Oye, te cuento una historia que me rompió y me llenó el corazón al mismo tiempo…
Hace cinco años, en un barrio humilde de Sevilla, mi vida dio un vuelco. Fue un día de ese calor asfixiante andaluz cuando escuché un gemido débil desde la ventana. Pensé: «Seguro es un gatito». Asomé la cabeza y se me heló la sangre: en un hoyo, envuelto en una bolsa de plástico, había un cachorro tirado como basura.
Salí corriendo, temblando. Lo levanté con cuidado, sucio, asustado… y en cuanto se arrimó a mí, supe que era mío. Mi razón de ser. Aunque mi marido, Pablo, se enfadaría —vivíamos al día en un piso de alquiler—, no podía dejarlo allí.
Cerca había un Seat 600 oxidado de un vecino, abandonado hace años. Le pedí prestadas las llaves y ahí metí al perrito. Le puse «Coco». Empezó entonces una batalla: con los vecinos, con Pablo, conmigo misma. La gente se quejaba, alguno hasta quiso envenenarlo. Pablo me decía: «¡Nos estás poniendo a todo el barrio en contra!». Pero yo no cedía. Solo importaba Coco.
Creció, me esperaba tras el trabajo, jugaba, gemía de noche si cerraba el coche. A veces bajaba a las tres de la madrugada solo para que me viera y se calmara. Me mordisqueaba los dedos cuando le daba chorizo. Si me retrasaba, no dormía. Esperaba… hasta que yo subía a casa y entonces se quedaba tranquilo junto al coche.
Pablo se quejaba, celoso: «Quieres más al perro que a mí». Pero yo ya no podía vivir sin Coco. Cuando enfermé, pasó dos días sin comer. Un vecino me llamó: «¿Qué tienes, que el perro no se mueve de bajo de tu ventana?». No lo soporté, salí con fiebre y corrí hacia él.
Se ganó el barrio. Corría con los niños, movía el rabo a los vecinos. Hasta los que antes lo odiaban le daban comida a escondidas. Él era mi mundo. Temía llegar tarde porque me esperaba. Reconocía el ruido de mi coche, saltaba sobre mí, me lamía la cara. Con él me sentía querida de verdad.
Le tenía miedo a Pablo —nunca le pegó, pero debió sentir su frialdad—. De noche, como un caballero, ahuyentaba a las jaurías callejeras que rondaban. En mis cumpleaños, la familia guardaba huesos para que Coco cenara primero. Todos lo conocían. Y todos lo querían.
Hasta que un día… estaba en el cumple de una amiga, riendo, cuando sonó el teléfono. Una voz temblorosa: «Ven ahora… es Coco…».
Lo dejé todo —la tarta, a la gente, el móvil— y corrí. Cuando llegué, caí de rodillas. Coco estaba en la entrada, destrozado, sangrando. Tenía una herida en el ojo, el cuerpo como un trapo… Grité, lloré, no sabía qué hacer. No había veterinario cerca. Pablo estaba blanco, los vecinos perdidos.
Coco no respondía, solo gemía. Unos hombres lo llevaron detrás del edificio, donde estaba más tranquilo. Yo, en casa, tomando pastillas, rogando. Por la mañana, fui… pero ya no estaba.
Los vecinos me contaron: «Anoche volvieron los perros. Él se fue… para morir solo. No quiso que lo vieras así».
Me desmayé. Me tuvieron que reanimar. Después, me encerré. Sin comer, sin hablar. Algunos se reían: «¡Pero si solo era un perro!». Pero Coco no era solo un perro. Lo era todo.
Al tercer día, Pablo, de pronto, insistió: «Prepárate. Te llevo a algún sitio». Me negué, pero no me dejó opción. Pensé que sería al parque, para distraerme.
Llegamos a una casita en el campo. Me abrazó y susurró: «No soportaba verte así. Te quiero…». Intenté sonreír. Y entonces… ¡escuché su ladrido! Salí disparada, y ahí estaba: Coco, débil, en una manta. No podía correr, pero movía la cola al verme…
Resulta que esa noche, Pablo salió a buscarlo. Lo encontró medio muerto, lo trajo aquí, llamó a un veterinario. Lo operó, le puso inyecciones. No me dijo nada hasta que estuvo mejor.
Lloré, reí, bailé de alegría. Ahí entendí que Pablo sí me amaba. Y que Coco había sobrevivido… porque el amor cura. Todo.
Ahora estamos construyendo una casa. Sin paredes, sin techo… pero la caseta de Coco ya está hecha. Y es lo único importante.
Porque seres como él… viven para siempre. En el corazón.