Nadie recuerda bien de dónde salió la tía Rocío, la amiga de mi madre. A mí me parecía que siempre había existido, como la oscuridad, las cucarachas y Raphael. Mi padre creía que era una agente del gobierno en la sombra, infiltrada entre la gente común para experimentos sociales. Mi abuelo, en cambio, estaba convencido de que la tía Rocío era el quinto jinete del Apocalipsis, expulsado del equipo por ser demasiado entusiasta. Hasta mi madre tenía problemas para explicar cómo se conocían. La tía Rocío era como esa llave misteriosa en el llavero: no sabes para qué sirve, pero da miedo tirarla.
La tía Rocío no tenía marido ni hijos, pero le sobraba tiempo libre. Esas mujeres son más peligrosas que una epidemia. Si la encierras en un bloque de hormigón y la tiras al fondo del mar, incluso allí organizaría algo, hasta que todo el mundo submarino le crecieran piernas para huir a tierra firme.
En cuanto a su espíritu emprendedor, la tía Rocío tenía una trombosis comercial. Cada año nos obligaba a participar en su nuevo proyecto, y no había escape, ni siquiera yéndote a otro país. Ella tenía pasaporte, visados múltiples y hablaba tres idiomas, pero en ninguno comprendía la palabra “no”.
En su época, la tía Rocío vendía cosméticos cubanos que dejaron a mi madre con un bigote sedoso y una adicción inquebrantable. Luego tejía ropa interior masculina de merino sintético, y ahí fue mi padre quien sufrió. Le prometía “fuerza viril” y exigía reseñas tras un mes de uso. Mi padre se las dio a los tres días. Dicen que esa misma noche le llamó Bertín Osborne para pedirle un autógrafo.
A mi abuelo también le tocó su parte. La tía Rocío le vendía suplementos para “limpiar el intestino y regular la presión”. A mi abuelo lo entrevistaron en las noticias durante una semana, y al mes siguiente salía en el parte meteorológico cada vez que salía a la calle.
No le faltaban ideas: jabones artesanales con extracto de hiedra, dulces saludables de cilantro y cardo, productos de anguila. Podía hablarte horas de las bondades de sus creaciones hasta que la víctima empezaba la evolución inversa y se ponía a cuatro patas. Cuando la fe en Dios, la ciencia y el sentido común flaqueaban, la comerciante ofrecía un descuento. Y la víctima caía. A nosotros, como “amigos íntimos”, nos “tocaba” más: recibíamos muestras gratis.
Hace un mes, la tía Rocío empezó a hacer queso casero y a traérnoslo en todos los estados imaginables. El olor era indescriptible. Creo que nuestro piso no se podrá ni vender ni alquilar en una década, como tampoco el portal. Solo mi abuelo estaba contento: ya no le obligaban a lavar los calcetines e incluso lo felicitaban por su firmeza.
El queso era raro. Rompía los ralladores, explotaba en el microondas y se evaporaba en el horno. A veces parecía atacar a otros alimentos en la nevera y convertirlos en queso.
Una vez intenté echarlo a unos macarrones con ketchup. El resultado fue uranio enriquecido, y ahora mi familia tiene prohibido salir del país durante siete años.
Mi madre pedía paciencia. La tía Rocío aseguraba que “al primer queso, grumos”, pero que el siguiente lote sería “la bomba”. Al oír eso, mi abuelo anduvo una semana con un martillo, amenazando con desheredarnos si encontraba una migaja en su plato. A mi padre le costaba más: amaba a mi madre más que a su vida (culpa suya), así que no tenía elección.
Y yo… la tía Rocío decía que los niños de hoy tenemos toda la tabla periódica en el cuerpo, que podía comerme las chocolatinas con envoltorio incluido y que, en lugar de sangre, tenía aceite de palma. Pero su producto era natural, le insistía a mi madre, y del contador Geiger de mi abuelo que se disparaba, decía: “¡Ese no manda aquí!”.
Pero ocurrió algo extraño. El queso no estaba tan mal. Claro, antes tomábamos litros de carbón activado y preparábamos salidas de emergencia por si acaso. Pero el sabor no necesitaba arreglo, y para sorpresa de todos, estaba bueno. Era cremoso, suave, con un toque de especias y un regusto a nuez. Mi madre hizo bocadillos, mi padre lo añadió a la ensalada, y hasta mi abuelo, atraído por el aroma, probó un par de trozos.
Parece que la tía Rocío ganó. Por primera vez, sus palabras coincidían con la realidad y su proyecto tuvo éxito. Aunque solo le confesó a mi madre que el queso no lo había hecho ella, sino su nuevo marido, un chef al que casi mata en su primera cita con una “sopa de queso”. El hombre pasó tres días con suero y, al despertar, dijo haber visto la luz. Entre la vida y la muerte, entendió su misión: salvar al mundo de los proyectos de la tía Rocío. Si a ella se le ocurría algo, él lo haría y dejaría que ella se llevara el mérito. Incluso se casó con ella, quizá por sentido del deber hacia la humanidad.
Desde entonces, seguimos de cerca su relación. Y rezamos con fervor para que a esa pareja les vaya bien.