el primer turno. Su viejo autobús azul descolorido esperaba en la cochera. Conducir era rutinario, pero seguro, como el latir del corazón. Lo mantenía a flote desde que Marta, su mujer, murió cinco años atrás.

—¡Lucía, levántate o llegarás tarde al instituto! —gritó desde la cocina, friendo huevos. La sartén chisporroteaba; la radio sonaba baja. Solo recibió silencio. Últimamente, Lucía apenas hablaba con él, siempre con auriculares o el móvil.

—Papá, ya me organizo —refunfuñó al aparecer. El uniforme del instituto arrugado, las zapatillas desatadas, la mochila colgando de un hombro.— ¿Otra noche en el taller?

—Había que revisar el motor —encogió los hombros, ofreciéndole un bocadillo.— Come, o no aguantarás hasta el almuerzo.

—No tengo hambre —puso los ojos en blanco, pero mordió el pan. Era igual que Marta: los mismos ojos oscuros, la misma terquedad en la barbilla. A veces, David la miraba y veía a su mujer riendo en su primer piso, cuando todo empezaba. Pero el cáncer se la llevó rápido, dejándolo con Lucía, entonces diez años, y un vacío que nunca llenó.

—Hoy llegaré tarde —dijo Lucía, ya en la puerta.— Tenemos un trabajo en grupo. Luego quedo con Ana.

—Vale, pero llama —pidió, secándose las manos.— Y no vuelvas muy tarde. Me preocupo.

—Lo sé —resopló, y se fue, dejando tras sí el olor a su champú de frutas.

David suspiró, terminó el café y salió hacia la cochera. Su autobús, apodado «El Abuelo» por los compañeros, era más que un vehículo: era su mundo. El olor a gasolina, los asientos de vinilo, los pasajeros que lo saludaban cada mañana. Pero Lucía lo odiaba. «Papá, es como tú: viejo y aburrido», le dijo una vez, y le dolió más de lo que esperaba.

***

David no supo cuándo empezó todo. Tenía veinte años cuando vio a Marta por primera vez: en una parada, con un vestido azul claro, la coleta deshecha, discutiendo porque el conductor no aceptaba sus monedas. Él, entonces aprendiz, abrió las puertas y sonrió.

—Pasa sin billete —guiñó un ojo, ajustándose la gorra.— Pero no grites tanto.

—No grito —resopló ella, pero sonrió, con las mejillas rosadas.— ¿Siempre tan amable?

—Solo con las guapas —bromeó, y ella rió, echando la cabeza hacia atrás.

Así empezó su historia. Marta era profesora de música, tocaba la guitarra y cantaba desde Los Beatles a Serrat. Soñaba con viajar, con el mar, con una casa con jardín donde Lucía correría descalza. David le prometió todo, pero la vida decidió otra cosa. Lucía nació cuando rondaban los treinta, y Marta brillaba de felicidad, cantando nanas. Luego vinieron los médicos, el diagnóstico, los hospitales. Él sostuvo su mano hasta el final, pero no fue suficiente.

—Cuida a Lucía —susurró Marta en la habitación del hospital, su voz frágil como una hoja de otoño. Olía a medicinas; fuera, lloviznaba.— Y a ti mismo, David. No dejes de vivir.

—Lo prometo —dijo, pero las lágrimas lo ahogaban. No sabía cómo vivir sin ella.

Después del funeral, se refugió en el trabajo. El autobús fue su escape: allí no pensaba, solo conducía, escuchaba la radio y fingía que todo estaba bien. Lucía crecía, pero cada año la distancia entre ellos aumentaba. Ella lo culpaba por su silencio, por no soltar a Marta. Y él no sabía explicarle que temía perderla a ella también.

***

Esa noche, David volvió temprano con la compra: patatas, leche, los yogures favoritos de Lucía. Ella estaba en su habitación, la puerta entreabierta. Iba a llamarla para cenar, pero se detuvo al oír su voz. Hablaba por teléfono, y cada palabra le golpeaba como un martillo.

—Sí, tía Marta, en serio —su tono era cortante, casi airado.— Quiero irme contigo a Barcelona. Papá… no vive, solo existe. Siempre en su autobús, con mamá en la cabeza. ¡Aquí me ahogo! Ni siquiera nota que estoy aquí.

David retrocedió, como si el suelo cediera bajo sus pies. ¿Lucía quería irse? ¿Dejarlo solo? Entró en la cocina, se sentó y miró la taza vacía. Los recuerdos de Marta lo inundaron como una ola. Él, Lucía pequeña, y Marta yendo al lago cerca de Madrid. Marta cantaba, Lucía reía, y él pensaba que no podía ser más feliz. ¿Cuándo se volvió todo tan ajeno?

Al día siguiente, tomó una decisión. Lucía era lo primero, antes que sus miedos, su dolor o su autobús. Llamó a su amigo Javier, el mecánico de la cochera, mientras pelaba patatas.

—Javi, ¿me echas una mano con el Abuelo? —preguntó junto al fregadero.— Quiero llevar a Lucía… a un sitio. Como antes.

—¿Romántico? —rió Javier, entre el ruido de herramientas.— En un par de días lo tendrás. ¿Seguro? A Lucía no le gusta ese trasto.

—Seguro —apretó el móvil.— Será mi último viaje.

—Vaya plan —Javier silbó.— Mañana empezamos. Limpia los faros, que parecen de un museo.

David sonrió, pero el pecho le pesaba. Sabía que no era solo un viaje. Era su oportunidad para recuperar a Lucía.

***

Pasó una semana preparándolo todo. Tomó días libres, algo que no hacía en años, y con Javier reparó el motor, limpió los asientos y cambió un cristal roto. Colgó las cortinas que Marta había cosido —azules, con margaritas— y encontró un viejo cassette con sus canciones. Hasta desenterró fotos viejas del trastero. Lucía no sosEntre las páginas del álbum, encontraron una postal de Barcelona que Marta nunca llegó a enviar, y al leer juntos sus palabras, supieron que, aunque el amor duele cuando se va, nunca termina de marcharse.

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