**El pretendiente “adecuado”**
Alicia estaba junto a la ventana, contemplando el patio desierto. La nieve pisoteada brillaba bajo restos de serpentinas, y los arbustos desnudos atrapaban jirones de espumillón navideño. La ciudad parecía dormida, agotada tras la interminable noche de Fin de Año. Dentro de ella, Alicia sentía el mismo vacío.
¿Cómo había podido engañarse así? ¿Por qué no notó la falsedad? Ahora todo era claro, pero antes… Diego parecía inteligente, cariñoso, un poco resentido con su padre. *Parecía*, solo eso. Y ella creyó que la amaba.
El chasquido de la cerradura la sobresaltó. Tenía preparado un discurso, pero las palabras se evaporaron. Pasos silenciosos se detuvieron a su espalda. Contuvo la respiración mientras un aliento cálido le erizaba la nuca.
—Ali… —susurró él, apoyando la cabeza en su hombro.
Ella se apartó.
—¿Sigues enfadada? —preguntó Diego con voz melosa—. No sé qué me pasó. Él te miraba así… Los celos me cegaron. —Esperó una respuesta, pero Alicia calló—. Tú también tienes culpa. Sonreías, te pegabas a él, no le quitabas los ojos. No lo soporté.
—No inventes. Solo bailábamos —dijo Alicia, seca.
—Perdóname. Celé. Es normal cuando amas. —Intentó girarla, pero ella se liberó con un gesto—. Venga, Ali, es ridículo. Ya me disculpé.
—No debes disculparte ante mí. —Por fin lo miró, pero volvió la vista al instante.
—Fui al hospital. Pedí perdón a tu *marinero*. —Una chispa de odio brilló en sus ojos, invisible para ella—. No denunció. Me soltaron. Olvidémoslo. Cuando salga, vendrá, brindaremos como amigos.
Alicia se volvió brusca.
—¿*Nosotros*? ¿*Olvidar*? ¿*Brindar*? No hay ningún *nosotros*. Ni lo habrá. Deja las llaves y vete.
—¿Ah, sí? ¿Para traerlo a *él* aquí? —La dulzura se esfumó—. Qué ingenua eres.
—Vete. No quiero verte. Me mentiste. —La rabia y el dolor rompieron su compostura.
—Debería haberte dado una lección a ti también. ¿Recuerdas lo que me dijiste? —La agarró del brazo, apretando hasta hacerla gritar, y la obligó a mirarlo—. En tus ojos solo vio odio.
—Suéltame, me duele —suplicó ella.
—He perdido demasiado tiempo contigo. No, cariño, no me iré. ¡Te casarás conmigo! —Sacó un anillo del bolsillo—. No pude dártelo a tiempo. —Le levantó la mano, forcejeando para ponérselo.
Alicia luchó, pero él apretó más fuerte.
—¡No quiero casarme contigo! —Las lágrimas brotaron—.
—Lo harás… si quieres que tu marinero siga respirando.
—No te atreverías.
—Oh, sí me atreveré…
***
—Me voy mañana —dijo Adrián.
Le gustaba Alicia. Mucho. Pero temía decirle la verdad. Acababan de empezar a salir.
—¿Adónde?
—A Cádiz. Entré en la Escuela Naval. Perdón por no decírtelo antes. No estaba seguro.
—¿Al menos llamarás? —preguntó ella, cabizbaja.
—No pongas esa cara. ¿Qué podemos hacer? Aquí no hay mar. Ali, no quiero que te sientas obligada a esperarme. Estaré años estudiando, luego zarparé por meses… No sabes lo duro que es aguantar eso.
—No decidas por mí —replicó ella, alzando la mirada.
—Tú también estudiarás. En la universidad habrá muchos chicos…
—¡Pues vete! —gritó Alicia, dándose la vuelta.
—¡Ali! —Adrián casi la sigue, pero se detuvo.
Se quedó un momento quieto antes de marcharse, lento, hacia casa.
Qué feliz fue Alicia cuando él volvió en Navidad. Cine, paseos… Él hablaba de Cádiz, de sus estudios, del mar. Ella escuchaba, soñando con que la besara.
Pero solo rozó su mejilla helada y se fue. Al día siguiente, partió hacia la academia.
Sí, en la universidad había muchos chicos. La cortejaban. Pero ninguno era Adrián. Él llamaba poco, preguntaba por sus estudios como un amigo. Si ella mencionaba que lo echaba de menos, cambiaba de tema.
En primavera murió la tía de su padre. Sin hijos, alejada de la familia, todos se sorprendieron cuando dejó su enorme piso del centro a Alicia.
—Cuando te cases, vivirás ahí —dijo su madre, soñadora—.
Alicia decidió no mencionarlo en clase. Pero se le escapó. Algunos la envidiaron; otros, la llamaron arrogante. El delegado preguntó si podrían hacer fiestas allí.
En segundo curso, conoció a Diego Méndez, un estudiante mayor. Hablaron en la cafetería, empezaron a salir. Adrián estaba lejos, sin promesas. ¿Y si él también conocía a alguien en Cádiz?
—¿Méndez? ¿No será hijo del teniente de alcalde? —preguntó su padre una vez.
—No lo sé —se encogió ella.
—Pregúntale. Buen partido, ese chico.
Alicia lo tomó a broma, pero al final le preguntó.
—Sí. No se lo dije a nadie. ¿Cómo lo supiste?
—Fue mi padre. Le caes bien.
—Él es normal. El mío… Un pesado. No me deja vivir. Quiero graduarme y largarme. Alquilaré un piso, lejos de ellos.
Esa noche, Alicia sugirió alquilar el piso de la tía. Su padre aceptó al instante.
—Que viva ahí. Barato, pero que pague algo —rió—.
Diego se emocionó. La levantó en brazos, la besó.
—Eres increíble, Ali. Voy a hablar con mis padres. No te preocupes, soy mayor. Mi madre quiere que me case. —La abrazó.
Todo aceleró. Si Alicia dormía en su casa, sus padres protestaban poco. Ya la veían casada con el hijo del teniente de alcalde.
Pero a ella le extrañaba que Diego evitara hablar de su familia. Cambiaba de tema si preguntaba. Algo no encajaba.
Tras graduarse, Diego entró en una empresa normal, “para fastidiar a su padre”. Poco después, le propuso matrimonio. Ella dijo que no.
—¿Por qué correr? Terminaré la carrera…
El tiempo voló. Llegó otra Navidad. Una amiga invitó a celebrar en su casa rural.
—Trae a tu *importante* novio. Será divertido.
—¿Cómo sabes lo de Diego?
—Topé con tu madre. ¡Menuda callada! Espero no olvidarme de mí cuando seas una señora.
—No voy a casarme —refunfuñó Alicia.
Llegaron temprano. Pronto, los coches llenaron la entrada.
—¿Dónde dormirá tanta gente? —preguntó Alicia.
—¿Venís a dormir? —rió la amiga—. ¡Esto es una fiesta!
La mesa estaba puesta, el árbol brillaba, nevaba fuera. Los chicos hicieron una barbacoa. Diego bebió con ellos. Luego, bailes. La amiga pidió ayuda para lavar platos.
—Espera —la detuvo Diego—. El año nuevo es buen momento para empezar de cero. Ya casi terminas. No te presiono, pero sabes cómo me siento. —Mete la mano en el bolsillo.
—AmigosLa puerta se abrió de golpe, revelando a Adrián, con el rostro aún marcado por los moratones pero con una sonrisa que iluminaba la habitación más que las luces de Navidad, y en ese instante Alicia supo que, después de todo, los sueños más frágiles a veces son los que resisten la tormenta.