El regalo que arruinó mi matrimonio

El Regalo que me Costó mi Matrimonio

Marina palpó en el bolsillo de su bata una pequeña caja de terciopelo y la apretó con fuerza en su mano. El corazón le latía tan fuerte que creía que se escucharía en toda la casa. Tras la pared, el zumbido monótono de la televisión—Andrés veía las noticias de la tarde, como cada noche durante sus veintisiete años de matrimonio.

—Marina, ¿quieres té?— gritó su marido desde el salón.

—Ahora mismo— respondió ella, sin soltar la caja—. Déjame terminar.

Se quedó junto a la ventana de la cocina, observando el patio donde los niños del vecindario jugaban al fútbol entre los coches aparcados. Una escena cotidiana, pero hoy todo le parecía distinto, como si lo viera por última vez.

La caja en su bolsillo calentaba su mano. Dentro había unos gemelos de oro con pequeños diamantes—un regalo que llevaba tres meses preparando para el aniversario de boda. Había ahorrado de su sueldo, recortando gastos hasta en sus cremas y medicinas. Quería sorprender a Andrés, demostrarle cuánto lo valoraba.

Pero ayer todo cambió.

—¿Vienes o no?— preguntó Andrés, impaciente—. El programa ya ha empezado.

Marina respiró hondo y entró en el salón. Su marido estaba sentado en su sillón favorito, con una camiseta gastada y pantalones de estar por casa. Sobre la mesa, dos tazas de té y el periódico abierto.

—Oye, ¿te acuerdas de Lucía Romero, la de nuestra clase?— dijo Andrés sin apartar los ojos de la pantalla.

Marina se quedó inmóvil con la taza en las manos. Justo en esa Lucía había estado pensando toda la noche.

—Sí— contestó con cautela—. ¿Qué pasa?

—La vi hoy cerca del súper. Dice que se ha divorciado. Su marido la dejó por una más joven. ¿Te imaginas, después de treinta años juntos?

Marina dejó la taza sobre la mesa. Le temblaban las manos.

—¿Y cómo está ahora?

—Vive sola en un piso pequeño, trabaja de limpiadora. Pobrecilla. Era buena chica en el instituto.

Andrés movió la cabeza y cambió de canal. En la pantalla aparecieron anuncios.

Marina guardó silencio. No podía decirle que había visto ese encuentro con sus propios ojos. Que estaba justo detrás de ellos, entre los estantes del supermercado, escuchando cada palabra. Que los había visto abrazarse, cómo ella se acurrucaba contra él, cómo quedaban en verse al día siguiente.

—Marina, ¿por qué tan callada?— Andrés, por fin, la miró—. ¿Estás enferma?

—No, todo bien— intentó sonreír—. Es que he tenido un día largo en el trabajo.

—Entiendo. Acuéstate temprano entonces.

Volvió a concentrarse en la tele. Marina se levantó y entró en la cocina, fingiendo recoger. La caja de los gemelos ahora pesaba como una piedra.

Recordó el día que los vio en la joyería, hace tres meses. Cómo se quedó mirándolos, imaginando la cara de felicidad de Andrés. A él siempre le gustaron las cosas bonitas, aunque rara vez se compraba algo. Decía que la familia era lo primero.

Familia. Qué ironía.

Sacó la caja y la abrió. Los gemelos brillaban bajo la luz de la cocina. Elegantes, caros. Los que él nunca se habría permitido.

—Cariño, voy al súper un momento— dijo Andrés desde el recibidor—. No queda pan.

—Vale— respondió ella.

La puerta se cerró. Marina se asomó y vio a su marido caminar hacia la parada del autobús. No hacia el supermercado, sino hacia el lugar donde quedó con Lucía.

Cerró la caja y fue al dormitorio. En el tocador había fotos—su boda, el nacimiento de su hijo Pablo, sus primeras vacaciones en la playa. Rostros felices, abrazos, sonrisas. ¿Había sido todo mentira?

Tomó la foto de la boda. Andrés en traje blanco, ella con vestido largo y velo. Jóvenes, enamorados, llenos de planes. Tenían veinticuatro años, la vida por delante.

—¡Mamá, hola!— sonó el timbre, seguido de la voz de su hijo—. ¡Ábreme, soy yo!

Marina escondió la caja en el cajón y fue a abrir. En la puerta estaba Pablo con bolsas de la compra.

—Qué bien que hayas venido— lo abrazó.

—Hacía mucho que no os veía— entró a la cocina y sacó las cosas—. ¿Dónde está papá?

—Fue al súper— mintió—. Volverá pronto.

Pablo llenó la tetera y la puso al fuego.

—Mamá, ¿estás bien? Te ves pálida.

—Sí, hMientras cerraba el cajón, supo que esos gemelos jamás lucirían en las manos de un hombre que ya no era suyo, porque algunas lecciones de amor solo se aprenden cuando duele.

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