El queso de la amiga de mamá

El queso de la amiga de mamá

Nadie recuerda con exactitud de dónde salió tía Carmen, la amiga de mamá. A mí me parecía que siempre había existido, como la oscuridad, las cucarachas y Raphael. Papá creía que era una agente del gobierno en la sombra, infiltrada entre la gente corriente para experimentos sociales. El abuelo, en cambio, estaba convencido de que tía Carmen era el quinto jinete del Apocalipsis, expulsado del grupo por ser demasiado entusiasta. Hasta mamá apenas podía explicar cómo se conocían. Tía Carmen era como esa llave misteriosa en el llavero: no sabes para qué sirve, pero da miedo tirarla.

Tía Carmen no tenía marido ni hijos, pero sí tiempo de sobra. Esas mujeres son más peligrosas que una epidemia. Aunque la enterraras en hormigón y la lanzaras al fondo del océano, allí mismo montaría un negocio hasta que toda la vida marina desarrollara patas para huir a tierra firme.

Si hablamos de su instinto comercial, tía Carmen tenía más bien una obstrucción. Cada año nos sometía a su nuevo proyecto, sin escapatoria posible, ni siquiera yéndote al extranjero. Tía Carmen tenía pasaporte, visados múltiples y hablaba tres idiomas con fluidez, pero en ninguno entendía la palabra «no».

En su día vendió cosméticos cubanos para el cuidado de la piel que le dejaron a mamá un bigote sedoso y una adicción incurable. Luego tejió ropa interior masculina con lana merino sintética, y ahí le tocó sufrir a papá. Le prometió «vigor masculino» y exigía reseñas tras un mes de uso. Papá la dio a los tres días. Dicen que esa noche le llamó Bertín Osborne para pedirle un autógrafo.

Al abuelo tampoco lo libraron. Tía Carmen le vendió suplementos para «limpiar el intestino y regular la presión». Al día siguiente, el abuelo salió en las noticias, y durante un mes en el pronóstico del tiempo cada vez que pisaba la calle.

Las ideas de tía Carmen eran infinitas: jabón artesanal con extracto de hiedra, dulces saludables de cilantro y cardo, productos de anguila. Podía hablar horas sobre las bondades de sus creaciones hasta que la víctima empezaba a retroceder en la evolución y se apoyaba en cuatro patas. Cuando la fe en Dios, la ciencia y el sentido común se agotaban, la comerciante ofrecía una rebaja. Y la víctima cedía. A nosotros, como «amigos íntimos», nos «tocaba» más: recibíamos muestras gratis.

Hace un mes, tía Carmen empezó a hacer queso casero y a traérnoslo en todos los estados imaginables. El olor era indescriptible. Nuestro piso no será apto para venta o alquiler en una década, igual que el portal. Solo el abuelo sonreía: ya no le obligaban a lavar calcetines y hasta lo elogiaban por su firmeza.

El queso era extraño. Rompía los ralladores, hacía estallar el microondas y se evaporaba en el horno. A veces atacaba a otros alimentos en la nevera y los convertía en más queso.

Una vez lo mezclé con unos macarrones y ketchup. El resultado fue uranio enriquecido, y ahora nuestra familia tiene prohibido salir del país siete años.

Mamá pedía paciencia. Tía Carmen aseguraba que «al primer amasado, pan duro», pero la próxima tanda sería «la bomba». Al oírlo, el abuelo anduvo una semana con un martillo, amenazando con desheredarnos si hallaba una migaja en su plato. A papá le costó más, pues amaba a mamá más que a su vida (culpa suya), así que no le quedó opción.

A mí, tía Carmen me dijo que los niños de ahora llevamos toda la tabla periódica dentro, que podía comerme las chocolatinas con envoltorio y que en mis venas corría aceite de palma. Pero su producto, según le aseguró a mamá, era natural. Del contador Geiger del abuelo, que se disparaba, dijo: «¡Ese no es quien para juzgarme!».

Pero ocurrió algo inesperado. El queso no estaba tan mal. Claro, tomamos un litro de absorbente antes y reforzamos todas las salidas biológicas por si acaso. Pero el sabor no necesitó ajustes: era suave, cremoso, con un toque especiado discreto y un regusto a nuez. Mamá lo puso en bocadillos, papá en la ensalada, y hasta el abuelo, al olerlo, aceptó un par de trozos.

Parece que tía Carmen ganó. Por primera vez, sus palabras coincidieron con la realidad y el proyecto tuvo éxito. Aunque solo a mamá le confesó la verdad: el queso lo hizo su nuevo marido, un chef al que casi mata en su primera cita con una «sopa de queso». Pasó tres días con suero y, al despertar, dijo haber visto la luz. Entre la vida y la muerte, entendió su misión: salvar al mundo de los proyectos de tía Carmen. Si a ella se le ocurría algo, él lo haría bien y dejaría que ella se llevara el mérito. Hasta se casó con ella, quizás por deber hacia la humanidad.

Desde entonces, rezamos por que esa relación funcione. Por el bien de todos.

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