El que mira por la ventana
Cada noche, exactamente a las ocho, Javier apagaba la luz de la cocina y se sentaba junto a la ventana. Ese ritual era su salvación, el hilo al que se aferraba para no desmoronarse. El día terminaba en ese instante, donde podía quedarse quieto, sin hablar, sin explicaciones, simplemente existir.
En la ventana de enfrente, en el séptimo piso de aquel edificio antiguo de la calle Olivo, se encendía una tenue luz amarilla. No de inmediato, sino con un parpadeo lento, como si alguien dudara: ¿merece la pena encenderla? ¿Molestará? ¿No es demasiada luz para tanta oscuridad? Javier conocía aquel titileo de memoria; era una señal. Algo iba a suceder. Nada ruidoso, nada para todos. Solo para quien supiera esperar.
Entonces aparecía ella. Delgada, con un pañuelo que se ajustaba o retiraba sin prisa. A veces con una taza, otras con un libro. Y en ocasiones, con una expresión de cansancio que hacía pensar que el día no había durado veinticuatro horas, sino una eternidad. Se sentaba junto al cristal, no mirándolo directamente, pero como si ambos observaran lo mismo: el crepúsculo, el reflejo, el silencio. Javier la llamaba, mentalmente, “la mujer de la ventana”. Sin nombres, sin palabras. Solo luz y sombra.
No se conocían. Él ignoraba su nombre, jamás había escuchado su voz. Pero cada aparición era un reconocimiento mutuo: tú estás vivo, yo también estoy aquí. Noche tras noche, Javier posponía todo hasta las ocho. Después, solo existía la ventana. Como si lo demás perdiera sentido, y solo aquel pequeño momento le recordara que seguía respirando. Empezaba a vivir al anochecer. Justo el tiempo que duraba su silueta bajo aquella luz.
Hacía dos años que Javier había perdido a su esposa. Rápido, cruel, sin piedad. Ni siquiera tuvo tiempo de asustarse. Diagnóstico, quimioterapia, oxígeno, silencio. La muerte no llegó con dramatismo; solo apagó su vida como quien corta la luz de un portal. Él se quedó. Solo. No viudo, sino sombra. Al principio, bebió. No por olvidar, sino porque no sabía cómo llenar el vacío. Después, se encerró en el mutismo. No por resentimiento, sino porque dentro… no quedaba nada.
Contaba gotas del grifo. El chirrido del ascensor. Los tonos de llamada. Trabajaba desde casa, mecánicamente, sin alma. Los amigos desaparecieron. Unos solos. A otros, los alejó él. La vida se convirtió en un vacío opaco. Hasta que, una primavera, apareció ella.
Al principio, solo vio una sombra. Un perfil. Luego, el rostro. Una mirada serena, sin curiosidad, sin invadir. Solo eso. Neutral. Reconfortante. Sin exigir nada.
Una vez llegó tarde. Venía de la farmacia y vio que la luz ya estaba encendida. Ella estaba allí. Sin libro, sin taza. Solo sus ojos y una quietud tensa. Como si esperara. O recordara. Él se acercó a la ventana, tímido, conteniendo el aliento. Levantó la mano, apenas un gesto, sin esperar respuesta. Ella no reaccionó, pero tampoco apartó la mirada. Se quedó. Y eso bastó para que algo en él se conmoviera.
Al día siguiente, ella no apareció. La luz seguía encendida, pero la ventana estaba vacía. Solo el gato, agazapado, con la cola rodeando sus patas. Miraba hacia abajo, directo a él. Como si supiera. Como si dijera: espera.
Javier no podía estarse quieto. El corazón le latía con fuerza. No por miedo, sino por algo casi olvidado: inquietud. Preocupación. Incluso salió a la calle, rodeó el edificio y se plantó frente al portal de enfrente, mirando hacia arriba. La misma ventana. El mismo silencio. No se atrevió a llamar. Era su pacto no dicho: estar cerca, sin cruzar límites.
Dos días después, ella regresó. Lenta, como caminando entre algodones. Llevaba un vendaje en el brazo. Sus movimientos eran medidos, pero su mirada seguía igual, solo más profunda. Más firme. Él levantó la mano de nuevo, con cierta inseguridad. Y ella… le respondió. Con la palma cansada, pero clara. Un gesto que decía: estoy aquí. Te veo.
A la mañana siguiente, encontró un papel bajo su puerta. Sin sobre, doblado por la mitad, con marcas en los bordes, como si lo hubieran sostenido mucho antes de dejarlo allí. La letra era femenina, redondeada:
*”Gracias por mirar. Yo también lo hago. Es importante.”*
Leyó esas líneas una y otra vez. Como un conjuro. Como prueba de que nada era en vano. Que el silencio podía hablar. Que podías ser visto, aunque nadie pronunciara tu nombre. Aunque no supieras quién eras sin ella.
Volvió a sentarse junto a la ventana. La luz se encendió. Ella apareció. Y ya no hubo soledad, ni distancia. Solo estaban ellos. Dos siluetas frente al cristal. Dos vidas que ya no resonaban en el vacío.
A veces, para seguir adelante, no hacen falta palabras grandilocuentes. Ni promesas. Basta con que alguien, aunque sea al otro lado de la calle, te note. Que alguien te vea. Que puedas decir, sin voz: *estoy aquí*. Y recibir, no una respuesta hablada, sino luz.
Esa luz que se enciende cada noche en la ventana de enfrente.