El regreso de la exesposa: Una prueba de resistencia.

El aroma de café recién hecho y magdalenas tibias flotaba en la cocina como un hechizo de tranquilidad. Diez años con Adrián. Diez años de refugio silencioso y felicidad. Clara disfrutaba de la mañana: los rayos de sol bailando sobre la mesa, el suave ronquido de su hija Lucía en el dormitorio. Paz y bendición.

El timbre sonó demasiado brusco. En el umbral estaba Hugo, el hijo del primer matrimonio de Adrián. Sus ojos brillaban con una excitación inusual, las mejillas encendidas.

—¡Papá! —exhaló, apenas cruzando la puerta—. ¡Ha vuelto! ¡Mamá! Ayer mismo. Alquiló un piso en el centro… Dice que nos echaba de menos.

El nombre «Alicia» quedó suspendido en el aire, pesado e inoportuno, como un golpe en la puerta a medianoche. La misma que, quince años atrás, se había desvanecido en un «futuro feliz» con un italiano, dejando a un Hugo de seis años en brazos de un padre desconcertado y unos abuelos ancianos. «¡Para siempre!», rezaba aquella única carta de despedida. Ahora volvía. Con las manos vacías pero no las esperanzas, pensó Clara con una frialdad que le heló el pecho.

El encuentro en el restaurante de moda fue un teatro de un solo acto. Alicia irrumpió como una nube rosa de gasa y un perfume empalagoso.

Derramó perlas de sufrimiento: «¡Un matrimonio horrible!», «¡Era un monstruo!», «¡Cuánto he sufrido sin mi niño!».

Sus dedos, llenos de anillos, buscaban constantemente la mano de Adrián. «Adrián, ¿recuerdas cuando…?» Él se apartó casi imperceptiblemente, su rostro una máscara de cortesía, pero Clara notó cómo se tensaba. Hugo, en cambio, miraba a su madre embelesado, colgando de cada palabra, de cada lágrima que resbalaba por sus pestañas maquilladas.

El primer intento de manipulación llegó de madrugada. El teléfono destrozó el silencio. Alicia sollozaba al otro lado, ahogada por el ruido del agua:

—¡Adrián! ¡Ayuda! ¡Se ha roto el grifo! ¡No sé qué hacer! ¡Estoy sola!

Adrián se levantó en silencio y se vistió. Clara permaneció en la cama, escuchando sus pasos. Regresó dos horas después, oliendo a frío y humedad.

—¿Lo arreglaste? —preguntó Clara en voz baja.

—Una junta. Tontería —dejó caer la chaqueta y se sentó al borde de la cama—. Me recibió… en toalla. Dice que el agua le arruinó el vestuario —su voz no tenía emoción, solo cansancio—. Un truco clásico.

Luego vino «la oscuridad». Una llamada a media tarde, la voz de Alicia, fina y asustada:

—¡Adrián, en el portal… las luces parpadean! ¡Como en una película de terror! ¡No me atrevo a salir! Hugo está en clase… ¡No puedo ni comprar pan!

Fue. Compró pan. La bombilla del portal, efectivamente, parpadeaba. La cambió. La puerta de su piso se abrió de golpe. Ella estaba allí, en un camisón translúcido, apoyada con languidez en el marco.

—¡Mi salvador! —susurró con voz melosa—. ¿Entras? Tomamos un café… Como antes…

Adrián negó con firmeza:

—Es tarde. Clara me espera. Y sin cafeína ya tengo suficiente energía.

Se fue, dejándola en la puerta. Por un instante, su rostro se torció en una mueca de rabia antes de volver a su máscara de fragilidad.

El clímax llegó con una llamada histérica de Hugo:

—¡Papá! ¡Urgente! ¡Mamá está mal! ¡Se ha caído! ¡No ve nada!

Adrián salió disparado, pero sin la urgencia de antes. Llegó. Alicia yacía en el sofá, como una Madonna renacentista, una mano en la frente, la otra apartando el borde de su bata de seda.

—Adrián… —susurró abriendo los ojos—. Tenía tanto miedo… Sola…

No se acercó. Miró la botella vacía en el suelo. Llamó a una ambulancia. Mientras esperaban, le preguntó a Hugo, con calma:

—¿Qué ha comido? ¿Bebido?

—Dice que es por el estrés… —murmuró el chico, avergonzado.

Los médicos diagnosticaron una simple indigestión. Alicia intentó agarrar a Adrián al marcharse:

—No me abandones… Tengo miedo…

Él se liberó con suavidad.

En sus ojos, cuando se encontró con Clara en casa, ella no leyó compasión, sino un desprecio amargo hacia aquel melodrama barato. «La misma obra —dijo luego en la cocina—, solo cambian los decorados. Siempre actuaba la indefensión cuando quería algo. Como cuando «enfermó» antes de irse con el italiano. Después, zas, la carta. Fui su muleta. La muleta se rompió, buscó otra. Pero yo no soy una muleta, Clara. Y no lo seré. Menos para ella».

Tras el fracaso con Adrián, Alicia volcó su atención en Hugo.

Sus quejas crecieron, sus lágrimas también, especialmente cuando su hijo estaba cerca. «¡Tu padre me abandonó como a un trapo!», «¡Ella lo ha vuelto contra nosotros!», «¡Somos familia, ella es una intrusa!». Las palabras, como espinas venenosas, se clavaron en Hugo. Empezó a contestar mal a Clara, sus visitas a casa de su padre se hicieron raras y tensas. Una vez, tras negarse Adrián a ayudarla con unos «documentos urgentes», Hugo golpeó la puerta al salir.

—¡¿Por qué eres tan cruel?! —gritó, el rostro deformado—. ¡Lo pasa mal! ¡Está sola! ¡Llora!

Adrián se levantó. Parecía más alto, más firme. La calma de su voz fue más aterradora que un grito.

—Hugo. Ayudo a tu madre cuando de verdad lo necesita. No soy su marido, ni su psicólogo, ni su criado. Tengo una familia. Aquí. Tú. Clara. Lucía. Y Clara no es «una intrusa». Es mi mujer. La quiero y la respeto. Y exijo que hagas lo mismo. En cuanto a las lágrimas… —hizo una pausa, mirándolo fijamente—. Lo pasa mal porque el mundo no gira en torno a sus caprichos. Tomó una decisión hace quince años. Ahora le toca vivir con ella. Sin destrozar vidas ajenas. No volveré con ella. Nunca. Que te quede claro.

El acto final llegó en el cumpleaños de Adrián. Alicia apareció sin invitación, como un fantasma, con un vestido demasiado juvenil y escotado. En sus manos, una caja cara. Un reloj. El mismo que él había deseado en otra vida. Buscaba su mirada, susurraba cosas a Hugo. Adrián vio cómo Clara apretaba su copa hasta blanquear los nudillos. Él tomó el micrófono del karaoke. El silencio cayó.

—Gracias a todos —dijo con serenidad—. Especialmente a los míos: Clara, Lucía, Hugo. —Los miró uno a uno, deteniéndose en Clara con cariño. Luego se giró hacia Alicia. Su mirada se volvió fría como el hielo.

—Alicia. No te invité. Ese reloj… —señaló la caja— es un recuerdo de sueños vacíos. No lo quiero. Ni tu presencia aquí. Eres la madre de mi hijo. Y solo hablaré contigo por temas que le conciernan. Nada más. Por favor, vete.

El silenAlicia se marchó entre murmullos, dejando atrás sus pretensiones y el eco de un pasado que ya nadie quería revivir, mientras la familia, al fin unida, celebraba con risas y copas alzadas un futuro libre de sombras.

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