**El regreso de la hija**
—Me voy, papá —la voz de Lucía temblaba, pero sus ojos brillaban con determinación. Estaba en la puerta de su pequeña cocina, agarrando el móvil como si fuera un salvavidas. En su chaqueta vaquera brillaba una pegatina que decía «Sueño».—A casa de la tía Carmen. A Madrid. Allí al menos hay vida.
Pablo se quedó inmóvil, con la taza de té frío entre las manos. Su hija, su Lucía, lo miraba como si fuera un extraño. Fuera, la ciudad atardecía—cláxones, risas de niños—, pero en su pecho solo había un silencio espeso, como antes de una tormenta.
—¿Te vas? —repitió, forzando la calma. Sus nudillos palidecieron al apretar la taza.—¿Y crees que allí será mejor? ¿Sin mí?
—¿Y qué hay aquí? —Lucía resopló, apartándose el pelo oscuro de la cara.—Tú sigues anclado en el pasado. Con mamá. Con ese autobús tuyo. ¡No puedo más, papá! Tengo quince años y me siento en una jaula.
Dio media vuelta y cerró la puerta de su habitación de un portazo. El sonido resonó en el piso. Pablo dejó la taza en la mesa, con el corazón encogido. Sabía que Lucía tenía razón—él se aferraba al pasado como a un salvavidas. Pero dejarla ir… eso se le hacía imposible.
***
La mañana en su piso de las afueras olía a café, tostadas quemadas y a la grasa de motor que Pablo traía en la ropa. Se despertó a las seis, como siempre, para el primer turno. Su viejo autobús, pintado de un azul descolorido, esperaba en la cochera. Conducir era rutinario, pero seguro—como el latido del corazón. Lo mantenía a flote desde que Elena, su mujer, murió cinco años atrás.
—¡Lucía, levántate o llegarás tarde al instituto! —gritó desde la cocina, volteando la tortilla. La sartén chisporroteaba y la radio sonaba baja. No hubo respuesta. Últimamente, Lucía apenas hablaba con él, siempre con auriculares o enganchada al móvil.
—Papá, ya me las arreglo —murmuró al aparecer, el uniforme arrugado, las zapatillas desatadas y la mochila colgando de un hombro.—Otra noche en el garaje, ¿eh?
—Había que revisar el motor —se encogió de hombros, ofreciéndole un plato con tortilla y pan con tomate.—Come, que luego no aguantas hasta el almuerzo.
—No tengo hambre —puso los ojos en blanco, pero mordió el pan. Era igual que Elena—los mismos ojos oscuros, la misma barbilla testaruda, el mismo ceño fruncido al enfadarse. A veces, Pablo la miraba y veía a su mujer riendo en su antiguo piso, cuando empezaban juntos. Pero Elena se fue—el cáncer se la llevó rápido, dejándolo con una Lucía de diez años y un vacío que nunca logró llenar.
—Hoy llegaré tarde —dijo Lucía, ya en la puerta.—Tenemos un proyecto y luego quedo con Lola.
—Vale, pero llámame —respondió, secándose las manos en el trapo.—Y no vuelvas muy tarde, ¿eh?
—Lo sé —resopló antes de salir, dejando un rastro de su champú de melocotón.
Pablo suspiró, terminó el café y se dirigió a la cochera. Su autobús, al que los compañeros llamaban «El Abuelo», era más que un vehículo. Era su mundo—el olor a gasolina, los asientos de vinilo, los pasajeros que lo saludaban cada mañana. Pero Lucía lo odiaba. «Es como tú, viejo y aburrido», le había dicho una vez, y eso le dolió más de lo que esperaba.
***
Todo empezó sin que él se diera cuenta. Tenía veinte años cuando vio por primera vez a Elena—estaba en la parada, con un vestido azul claro, la coleta deshecha, discutiendo con el revisor por unas monedas. Pablo, entonces aprendiz, abrió las puertas y sonrió.
—Pasa sin billete —guiñó un ojo, ajustándose la gorra.—Pero no grites tanto, que despiertas al barrio.
—No grito —resopló ella, pero sonrió, con las mejillas rosadas.—¿Siempre tan amable?
—Solo con las guapas —bromeó, y ella rió, echando la cabeza hacia atrás.
Así comenzó todo. Elena era profesora de música, tocaba la guitarra y cantaba viejas canciones—desan Julio Iglesias hasta Joaquín Sabina. Soñaba con viajar, con el mar, con una casa con jardín donde Lucía corriera descalza. Pablo le prometió todo, pero la vida decidió otra cosa. Lucía nació cuando rozaban los treinta, y Elena brillaba de felicidad, tarareando nanas. Luego vinieron los médicos, el diagnóstico, los hospitales. Pablo le sostuvo la mano hasta el final, pero no fue suficiente.
—Cuida de Lucía —susurró Elena en la habitación del hospital, su voz frágil como una hoja de otoño. La habitación olía a medicinas, y llovía fuera.—Y de ti, Pablo. No dejes de vivir.
—Lo prometo —dijo, pero las lágrimas le cerraban la garganta. No sabía cómo vivir sin ella.
Después del funeral, se refugió en el trabajo. El autobús fue su escape—ahí no tenía que pensar, solo conducir, escuchar la radio y fingir que todo estaba bien. Lucía crecía, pero con los años, entre ellos se alzaba un muro. Lo culpaba por su silencio, por no soltar a Elena. Y él no sabía cómo explicarle que temía perderla a ella también.
***
Esa noche volvió antes a casa, con una bolsa de la compra—patatas, leche, los yogures favoritos de Lucía. Ella estaba en su habitación, la puerta entreabierta. Iba a llamarla para cenar, pero se detuvo al oír su voz. Hablaba por teléfono, y cada palabra era un martillazo.
—Sí, tía Carmen, en serio —su tono era cortante, casi airado.—Quiero irme a Madrid. Papá… no vive, solo existe. Siempre en su autobús, con mamá en la cabeza. ¡Aquí me ahogo! Ni siquiera se da cuenta de que estoy.
Pablo retrocedió, como si el suelo cediera bajo sus pies. ¿Quería irse? ¿Dejarlo solo? Entró en la cocina, se sentó y miró la taza vacía. Los recuerdos de Elena lo inundaron como una ola. Él, Lucía y Elena iban al campo, a un lago. Elena cantaba, Lucía reía, y él las miraba pensando que no podría ser más feliz. ¿Cuándo todo se volvió tan extraño?
Al día siguiente, tomó una decisión. Lucía era lo más importante—más que sus miedos, su dolor, su autobús. Llamó a su amigo Rafa, el mecánico de la cochera, mientras pelaba patatas.
—Oye, ¿me echas una mano con El Abuelo? —preguntó junto al fregadero.—Quiero llevar a Lucía… a un sitio. Como antes.
—¿Romántico, eh? —Rafa se rió, con el ruido de una llave inglesa de fondo.—En un par de días lo dejamos listo. Pero, ¿seguro? A Lucía le molesta ese trasto.
—Seguro —apretó el móvil.—Será mi último viaje.
—Vaya plan —silbó Rafa.—Mañana empezamos. Límpiale los faros, que parece reliquia.
Pablo sonrió, pero el pecho le pesaba. Sabía que no era un simple viaje. Era su oportunidad para recuperar a Lucía.
***
Pasó una semanaPablo y Lucía volvieron del lago al anochecer, y aunque no había palabras grandiosas ni promesas rotundas, algo entre ellos había cambiado para siempre, como un nudo que finalmente se deshace con el viento.