EL REGALO DE ASIA

EL REGALO DE LUNA

La perra Luna aullaba durante toda la noche, impidiendo que su dueña, María González, lograra conciliar el sueño. Cuando la mujer abrió la puerta del refugio al alba, quedó paralizada del terror.

La tormenta había sido feroz, como si la mismísima naturaleza descargara sobre la tierra toda su energía vengativa. La lluvia caía a cántaros, queriendo arrastrar con ella la injusticia y el olvido. Los relámpagos rasgaban la oscuridad con destellos cegadores, y el trueno retumbaba con tal fuerza que parecía temblar el suelo bajo cada golpe.

Los árboles se doblaban como si tuvieran vida propia, sus ramas golpeaban los muros, y el agua se desbordaba por los patios, convirtiéndolos en lagos. Todo parecía sumido en el caos, sin que nadie adivinara qué les depararía la mañana.

Sin embargo, cuando los primeros rayos del sol se colaron entre la cortina, la tormenta quedó atrás. No había rastro de la furia nocturna, ni indicio de la tempestad que había azotado el pueblo de Segovia. El cielo brillaba con una claridad azul recién lavada, y el aire estaba impregnado del perfume de la tierra mojada y la hierba recién brotada.

Alejandra, estirándose tras un sueño intranquilo, salió al portal y respiró a plenitud la frescura matutina. Parecía que la naturaleza había renacido, y el entorno latía con una energía renovada.

En medio de ese recuerdo, surgió un momento extraño: en medio del trueno, su fiel amigala perra Lunahabía empezado a gemir con un lamento profundo, no ladraba ni gruñía, solo aullaba como si percibiera una desgracia inminente. María, entonces, no le dio mayor importancia; tal vez el trueno la había asustado o había escuchado algo. Pero al inspeccionar el patio, la inquietud volvió a asaltar su corazón.

Luna siempre la recibía en la entrada, moviendo la cola, saltando y dando lametazos. Esa mañana, sin embargo, la encontró tumbada dentro del refugio, sin prisa por salir.

El corazón de María se encogió. ¿Y si la inclemencia le ha causado algún daño? La descarga fue tan potente que podría haberla herido, pensó. Se acercó y, en voz baja, llamó:

Luna, cariño, ¿estás bien?

Desde la sombra del refugio surgió lentamente la cabeza de la perra, con ojos tristes y alerta. No salió corriendo, ni saltó como de costumbre. Se quedó tendida, con las orejas pegadas a la cabeza, observando a su dueña con una melancolía extraña, como guardando un secreto muy importante.

¿Qué te pasa, mi buena? susurró María, sintiendo un escalofrío recorrerle la espalda.

Volvió al interior, tomó un cuchillo y cortó unos trozos jugosos de chorizo, el manjar favorito de Luna. Tal vez tenga hambre, se dijo, pero ni siquiera el olor a carne logró mover a la perra. Luna permanecía inmóvil, como si le faltara la fuerza, o como si despertara en ella un instinto materno que le prohibía abandonar lo que guardaba en lo profundo del refugio.

María frunció el ceño. Algo no estaba bien. Luna nunca se había comportado así; incluso en la peor tormenta corría al lado de su dueña, buscando protección. Ahora, al revés, se aislaba, defendiendo su propio territorio. Pensamientos angustiantes le asaltaron la mente: ¿Estará enferma? ¿La habrá mordido una serpiente? ¿Se habrá contraído alguna enfermedad?

Sin perder un segundo, marcó el número del veterinario, el doctor León García, a quien conocía desde hacía años. Él prometió llegar cuanto antes.

En veinte minutos, una vieja pero bien cuidada furgoneta ingresó al patio. De ella descendió un hombre alto, canoso, con gafas y un diploma negro bajo el brazo. León García no era solo un veterinario; era un curandero, capaz de sentir el sufrimiento animal como si fuera su propio grito silencioso.

¿Qué tenemos aquí? preguntó, mirando alrededor.

María relató brevemente el comportamiento extraño de Luna. El doctor se acercó al refugio, se sentó a horcajadas y, con tono amable, llamó:

Luna, niña, sal. Confía en el doctor León.

La perra solo emitió un gruñido sordo, aferrada a la pared. Nunca antes había gruñido a alguien que conocía. No solo resultaba extraño, era aterrador.

Algo no cuadra murmuró el veterinario. Antes corría a mí como a su dueño. ¿Qué le habrá pasado?

Temo que esté enferma contestó María, con voz temblorosa.

¿Puede ser una garrapata? ¿O tal vez una mordedura? reflexionó León. Necesitamos sacarla, examinarla.

María se acercó al refugio, tomó a Luna del collar con delicadeza. La perra no se resistía, pero tampoco se apresuraba a salir. Cuando quedó claro que no podía avanzar, Luna, con evidente molestia, se arrastró lentamente hacia la salida, mirando atrás una y otra vez.

¡Hay algo moviéndose allí dentro! exclamó el doctor, al mirar dentro.

María corrió y se quedó paralizada. En el fondo del refugio, en una vieja manta, yacía un pequeño niño enrollado en un pañuelo sucio. Su rostro era pálido, los ojos llenos de lágrimas, su ropa harapienta y empapada. No llevaba zapatos. Parecía abandonado, perdido entre la realidad y la pesadilla.

¿Qué es eso? susurró el veterinario, sin poder creer lo que veía.

¡No es una cosa, es un ser! exhaló María. ¡Es un niño! No puedo sacarlo sola ¡Ayúdenme!

Enseguida, respondió León, ajustándose las gafas y mirando con cuidado al interior. Luna volvió a gruñir, pero María la tranquilizó:

Tranquila, Luna. No le haremos daño. Eres una heroína, lo has salvado.

