El Regalo que lo Envenenó Todo
—¡Carmela! ¿Carmela, dónde estás desvariando? —rugió la voz de Nicolás Sala desde el salón—. ¡Ven aquí! ¡Algo urgente!
—¡Ya voy! —respondió Carmela Nieto, secándose manos en el delantal—. ¿Qué sucede? ¿Se quema la casa?
—¡Peor… mejor! ¡Muchísimo mejor! —Él se acercó cuando entró, sujetándola de los antebrazos—. ¿Recuerdas a Manolo, mi antiguo jefe? El que se jubiló el año pasado, ¿no?
—Claro. ¿Qué pasa? —Carmela tensó. Nicolás excitado presagiaba complicaciones.
—¡Acaba de llamar! Vende un piso en Chamberí, ¡uno enorme! ¡Y nos ofrece la compra! Prácticamente regalado, Carmela. Dice que a mitad de precio… por aquel favor. ¿Cuando coloqué a su sobrino en la oficina?
Carmela descendió lentamente en el sillón. Ideas como copos de nieve derritiéndose al sol, girando en su mente.
—Nicolás, ¿qué piso? ¿De qué hablas? ¡No tenemos tanto dinero!
—¡Ahí reside la magia! —Se sentó en el brazo del sillón, hablando con rapidez febril—. Manolo propone pagos a plazos. Cómodos, nada de prisa. Él se muda a la sierra, con su hija. Este nido nos asfixia, Carmela. ¡Es nuestra ocasión!
—Nicolás, espera… —Se frotó las sienes—. ¿Para qué queremos tres habitaciones? Los chicos volaron del nido, nosotros vivimos bien así.
—¡Cómo que para qué! —Se levantó, paseando agitado—. ¡Carmela, usa la cabeza! Los nietos vendrán, ¿dónde dormirán? O quizás nuestros hijos vuelvan cuando seamos viejos museos… o contratemos cuidadora, ¡necesitará espacio!
Carmela observaba en silencio. Treinta años casados, y él seguía soñando despierto. Siempre creyendo que la felicidad grande rondaba a la vuelta de la esquina.
—¿Cuánto necesitamos? —preguntó con cautela.
—La entrada es ligera… unos treinta mil euros. Luego, cinco mil mensuales.
—¿¡Treinta mil!? —Carmela casi despegó del suelo—. ¡Nicolás, estás loco! ¿De dónde sacamos ese oro?
—Escucha —Nicolás se sentó, tomándole las manos—. ¿Recuerdas la sortija de filigrana que dejó abuela? La que tasaron en el Banco Hispánico. ¡Vale más de cuarenta mil! Vendiéndola, cubrimos todo.
Ella retiró las manos como tocando ascuas.
—¿La sortija? ¡Nicolás Sala, estás tocado! ¡Eso es memoria de tu abuela! ¡Te la dio con su último aliento!
—¿Y? —Alzó los hombros—. Abuela quería lo mejor para nosotros. ¡Viviremos grandes, en el corazón de Madrid!
—¿Y si no podemos pagar las mensualidades? ¿Si enfermamos, si pierdes tu plaza?
—¡No pasará nada! —Descartó con la mano—. Carmela, ¡es nuestra oportunidad! ¡Se presentan una vez en la vida!
Carmela se levantó, acercándose a la ventana. Afuera, una llovizna arrastraba surcos grises por el cristal. Igual que sus pensamientos, todo confundido.
—Nicolás, ¿y los chicos? ¿Qué opinan?
—¿Opinar? ¡Se alegrarán! Imagina la sorpresa de Marta, o el orgullo de Javier… ¡sus padres en Chamberí!
Marta, la mayor, profesora eternamente fatigada. Javier, desde que dejó el servicio, en Barcelona, apenas llamaba. ¿Alegría por el piso nuevo? Carmela dudaba.
—Escucha —dijo sin volverse—, ¿no deberíamos pensarlo? Consultar…
—¿Consultar a quién? —Nicolás alzó las palmas—. ¡Manolo vuela mañana a la sierra! ¡Hoy decidimos! ¡O ese piso será de otro!
—¿Y por qué nos lo ofrece a nosotros? —preguntó Carmela de pronto—. ¿Acaso no tiene otros conocidos?
—Bueno… Dice que somos de fiar. Como la roca.
Algo en la voz de él hizo a Carmela girar. Nicolás evitaba su mirada, jugueteando con el mantel.
—Nicolás, ¿me cuentas toda la verdad?
—¡Claro! ¿Qué podría esconder?
—No sé. Pero siento que guardas algo.
Nicolás callo un suspiro largo.
—Vale. Un detalle pequeño. El piso… no luce completamente bien. Necesita arreglos. Arreglos serios.
—¿Cuán serios?
—Cambiar tuberías, cableado… quizás suelos. Y empapelado, claro está…
—¡Nicolás! —Carmela cayó en el sillón—. ¡Eso es más oro! ¡Una fortuna!
—¡Pero luego viviríamos como condes! —Había fuego en sus pupilas—. Carmela, siempre soñé con un sitio así. Techos altos, molduras… ¡como en las viejas películas del Cine Doré!
Ella veía en sus ojos el mismo fulgor de treinta años atrás, cuando la enamoraba entre promesas. Ella creyó. Crio hijos, ahorró cada céntimo. Mientras él soñaba con palacios.
—Bien —dijo finalmente—. Con una condición. Primero vemos el piso. Calculamos el costo exacto del desastre. Hablamos con los chicos. Y luego decidimos.
—¡Naturalmente! —Iluminó él—. Ya cité con Manolo, ¡mañana lo vemos antes del alba!
La noche fue insomne. Pensamientos danzantes: ¿Sería cierto? Un piso amplio, noble, daba prestigio. ¿Valía la pena jugársela? Pero su pequeño segundo piso en Vallecas palpita con todos los recuerdos.
En la mañana, fueron al
Y, de repente, esa cocina helada se llenó de sombras danzantes que susurraban cómo su verdadera fortuna residía en aquella casita modesta y acogedora que jamás debieron abandonar.