El Novio
Después de cenar, Jimena se recostó en el sofá con las piernas encogidas y cogió un libro. Justo cuando se sumergía en las aventuras de la protagonista de la novela, entró su madre con el teléfono vibrando en la mano. En la pantalla entera sonreía Lola Borrego.
Jimena, resignada, dejó el libro y contestó la llamada, lanzando una mirada elocuente a su madre. Esta, al fin, entendió que molestaba y salió de la habitación. Aunque Jimena no dudaba ni por un segundo que su madre se quedaría junto a la puerta, escuchando.
Pasaron cinco minutos de charla trivial con su amiga. Entonces Lola mencionó que la invitaba a su cumpleaños, que celebrarían el sábado en la casa de campo.
—Pero si ya lo festejaste hace un mes. ¿O no? —preguntó Jimena, sorprendida.
—¿Qué más da? Estoy dispuesta a celebrarlo todos los días. Solo es una excusa para vernos.
—¿Y para qué? Podríamos quedar sin excusas —dijo Jimena.
—No, tiene que haber intriga, anticipación. Viene un amigo de mi Dani desde Alemania. Él no sabe cuándo es mi cumple. Si piensa que solo quiero concertar una cita, puede rechazarlo. Pero un cumpleaños es más serio. Lucía, ¿te acuerdas de ella? Se puso como loca cuando supo que venía. Él es director de cine, o algo parecido, no sé. El caso es que está metido en ese mundo, y Lucía está obsesionada con actuar. No me deja en paz, como una mosca.
—Ah, ya entiendo. ¿Y yo para qué vengo?
—¿Cómo que para qué? Es mi cumple —Lola empezaba a irritarse.
—¿Para hacer bulto? —Jimena finalmente lo comprendió—. ¿Y por qué en la casa de campo? Si todavía hay nieve…
—No seas tonta, Jimi. Para que no se escape —Lola soltó una carcajada, orgullosa de su plan—. ¿Vienes? Lo pasaremos bien, haremos una barbacoa. Todavía tenemos el árbol de Navidad puesto. Después de las fiestas nunca nos animamos a ir a desmontarlo. Y con la nieve, ni siquiera podríamos llegar ahora. Venga, por mí, ¿vale?
—Está bien —suspiró Jimena.
Aceptó solo porque faltaban cuatro días para el sábado. Mucho podía pasar: que se pusieran enfermas, o cualquier otra cosa que cancelara el plan.
Dejó el teléfono, y al instante entró su madre.
—¿Adónde te invitaba?
—Mamá, si lo has oído todo —Jimena esbozó una sonrisa burlona.
Su madre ni se inmutó.
—Pues vete. Siempre encerrada. Casi los cuarenta y ni un novio a la vista. No voy a conocer a mis nietos nunca.
—Mamá, los novios no son flores silvestres, no crecen en el campo —bromeó Jimena—. Tengo treinta y dos, faltan ocho años para los cuarenta. Y los niños deben nacer por amor, no porque tú quieras nietos…
Su madre apretó los labios, hizo un gesto de desprecio y salió, pero regresó al segundo y se plantó frente a Jimena.
—Todo el día leyendo. Vives vidas ajenas mientras la tuya se escapa. Los libros no te ayudarán a casarte. El tiempo pasa…
—Me has oído, iré. A lo mejor te traigo nietos de allí —volvió a bromear Jimena.
Su madre movió la cabeza, ofendida.
—Perdona, mamá —Jimena se levantó del sofá y la abrazó.
El viernes, Lola llamó de nuevo para recordarle la salida. Le dijo que se vistiera elegante, para no quedar mal frente al invitado extranjero, y que ella y su marido la recogerían a las siete en punto.
—¿Tan temprano? —protestó Jimena.
—Es el viaje, hay que calentar la casa, preparar todo… Apenas dará tiempo antes del anochecer.
A las seis de la mañana sonó el despertador. Jimena no recordaba por qué lo había programado tan temprano un día festivo. Entró su madre y le dijo que el desayuno estaba listo.
Entonces recordó la casa de campo, el cumpleaños, y gimió. Adiós a un fin de semana tranquilo. Se arrastró hasta el baño. Una hora después, al salir a la calle, el coche del marido de Lola ya esperaba frente al portal. Jimena se sentó en el asiento trasero y saludó con gesto adusto.
—No pongas esa cara. Puedes dormir durante el trayecto —concedió su amiga, magnánima.
Durante todo el viaje, Lola no paró de hablar. «¿Cómo aguanta Dani su compañía?», pensó Jimena, y pronto se durmió.
En la urbanización era todo hermoso y desierto. La nieve virgen cubría los jardines, salvo las huellas oscuras de los neumáticos en los caminos entre las casas. Eso significaba que no estarían solos en aquel paisaje invernal.
Dentro de la casa, efectivamente, había un enorme árbol de Navidad artificial. Por un instante, Jimena sintió que habían retrocedido dos meses y medio, y que habían ido a recibir el Año Nuevo allí. Dani se puso manos a la obra con la chimenea, y el olor a leña y resina le trajo recuerdos de infancia.
Apenas prendieron los troncos, llegaron otros dos coches. Jimena y Lola miraron por la ventana cómo salían de uno unos conocidos y Lucía. Del otro, un alto desconocido con gafas.
—¿Ese es el director de cine? No parece mucho —comentó Jimena, escéptica.
—¿Tú has visto muchos directores en tu vida? —replicó Lola.
El grupo se acercó a la casa. Lucía saltaba como una cabrita, se hundía en la nieve y reía a carcajadas, anunciando su llegada a todo el que hubiera decidido pasar el fin de semana allí.
—Deja de mirar —dijo Lola, alejándose de la ventana.
Fue a recibir a los recién llegados, mientras Jimena se dirigió a la cocina a sacar la comida de las bolsas.
—¿Tu amigo es realmente director? —le preguntó a Dani.
No tuvo tiempo de responder, porque la casa se llenó de ruido: pisadas, gritos y, por encima de todo, la risa frenética de Lucía, que corrió hacia el árbol. El director entró en la cocina con más bolsas, le dio la mano a Dani y asintió a Jimena, deteniendo su mirada en ella.
—¿Necesitas ayuda? —preguntó él.
La cocina se abarrotó al instante, todo era bullicio y calor. La leña crepitaba, el fuego rugía en la chimenea. Jimena pensó que había hecho bien en venir.
Después de picar algo y tomar té, los hombres salieron a preparar la barbacoa, y las mujeres se pusieron a cortar ensaladas y cocer patatas…
En la mesa sonaron los brindis y las felicitaciones, Lola aceptó los regalos sin vergüenza alguna. Luego empezaron a bailar. Lucía se colgaba del director, que se llamaba Pablo, sin el menor pudor. Él apenas bebía y era el más sobrio de todos. Cuando Lucía salió un momento, él invitó a bailar a Jimena.
—¿De verdad vienes de Alemania? ¿Hace mucho que vives allí? —preguntó ella.
Pablo intentó responder, pero la música era demasiado alta, y Jimena optó por callar. Volvió Lucía, puso una canción más movida y empezó a bailar frente al árbol, a punto de tirarlo. Varias bolas se rompieron, y todos se apresuraron a recoger los trozos…
Aprovechando el alboroto, JimenaJimena salió sigilosamente, se abrigó con su chaqueta, calzó las botas y se deslizó hacia la libertad de la noche estrellada, donde Pablo la esperaba para comenzar una nueva aventura lejos del ruido y las falsas apariencias, bajo un cielo que parecía brillar solo para ellos.