El próximo paso es mío

**El próximo paso es mío**

—Valentina García, ¿te has vuelto loca? —La voz de Luisa, la directora del colegio, cortó el silencio de la sala de profesores—. ¿A los cincuenta y ocho años quieres dejar la escuela? ¿Adónde irás, dime por piedad?

Valentina apiló con cuidado los manuales pedagógicos, sin levantar la mirada. Sus manos temblaban, pero se esforzaba por disimularlo.

—Iré a alguna parte, Luisa. De algún modo.

—¿Entiendes lo que estás haciendo? ¡Treinta y seis años en esta escuela! Eres una docente respetada, los niños te adoran, los padres siempre elogian tu labor… Y dentro de dos años tendrás una buena pensión. ¿Qué harás en casa?

Valentina alzó por fin la mirada. Sus ojos brillaban con lágrimas que se negaba a derramar.

—¿Y qué hago aquí? Todos los días lo mismo. Clase, clase, clase… Corrección de cuadernos hasta la medianoche, preparando lecciones como si no supiera estos programas de memoria desde hace cuarenta años. Los niños… —Hizo una pausa, pasándose una mano por el rostro—. Los niños ya no son los mismos, Luisa. No me escuchan.

—¡Tonterías! Ayer mismo María Ruiz decía que su hijo Javier solo entiende las matemáticas gracias a ti.

—Entiende… —Valentina esbozó una sonrisa amarga—. ¿Y qué hace en los recreos? Pegado al móvil, como todos. Le pregunto algo y murmura sin sentido. Explico un problema y mira por la ventana. Y en casa, hasta las tres de la madrugada, enganchado a esos videojuegos.

Luisa suspiró profundamente y se acercó a la ventana.

—Valen, ¿por qué te atormentas así? Los tiempos cambian, los niños son diferentes… ¡Pero hay que enseñarles! Si no nosotros, ¿quién lo hará?

—No lo sé —respondió Valentina en voz baja—. La verdad es que ya no lo sé.

Camino a casa, Valentina recorrió los patios de siempre, contando mecánicamente los peldaños de la escalera. Dieciocho, diecinueve, veinte. Siempre veinte hasta el tercer piso. Todo en su vida era predecible, medido al minuto.

—¡Mamá, qué temprano hoy! —Laura, su hija, asomó sorprendida desde la cocina—. ¿Pasa algo?

—He presentado mi resignación —respondió Valentina, yendo directo a su habitación.

—¿Qué renuncia? Mamá, ¿qué haces? —Laura la siguió corriendo.

—Me voy del colegio.

Laura se quedó petrificada, agarrándose luego al marco de la puerta.

—¿Estás enferma? ¿Tienes fiebre? —Se abalanzó sobre su madre, palpando su frente.

—Déjame, Laurita. No estoy enferma. Simplemente lo he decidido.

—¿Decidido? Mamá, ¿te das cuenta de lo que dices? —Laura se sentó al borde de la cama—. Tienes un trabajo estable, buenos compañeros, tu sueldo… Pequeño, pero seguro. ¿Y ahora qué? ¿Quedarte en casa? ¡Eso es buscar una depresión!

Valentina se quitó las zapatillas, masajeándose los pies cansados.

—¿Y qué tengo ahora? ¿Alegría? ¿Felicidad? —Miró a su hija con ojos agotados—. Laura, cada mañana me levanto como si fuera al patíbulo. Voy al colegio como un preso a trabajos forzados. Explico lo mismo por centésima vez mientras pienso: ¿cuándo terminará esto?

—Mamá, ¡eso nos pasa a todos! Se llama desgaste profesional. Necesitas vacaciones, descansar…

—¿Descansar? —Valentina soltó una risa ahogada—. Cariño, llevo cuarenta años sin parar. Todos los días al colegio, todas las noches con cuadernos, los fines de semana preparando lecciones. Cada verano, cursos de formación o la huerta de la abuela. ¿Cuándo he descansado?

