El Regreso de Koko: Una Historia de Amor más Fuerte que el Dolor
Hace cinco años, en un barrio humilde de Sevilla, mi vida cambió para siempre. Fue un día caluroso y ordinario cuando escuché un gemido lastimero tras la ventana. Pensé que sería un gato. Me asomé… y me quedé paralizada. En un pequeño hoyo, envuelto en una bolsa de plástico, gemía un cachorro. Lo habían tirado como si fuera basura.
Salí corriendo, las rodillas temblándome. Bajé hasta ese hueco y con manos temblorosas lo saqué. Pequeño, sucio, cubierto de polvo, asustado… Se pegó a mí, y supe en ese instante: era mío. Mi razón de ser. Mi destino. Sabía que mi marido se opondría, con un piso alquilado y apenas llegando a fin de mes. Pero no pude evitarlo.
Cerca había un viejo Seat 600 del vecino, abandonado y olvidado. Le pedí las llaves y convertí el coche en su refugio temporal. Lo llamé Koko. Desde entonces, comenzó una batalla: contra los vecinos, contra mi marido, contra mí misma. La gente se quejaba; alguno incluso intentó envenenarlo. Mi marido me recriminaba: «¡Has vuelto a todo el barrio en nuestra contra!» Pero no me importaba. Solo quería que Koko viviera.
Creció, me esperaba después del trabajo, jugaba, gemía por las noches cuando cerraba el coche. A veces bajaba a las tres de la madrugada solo para que me viera y se calmara. Me mordisqueaba los dedos cuando le daba una salchicha. Si me retrasaba, nunca se dormía. Esperaba. Esperaba a que lo acariciara, a que subiera a casa… Solo entonces se dormía junto al coche.
Mi marido refunfuñaba, celoso: «Quieres más al perro que a mí». Pero yo ya no podía vivir sin Koko. Cuando caí enferma, él no comió por dos días. El vecino me llamó preocupado: «¿Qué tienes? No se mueve de bajo de tu ventana, no come, no se va…» No lo soporté: salté de la cama y, a pesar de la fiebre, corrí hacia él.
Se encariñó con el barrio. Corría tras los niños, movía la cola al ver a los vecinos. Los que antes lo odiaban empezaron a darle comida a escondidas. Se volvió parte de mi mundo. Temía llegar tarde porque él me esperaba. Reconocía el sonido de mi coche, salía corriendo, me saltaba encima, me lamía la cara. Solo con él me sentía querida y necesaria.
Le tenía miedo a mi marido —aunque nunca lo maltrató—. Quizá intuía su frialdad. Por las noches, enfrentaba a jaurías de perros callejeros, protegiendo el barrio como un caballero. En mis cumpleaños, la familia guardaba huesos para que Koko cenara primero. Todos lo conocían. Y todos lo querían.
Hasta que un día… estaba en el cumpleaños de una amiga. Riendo, disfrutando. Y entonces… el teléfono sonó. Una voz temblorosa: «Ven rápido… Koko…».
Lo dejé todo: pasteles, invitados, el móvil. Corrí. Y cuando llegué, caí de rodillas. Koko yacía junto al portal, destrozado, bañado en sangre. Un hilo rojo le caía del ojo; su cuerpo parecía un trapo. Grité, lloré, perdida. No había veterinario en la zona. Mi marido estaba en shock, los vecinos desconcertados.
Koko no respondía, solo gemía de vez en cuando. Unos hombres lo llevaron detrás del edificio, donde había más silencio. Yo subí a casa, tomé pastillas, sollocé, recé. Por la mañana, corrí hacia allí. Pero ya no estaba.
Los vecinos me dijeron: «Anoche volvieron los perros. Él se fue… Se fue para morir solo. No quiso que lo vieras así…».
Me desmayé. Me reanimaron, luego caí en cama. Fiebre, debilidad. No comí, no hablé, no salí. Llamaron amigos, familiares. Alguno se rió: «Pero si solo era un perro». Pero Koko no era solo un perro. Lo era todo.
Al tercer día, mi marido, inesperadamente, insistió: «Prepárate. Te llevo». Me negué, pero no cedió. Pensé que me llevaría al parque para distraerme.
Llegamos a la casa del pueblo. Me abrazó y murmuró: «No soporté verte así. Te quiero…». Intenté sonreír. Y de pronto… escuché un ladrido conocido. Salté del coche. Y lo vi: ¡Koko! Estaba sobre una manta, débil, pero vivo. No pudo correr hacia mí. Solo levantó la cabeza y movió la cola…
Resulta que esa noche, mi marido lo buscó. Lo encontró medio inconsciente, lo trajo aquí. Llamó a un veterinario, suturó sus heridas, le puso inyecciones. No me lo dijo antes para que Koko se recuperara un poco.
Lloré, reí, bailé de felicidad. Y entendí entonces: mi marido sí me amaba. Y Koko… había sobrevivido. Porque el amor cura. A todos.
Ahora estamos construyendo una casa. No tiene paredes ni techo. Pero la caseta de Koko ya está puesta. Y eso es lo único importante.
Porque seres como él… viven eternamente. En el corazón.