El queso de la amiga de mamá

El Queso de la Amiga de Mamá

Nadie recuerda bien de dónde vino la tía Concha, la amiga de mamá. A mí me parecía que siempre había existido, como la oscuridad, las cucarachas y Alejandro Sanz. Papá sospechaba que era una agente del gobierno en la sombra, infiltrada entre la gente corriente para experimentos sociales. El abuelo, en cambio, estaba convencido de que la tía Concha era el quinto jinete del Apocalipsis, expulsado del grupo por exceso de entusiasmo. Hasta mamá dudaba de cómo se conocían. La tía Concha era como esa llave misteriosa en el llavero: no sabes para qué sirve, pero da miedo tirarla.

La tía Concha no tenía marido ni hijos, pero sí tiempo de sobra. Esas mujeres son más peligrosas que una epidemia. Si la enterrabas en cemento y la lanzabas al fondo del mar, hasta ahí mismo organizaría algo, hasta que la fauna marina desarrollara piernas para escapar a tierra firme.

En cuanto a olfato comercial, la tía Concha tenía una obstrucción total. Cada año nos imponía su nuevo proyecto, y huir era imposible, incluso al extranjero. Pasaporte, visados múltiples, tres idiomas fluidos… pero en ninguno entendía la palabra “no”.

Antes vendía cosméticos cubanos que dejaron a mamá con un bigote sedoso y una adicción incurable. Luego tejía ropa interior masculina de merino sintético, y ahí sufrió papá. Le prometió “energía viril” y exigía reseñas tras un mes de uso. Papá dio la suya a los tres días. Cuentan que esa noche, Antonio Banderas le llamó pidiendo un autógrafo.

Al abuelo también le tocó. Le vendía suplementos para “limpiar el intestino y regular la presión”. Lo entrevistaron en las noticias durante una semana, y al mes aún salía en el pronóstico del tiempo cada vez que pisaba la calle.

Ideas no le faltaban: jabón artesanal con extracto de hiedra, dulces saludables de cilantro y cardo, artesanías de anguila. Podía hablar durante horas sobre sus productos hasta que la víctima, en plena regresión evolutiva, se ponía a cuatro patas. Cuando la fe en Dios, la ciencia y el sentido común se agotaban, ofrecía un descuento. Y la víctima cedía. A nosotros, como “amigos íntimos”, nos “tocaba” más: recibíamos muestras gratis.

Hace un mes, la tía Concha empezó a hacer queso casero y nos lo traía en todos los estados imaginables. El olor era indescriptible. Nuestro piso no se podrá vender ni alquilar en una década, como el resto del edificio. Solo el abuelo celebró la noticia: ya no le obligaban a lavar calcetines y hasta lo felicitaban por su firmeza.

El queso era raro. Rompía los ralladores, explotaba en el microondas y se evaporaba en el horno. A veces atacaba a otros alimentos en la nevera, convirtiéndolos en algo similar.

Una vez lo mezclé con macarrones y kétchup. El resultado fue uranio enriquecido, y ahora tenemos prohibida la salida del país por siete años.

Mamá pedía paciencia. La tía Concha juraba que “la primera vez sale regular”, pero la siguiente tanda sería “la bomba”. El abuelo, al oírlo, pasó una semana con un martillo, amenazando con desheredarnos si una migaja caía en su plato. A papá le costó más: amaba a mamá más que a su vida (culpa suya), así que no tuvo elección.

Yo, según ella, ya tenía “toda la tabla periódica en la sangre” y podía comerme las chocolatinas con envoltorio incluido. “¡Mi queso es natural!”, insistía, mientras el contador Geiger del abuelo se disparaba. “¡Eso no es fiable!”, decía.

Pero ocurrió algo extraño. El queso no estaba mal. Claro, tomamos litros de adsorbente antes y reforzamos todas las salidas biológicas por si acaso. Pero el sabor… no hizo falta modificarlo. Era suave, cremoso, con un toque especiado y un final de nuez. Mamá preparó bocadillos, papá lo añadió a la ensalada, y hasta el abuelo, olfateando desde la cocina, probó un par de trozos.

La tía Concha, al fin, triunfó. Por primera vez, sus palabras coincidieron con la realidad. Aunque solo le confesó a mamá la verdad: el queso lo hacía su nuevo marido, un cocinero que casi mata en su primera cita con una “sopa de queso”. Pasó tres días con suero, y al despertar, dijo haber visto la luz. Entre la vida y la muerte, entendió su misión: salvar al mundo de los proyectos de la tía Concha. Si a ella se le ocurría algo, él lo haría bien, y ella se llevaría el crédito. Incluso se casó con ella, quizá por deber planetario.

Desde entonces, rezamos por esa relación. Por el bien de todos.

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