Laura calló, jugueteando con el dobladillo de su blusa.

—¿Y qué dirá Andrés? —preguntó finalmente.

—¿Qué tiene que ver Andrés?

—Pues… Ustedes son…

—¿Somos qué? —Valentina se volvió hacia ella—. Nos vemos una vez por semana, los domingos. Vamos al cine o al teatro. Luego él me acompaña a casa, me da un beso en la mejilla y se marcha. Así llevamos tres años.

—Pero ustedes planean…

—¿Planear? —Valentina se levantó, acercándose al espejo—. Laura, mírame. ¿Qué ves?

Laura encogió los hombros, incómoda.

—Veo a mi madre.

—Y yo veo a una mujer mayor. Canas que tiño cada mes en la misma peluquería. Arrugas que aumentan cada año. Manos que solo saben de tiza y cuadernos. Ojos que han olvidado brillar. Y lo peor: no recuerdo la última vez que reí de verdad. No una sonrisa educada, sino una carcajada sincera.

Laura se acercó y la abrazó por los hombros.

—Mamá, no digas eso. Eres hermosa, inteligente…

—¿Inteligente? —Valentina se apartó—. Si lo fuera, no habría vivido como si otro trazara mi camino. Escuela, universidad, trabajar en el mismo colegio donde estudié. Casarme con el primero que me lo pidió. Divorciarme, tenerte a ti… Y después, solo trabajo. ¿Dónde quedé yo? ¿Dónde está Valentina? No la profesora, la madre, la exesposa. Solo Valentina. La perdí en algún lugar del trayecto.

La puerta del pasillo se abrió, y apareció el nieto, David, de diez años.

—¡Abuela Vale! —gritó—. ¿Qué hay para cenar?

—Ahora mismo, tesoro —respondió Valentina, secándose los ojos—. Laura, hablamos luego.

David entró como un vendaval, arrojó su mochila al suelo y se aferró al cuello de su abuela.

—Abuela, ¿puedo ir hoy a ver a Pablo? ¡Compró un videojuego nuevo con unos monstruos alucinantes!

—¿Terminaste los deberes?

—Casi… Solo queda mates, pero son fáciles. ¿Puedo?

Valentina lo miró. Sus ojos vivaces, sus manos inquietas… Toda la vida por delante.

—David, dime: ¿qué quieres ahora mismo, más que nada en el mundo?

El niño reflexionó, rascándose la nuca.

—Que no se acaben las vacaciones. Que mamá no me regañe por las notas. Que papá venga a mi cumple, como prometió. Y… un perro, pero mamá no quiere —Miró a su abuela con seriedad—. ¿Y tú qué quieres, abuela?

Valentina lo atrajo hacia sí.

—Cariño, la verdad es que ni lo sé. Llevo tanto tiempo sin preguntármelo que he olvidado qué se siente al desear algo para mí.

—¿Cómo? —David frunció el ceño—. ¿Siempre tuviste todo lo que quisiste?

—No, cielo. Dejé de desear. Pensé que a mi edad era absurdo soñar.

David meditó sus palabras.

—Pero el abuelo Pepe dice que nunca es tarde. Él se mudó al campo a los setenta y ahora cultiva tomates. Dice que siempre soñó con la tierra, pero trabajó en una fábrica.

—Tu abuelo es un sabio —sonrió Valentina—. Ve a hacer los deberes. Luego vas a lo de Pablo.

David salió corriendo, y Valentina se quedó sentada en la cama. Las palabras del niño resonaban en su cabeza. *Nunca es tarde*. ¿Qué soñaba de pequeña? Viajar, ver el mar, serY al amanecer, con las maletas preparadas y el viejo álbum de dibujos bajo el brazo, Valentina miró por última vez el apartamento que había sido su prisión y su refugio, sabiendo que por fin, después de tantos años, el mar dejaría de ser solo un sueño pintado en papel amarillento.

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