**Regreso a casa**
—Me voy, papá—. La voz de Lucía temblaba, pero sus ojos ardían de determinación. Estaba en la puerta de la cocina, apretando el móvil como si fuera un salvavidas. En su chaqueta vaquera brillaba una pegatina con la palabra «Sueño». —Con la tía Rosa. A Barcelona. Allí por lo menos hay vida.
Javier se quedó inmóvil, sosteniendo una taza de té frío. Su hija, su Lucía, lo miraba como si fuera un desconocido. Fuera, el ruido de la ciudad nocturna —cláxones, risas de niños—, pero en su pecho reinaba un silencio pesado, como antes de una tormenta.
—¿Te vas?— repitió, forzando la calma. Sus nudillos palidecieron al apretar la taza. —¿Y crees que será mejor allí? ¿Sin mí?
—¿Y qué hay aquí?— Lucía resopló, apartándose el pelo oscuro de la cara. —Tú sigues anclado en el pasado. Con mamá. Con ese autobús tuyo. ¡No aguanto más, papá! Tengo quince años y me siento enjaulada.
Dio media vuelta y cerró la puerta de su habitación de golpe. El eco resonó en el piso. Javier dejó la taza en la mesa con un nudo en la garganta. Sabía que Lucía tenía razón: se aferraba al pasado como a un salvavidas. ¿Pero dejarla ir? Eso era demasiado.
***
La mañana en su piso de las afueras olía a café, tostadas quemadas y aceite de motor, que Javier traía en la ropa. Se despertó a las seis, como siempre, para el primer turno. Su viejo autobús, pintado de un azul descolorido, esperaba en la cochera. Conducir era monótono, pero seguro, como el latido del corazón. Era lo que lo mantenía a flote desde que falleció Elena, su mujer, cinco años atrás.
—Lucía, ¡levántate que llegarás tarde al instituto!— gritó desde la cocina, friendo huevos. La sartén chisporroteaba y la radio sonaba baja. Silencio. Últimamente, Lucía apenas hablaba con él, escondida tras los auriculares o la pantalla del móvil.
—Papá, ya me espablo— masculló al aparecer. Su uniforme estaba arrugado, las zapatillas desatadas, la mochila colgando de un hombro. —¿Otra noche en el garaje?
—Había que revisar el motor— se encogió de hombros, ofreciéndole un plato con huevos y pan con tomate. —Come algo, que si no no aguantas hasta el almuerzo.
—No tengo hambre— puso los ojos en blanco, pero mordió el pan. Era igual que Elena: los mismos ojos oscuros, la misma terquedad en la barbilla, el mismo ceño fruncido al enfadarse. A veces, Javier la miraba y recordaba a su mujer riendo en aquel piso pequeño, cuando empezaban. Pero Elena se fue —el cáncer se la llevó rápido—, dejándolo con Lucía, entonces de diez años, y un vacío que nunca supo llenar.
—Hoy llego tarde— dijo Lucía, ya en la puerta. —Tenemos un trabajo en grupo. Luego salgo con Marina.
—Vale, pero llama— secándose las manos en el trapo. —Y no vuelvas muy tarde, ¿eh? Me preocupo.
—Lo sé— resopló, dejando tras de sí el aroma de su champú de manzana.
Javier suspiró, terminó el café y salió hacia la cochera. Su autobús, al que los colegas llamaban “El Abuelo”, era más que un vehículo. Era su mundo: el olor a gasolina, los asientos de vinilo, los pasajeros habituales que lo saludaban cada mañana. Pero Lucía lo odiaba. «Papá, es como tú: viejo y aburrido», había dicho una vez, y esas palabras le dolieron más de lo que esperaba.
***
Javier no supo cuándo empezó todo. Tenía veinte años cuando vio por primera vez a Elena: estaba en la parada, con un vestido azul claro, la trenza deshecha, discutiendo con el revisor por unas monedas que no aceptaba. Él, entonces aprendiz, abrió las puertas y sonrió.
—Pasa sin billete— guiñó el ojo, ajustándose la gorra. —Pero no grites, que nos multan.
—No estoy gritando— resopló ella, pero sonrió, con las mejillas sonrosadas. —¿Siempre eres tan amable?
—Solo con las guapas— bromeó, y ella rió, echando la cabeza atrás.
Así empezó su historia. Elena era profesora de música, tocaba la guitarra y cantaba canciones antiguas, desde Celtas Cortos hasta Joaquín Sabina. Soñaba con viajar, con el mar, con una casa con jardín donde Lucía corriera descalza. Javier le prometió todo, pero la vida decidió otra cosa. Lucía nació cuando rondaban los treinta, y Elena brillaba de felicidad, cantándole nanas. Luego vinieron los médicos, el diagnóstico, los hospitales. Javier le sostuvo la mano hasta el final, pero no fue suficiente.
—Cuida a Lucía— susurró Elena en aquella habitación de hospital, su voz frágil como una hoja de otoño. Olía a desinfectante, y la lluvia acariciaba la ventana. —Y a ti, Javier. No dejes de vivir.
—Lo prometo— dijo, pero las lágrimas lo ahogaban. No sabía cómo vivir sin ella.
Tras el funeral, se refugió en el trabajo. El autobús era su escondite: allí no pensaba, solo conducía, escuchaba la radio y fingía que todo estaba bien. Lucía creció, pero con los años, una pared se alzó entre ellos. Ella lo culpaba por su silencio, por no soltar a Elena. Y él no sabía cómo explicarle que temía perderla a ella también.
***
Esa noche volvió pronto, con bolsas de la compra: patatas, leche, los yogures favoritos de Lucía. Ella estaba en su habitación, la puerta entreabierta. Iba a llamarla para cenar, pero se detuvo al oír su voz. Hablaba por teléfono, y cada palabra era un martillazo.
—Sí, tía Rosa, en serio— su tono era cortante, casi airado. —Quiero irme contigo a Barcelona. Papá… no vive, solo existe. Siempre en ese autobús, con mamá en la cabeza. ¡Aquí me ahogo! Ni siquiera se da cuenta de que estoy aquí.
Javier retrocedió, sintiendo que el suelo cedía. ¿Lucía quería irse? ¿Dejarlo solo? Entró en la cocina, se sentó y clavó la mirada en la taza vacía. Los recuerdos de Elena lo invadieron. Él, Lucía pequeña, y Elena en el lago cerca de Toledo. Elena cantaba, Lucía reía, y él pensaba que nunca sería tan feliz. ¿Cuándo se torció todo?
Al día siguiente, tomó una decisión. Lucía era lo importante, más que sus miedos, su dolor, su autobús. Llamó a Rafa, su amigo mecánico, mientras pelaba patatas.
—Rafa, ¿me echas una mano con El Abuelo?— preguntó junto al fregadero. —Quiero llevar a Lucía… a un sitio. Como antes.
—¿Reminiscencias?— rio Rafa, entre sonidos de llaves. —Dale, en un par de días lo dejamos como nuevo. Pero ¿seguro? A la niña no le gusta ese trasto.
—Seguro— apretó el móvil. —Será mi último viaje.
—Vaya plan— silbó Rafa. —Mañana empezamos. Limpia los faros, que parece reliquia.
Javier sonrió, pero el pecho le pesaba. Sabía que no era un viaje cualquiera. Era su oportunidad para recuperar a Lucía.
***
DedicóLucía apoyó la cabeza en su hombro mientras el autobús recorría la carretera iluminada por el atardecer, y Javier supo, por primera vez en años, que el futuro podía ser tan cálido como el presente.