**El queso de la amiga de mamá**
Nadie recuerda bien de dónde salió tía Carmen, la amiga de mi madre. A mí me parecía que siempre había estado ahí, como la oscuridad, las cucarachas o Raphael. Papá creía que era una agente infiltrada del gobierno en la sombra, enviada para experimentos sociales. El abuelo, en cambio, juraría que tía Carmen era el quinto jinete del Apocalipsis, expulsado por exceso de celo. Hasta mamá dudaba de cómo se conocían. Era como esa llave misteriosa del llavero: no sabes para qué sirve, pero da miedo tirarla.
Tía Carmen no tenía marido ni hijos, pero sí tiempo de sobra. Esas mujeres son más peligrosas que una epidemia. Si la encierras en un sótano, convertirá a las ratas en una cooperativa de artesanía. Si la tiras al mar, organizará un aquelarre submarino antes de que los peces aprendan a respirar en tierra.
Para el negocio, tía Carmen tenía un don… o una maldición. Cada año nos imponía su nuevo proyecto, y escaparse era imposible, incluso yéndose al extranjero. Tenía pasaporte, visados y hablaba tres idiomas, pero en ninguno entendía la palabra “no”.
Primero vendió cosméticos cubanos que dejaron a mamá con un bigote sedoso y adicción al contrabando. Luego tejió ropa interior masculina de merino sintético – ahí sufrió papá. Le prometió “vigor ibérico” y exigía reseñas tras un mes de uso. Papá dio su opinión a los tres días. Dicen que ese día le llamó hasta Antonio Flores desde el más allá para felicitarle.
Al abuelo le tocó suplementos para “desintoxicar y regular la presión”. Lo retrataron en las noticias y, durante un mes, en el pronóstico del tiempo – cada vez que salía a la calle.
Tía Carmen tenía ideas para aburrir: jabón artesanal con extracto de hiedra, dulces saludables de cilantro y cardo, incluso manualidades de anguila. Podía hablar horas de las bondades de sus productos hasta que uno retrocedía evolutivamente y gateaba hacia la salida. Cuando la fe en Dios, la ciencia y el sentido común flaqueaban, ofrecía descuento. Y la víctima cedía. A nosotros, como “amigos íntimos”, nos “tocaba” más: muestras gratis.
Hace un mes, tía Carmen empezó a hacer queso casero y a traérnoslo en todos los estados posibles. El olor era indescriptible. Nuestro piso no se podrá vender ni alquilar en una década – ni el portal entero. Solo el abuelo celebraba: ya no le obligaban a lavar calcetines y hasta lo elogiaban por terco.
El queso era… peculiar. Rompía los ralladores, explotaba en el microondas y se evaporaba en el horno. A veces creíamos que atacaba a otros alimentos en la nevera, convirtiéndolos en su imagen y semejanza.
Un día lo mezclé con macarrones y kétchup. El resultado fue uranio enriquecido, y ahora mi familia tiene prohibido salir de España siete años.
Mamá pedía paciencia. Tía Carmen juraba que “al primer queso, grumos”, pero la siguiente tanda sería “la bomba”. El abuelo, al oírlo, amenazó con desheredarnos si una migaja entraba en su plato. A papá no le quedó opción – ama a mamá más que a su cordura (culpa suya).
En cuanto a mí, tía Carmen soltó que los niños de hoy ya traemos la tabla periódica en las venas, y que puedo digerir hasta el papel de aluminio. “Él tiene aceite de palma en la sangre –dijo a mamá–. ¡El mío es natural!”. Ignoró el dosímetro del abuelo que pitaba como una alarma antiaérea: “¡Eso no es fiable!”.
Pero pasó algo inesperado: el queso no estaba mal. Claro, tomamos litros de antidiarreico antes y reforzamos las salidas de emergencia. Pero el sabor… no podíamos negarlo. Era cremoso, suave, con un toque especiado y dejos de nuez. Mamá hizo bocadillos, papá lo añadió a la ensalada, y hasta el abuelo, olfateando desde el salón, probó dos trozos.
Parece que tía Carmen ganó. Por primera vez, sus palabras no fueron humo, y su proyecto triunfó. Aunque luego confesó a mamá que el queso lo hacía su nuevo marido –un chef–, a quien casi mata en su primera cita con una “sopa de queso”. El pobre estuvo tres días con suero y, al despertar, juró que había visto la luz: su misión era salvar al mundo de los inventos de tía Carmen. Si a ella se le ocurría algo, él lo haría bien –y ella se llevaría el mérito. Hasta se casaron, quizá por deber planetario.
Desde entonces, rezamos por su matrimonio. Que dure. Por el bien de la humanidad.