El regalo que arruinó todo

Recuerdo aquel malhadado día como si fuera hoy. Fernando bramaba desde el salón:
—¡Carmen! ¡Carmen, dónde te metes! ¡Ven enseguida, que es urgente!
—¡Ya voy, ya voy! —respondí, secándome las manos en el delantal— ¿Qué ocurre? ¿Un incendio?
—¡Al contrario! ¡Algo maravilloso! —exclamó al verme, tomándome de los brazos—. Escucha. ¿Recuerdas a Delgado, mi antiguo jefe? El que se jubiló el año pasado.
—Claro. ¿Qué pasa con él? —Me alarmé. Cierta inquietud en Fernando solía anunciar problemas.
—¡Acaba de llamarme! ¿Te imaginas? Vende un piso céntrico, ¡de tres habitaciones! Y nos lo ofrece. ¡Casi de balde, Carmen! Por la mitad de su valor, dice que me lo da. Por aquella vez que ayudé a su sobrino con un puesto, ¿recuerdas?
Me dejé caer en la butaca. Los pensamientos giraban como un remolino de hojarasca.
—Fernando, ¿qué pido? ¿De qué hablas? ¡No tenemos tanto dinero!
—¡Ahí está la gracia! —Se sentó en el brazo del sillón, emocionado—. Dice que podemos pagarlo a plazos. Pequeñas cantidades, él no tiene prisa. Se muda con su hija al pueblo, no le hace falta. Carmen, ¿entiendes? Toda la vida apretados en nuestro piso viejo, ¡y ahora esta oportunidad!
—Fernando, espera… —Me froté las sienes—. ¿Para qué queremos tres cuartos? Los niños tienen sus vidas. Con este vivimos holgadamente.
—¡Cómo que para qué! —Saltó y paseó nervioso—. ¡Carmen, eres inteligente! Vendrán los nietos, ¿dónde se quedarán? ¿Y cuando seamos viejos? Quizá los hijos se muden con nosotros para cuidarnos. ¡O una cuidadora que también necesitará habitación!
Lo contemplé en silencio. Treinta años de matrimonio y seguía siendo el mismo iluso. Siempre creyendo que la dicha aguardaba a la vuelta, lista para alcanzarla.
—¿Cuánto dinero se necesita? —pregunté con cautela.
—La entrada es pequeña, seis millones de pesetas. Luego, cincuenta mil mensuales.
—¡¿Seis millones?! —Casi salto del asiento—. ¡Fernando, estás loco! ¿De dónde sacamos eso?
—Ahí está lo bueno —apretó mis manos—. ¿Recuerdas el anillo de diamantes de mi abuela? El que valoraron en el banco. ¡Podemos venderlo! Justo alcanza para la entrada.
Retiré las manos bruscamente.
—¡¿El anillo?! ¡Fernando Torres, qué dices! ¡Es la memoria de tu madre! ¡Te lo entregó en su lecho de muerte!
—¿Y qué? —Encogió los hombros—. Ella quería nuestro bienestar, ¿no? ¡Pues viviremos mejor! ¡En un piso amplio, en pleno centro!
—¿Y si no podemos pagar? ¿Si nos enfermamos? ¿Si pierdes el empleo?
—¡Nada de eso ocurrirá! —descartó—. Carmen, ¡es nuestra oportunidad! ¡Una así no se presenta dos veces!
Me levanté y me acerqué a la ventana. Fuera llovía, gotas turbias resbalaban por el cristal. Como mis pensamientos, confusos e incomprensibles.
—Fernando, ¿hablaste con los niños? ¿Qué opinan?
—¿Qué van a opinar? ¡Se alegrarán! Imagina la cara de Teresa cuando lo vea. ¡Y Julián lo orgulloso que estará! ¡Sus padres viviendo en el centro!
Teresa, la mayor, sería maestra entonces. Siempre agobiada. Julián, tras la mili, trabajó en Madrid y apenas llamaba. ¿Se alegrarían realmente? Lo dudaba.
—Escucha —dije sin volverme—. ¿Y si no nos apresuramos? Lo meditamos, pedimos consejo…
—¿Consejo de quién? —Alzó los brazos—. ¡Carmen, Delgado vuela mañana con su hija! ¡Debemos decidir hoy! ¡O otro compra el piso!
—¿Por qué a nosotros? —insistí de pronto—. ¿No tiene más conocidos?
—Dice… que somos gente de fiar. Honrada.
Algo en su voz me hizo girarme. Evitaba mi mirada, jugueteando con el mantel.
—Fernando, ¿me ocultas algo?
—¡Claro que no! ¿Qué podría ocultar?
—No lo sé. Pero siento que faltan piezas.
Calló un momento antes de suspender hondo.
—Bien. Hay un pequeño inconveniente. El piso… no está en condiciones óptimas. Necesita reformas. Considerables.
—¿De qué magnitud?
—Cambiar fontanería, cableado. Quizá suelos. Y el papel pintado, por supuesto…
—¡Fernando! —Me senté de golpe—. ¡Eso es otro dineral!
—¡Pero merecerá la pena! —exclamó con fervor—. ¡Carmen, soñé siempre con un piso así! ¡Centrico, techos altos, molduras! ¡Como las películas antiguas! ¡Y ahora lo tenemos al alcance!
Lo observé y vi en sus ojos el mismo brillo de hace treinta años, cuando corteje. Proyectaba sueños, contaba cómo viviríamos. Yo creí. Me casé, crié hijos, trabajé, ahorré. Y él seguía anhelando algo más.
—Está bien —acepté al fin—. Con una condición. Primero veremos el piso. Calcularemos el coste real de las obras. Hablamos con los niños. Y entonces decidimos.
—¡Naturalmente! —se alegró—. ¡Hablé con Delgado! Mañana al alba lo visitamos.
Aquella noche no dormí. ¿Tenía razón Fernando? Un piso más grande en el centro era prestigioso. Quizá valía arriesgar. Pero nuestro pequeño hogar era cálido, familiar… Allí crecieron los niños… Allí vivió nuestra historia.
Al amanecer fuimos a verlo. El edificio era antiguo, hermoso, escaleras anchas y ventanales altos. Pero cuando Delgado abrió la puerta, respiré hondo.
—¿Hubo una inundación? —inquirí ante las manchas de humedad en las paredes.
—Vecinos del piso
Y aquel invierno, entre cajas sin deshacer y goteras que ya parecían parte del paisaje, comprendieron demasiado tarde que habían cambiado la cálida luz de su vida por las frías paredes de una desilusión que jamás encontraría consuelo.

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