Llevó a la perra al porche mientras el doctor, con sumo cuidado, levantó al niño a sus brazos. El pequeño despertó, frotó sus ojos, miró alrededor asustado y sollozó suavemente.

María lo sostuvo. Era ligero como una pluma, como si nada lo hubiera alimentado en mucho tiempo. Llevaba una camiseta sucia con los bordes desgastados, pantalones rotos y piernas llenas de rasguños.

¿Quién eres, pequeño? preguntó en voz baja.

El niño no respondió, solo fijó sus grandes ojos temerosos en ella, como esperando una reprimenda.

Llamaré a la policía dijo María, dirigiéndose a la casa. No se abandona a un niño así. Seguramente lo están buscando.

El doctor la detuvo:

Espera. Conozco a ese niño. Es Román, hijo de Celia la tal delincuente.

María se estremeció. Celia, la chica de la escuela, antes alegre y risueña, que había caído en la oscuridad, se había ligado al mundo criminal, bebido a manos llenas, tomado drogas y perdido el rumbo. Tras una primera condena condicional, volvió a delinquir: robó al cartero, hurtó a pensionistas, y terminó en prisión. Allí le nació Román, que fue entregado de inmediato al orfanato.

¿Pero la liberaron? preguntó María.

Sí, hace poco. Sacó al niño del internado, pero no para darle amor. Más bien para demostrar que también es madre. En realidad, está siempre ebria, lo deja solo. Ni siquiera sabe qué es una casa, una familia, un cariño. Román apenas habla, tiene casi cinco años y no conoce el calor de un hogar.

Un torrente de amargura y rabia inundó el pecho de María. Recordó sus propios sueños de maternidad, las dos veces que había esperado un bebé y las dos que había perdido.

Los médicos no pudieron explicar la causa. Cada caso era como un puñetazo en el estómago. Ahora, frente a ella, estaba esa vida diminuta, abandonada como una basura.

Déjalo conmigo por ahora declaró con firmeza. Lo alimentaré, lo abrigaré, lo curaré. Después lo llevaré a Celia, para que vea lo que está haciendo con su propio hijo.

Le dio agua tibia, una toalla suave y jabón infantil, limpiando a Román con una ternura que parecía propia.

Luego lo vistió con su propia camiseta, lo envuelve en una manta y lo sentó a la mesa. El niño comía en silencio, rápido, como si temiera que le arrebataran la comida.

En ese instante, entró en la casa Andrés, su marido, alto, corpulento y de mirada bondadosa.

Amor, ¿has preparado algo? Traje pan se detuvo. ¿Y quién es ese?

Es Román, hijo de Celia. Lo encontré en el refugio de Luna.

Andrés miró al niño, luego a su esposa, sabiendo el dolor que sentía al no poder tener hijos. Cada vez que veía a un bebé ajeno, una parte de él se quebraba.

Entendido susurró. ¿Qué necesitamos?

Compra ropa y calzado nuevo. Todo nuevo.

Andrés no hizo más preguntas. Salió, regresó una hora después con bolsas llenas de ropa, una peluche y un cochecito rojo con ruedas brillantes. Román sonrió por primera vez en mucho tiempo.

Más tarde, cuando el niño se durmió, susurró:

No quiero ir a casa de mi mamá

Duerme, pequeño le dijo María. Nadie te llevará a ningún lado.

Andrés abrazó a su esposa.

Él no quiere volver con ella. Lo entiendo.

Iré a ver a Celia. Quiero saber qué está pasando.

La casa de Celia estaba medio derruida, con ventanas rotas y el olor a cerveza, tabaco y desesperación. Dentro, la luz era tenue, el suelo sucio y vacío. Al entrar, el humo le irritó la garganta.

¿Quién anda ahí? se oyó una voz ronca. ¿Hay alguna niña?

Celia, soy Alejandra, la de la escuela respondió María.

¿Qué haces aquí? gruñó Celia. ¿Qué quieres?

Tu hijo está conmigo. Lo encontré en el refugio. Estaba sin zapatos, hambriento, asustado.

¿Y ahora qué? ¿Que lo deje aquí? ¿Que duerma sin nada?

Tú eres su madre. ¿Cómo puedes decir eso?

¿Y tú quién eres para dictarme? exclamó Celia, alzando la voz. ¡Devuélveme a mi hijo o te llevaré la correa!

Él no volverá a ti afirmó María, mirándola a los ojos. Llamaré a la policía. Un niño no debe crecer en ese infierno.

Celia quedó paralizada, luego bajó la voz.

Espera No llames a la policía Él es lo único que tengo mi sangre

Entonces pon orden en tu casa, vive como gente decente. Entonces hablaremos.

Pasó una semana sin noticias. María volvió y encontró la escena más triste: Celia yacía en la cama, sin signos de vida, vencida por la borrachera. La muerte la había cobrado.

Alejandra y Andrés la enterraron. Tras aquel trágico suceso, decidieron adoptar a Román como propio.

Después de meses de pruebas, análisis y entrevistas, los servicios de protección infantil autorizaron la adopción. Román se convirtió en su hijo.

Dos años después, la primavera volvió a florecer. En el patio corría Román, ya notablemente mayor, jugando con los cachorros de Luna, la perra que lo había salvado aquella noche tormentosa.

¡Cuidado, hijo! gritó María.

¡Nada, los moretones adornan al hombre! rió Andrés, ajustando la gorra de su hija Diana, nacida un año antes.

Diana sonreía, balbuceando en su propio idioma infantil mientras observaba a su hermano. En ese momento la felicidad se completó. Eran una familia, verdadera, no solo de sangre, sino por la voluntad del corazón.

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