Oye, te cuento esta historia como si estuviéramos tomando un café…
—Mamá, ¿te has vuelto loca?
Las palabras de su hija le clavaron un puñal a Lidia en el costado. Duele. Siguió pelando patatas en silencio, apretando el cuchillo con más fuerza.
—¡Ya somos el hazmerreír del barrio! Bueno, papá… es un hombre, pero tú… ¡una mujer! ¡El alma de la casa! ¿No te da vergüenza?
Una lágrima rodó por la mejilla de Lidia, luego otra… Pronto eran un torrente, pero su hija no paraba.
Constantino, su marido, estaba sentado en una silla, los hombros caídos, el labio torcido.
—¡Papá está hecho polvo, ¿y tú qué?! ¡Necesita cuidados! —Kike sollozó—. ¿Así se hacen las cosas? Mamá, él te dio toda su vida, criamos a una hija juntos, ¿y ahora qué? ¿Enferma y tú mirando a otro lado? Así no, cariño…
—¿Y cómo es entonces? —preguntó Lidia en voz baja.
—¡¿Qué?! ¡¿Te estás burlando?! ¡Papá, oye, se está burlando!
—Mari Carmen, como si yo no fuera tu madre, sino tu peor enemiga… Ay, cómo te preocupas por tu padre…
—¡Mamá! ¡¿Qué estás inventando?! ¡Ya basta! Llamo a las abuelas, que ellas te pongan en tu sitio. ¡Qué vergüenza!
—¿Te imaginas? —resopló Mari Carmen, volviéndose hacia su padre—. Voy saliendo de la uni y los veo… ¡paseando por el parque, del brazo! Él le recita poemas, seguro que los escribe él, ¿verdad, mamá? ¿De amor, no?
—Mala eres, Mari Carmen. Mala y tonta. Demasiado joven…
—¡Ni un ápice de arrepentimiento! ¡Voy a llamar a las abuelas!
Lidia se enderezó en silencio, alisó los pliegues de su vestido, sacudió motitas invisibles. Se levantó.
—Vale, familia. Me voy.
—¿Adónde, Lidita?
—Me voy de tu lado, Kike.
—¡¿Qué dices?! ¡¿Adónde?! ¡¿Y yo?!
Su hija gritaba furiosa por teléfono en ese momento.
—¡Ma-a-ri Carmen! —aulló Kike como en un velorio—. ¡Mari Carmeeen!
—¡¿Qué, papá?! ¡¿Te duele la espalda?! ¡¿Dónde?!
—Ay, ay… Mari… ella… tu madre… dice que se va…
—¡¿Cómo que se va?! ¡¿Adónde?! ¡Mamá, ¿qué se te ha ocurrido a estas alturas?!
Lidia sonrió con ironía. Empezó a guardar sus cosas en la maleta con cuidado.
Ya había estado a punto de irse, pero Kike se puso malo—la lumbago le dio fuerte. ¡Cómo se quejaba, cómo lloriqueaba!
—Lid… creo que tengo una hernia…
—En la resonancia no salió nada.
—¡¿Y qué saben esos médicos?! ¡Primero no te dicen nada a propósito!
—¿Ah, sí? ¿Y por qué?
—¡Para sacarte dinero! Al compadre Paco del trabajo le pasó igual… pomadas, pastillas, y de repente—¡zas! ¡Hernia! Y rara, ¡ni nombre tenía!
Entonces no se fue. No pudo abandonar al «pobrecito».
Pero ahora…
—¿Cuánto te queda por vivir, Lid? —le decía su amiga Lola—. Trabajas para ellos como una mula. ¿Qué te ha dado Kike de bueno? ¡Na-da! —golpeó la mesa con la palma de la mano.
—¡Toda su juventud de juerga! ¡Como un perro! ¡Esa peluquera… cómo se llamaba…!
—Pili.
—¡Esa! La llevaba como a una vaca en un anuncio de turrón. ¡Y tú, con dos trabajos y haciendo horas extra, mientras él en el sofá!
—Lola, parece que odias a Kike… —murmuró Lidia, mirando a los ojos de su amiga.
—Te lo digo.
Lidia se encogió.
—No tengo motivos para querer a tu «encanto». Recuerdo cómo se me insinuó. Celebrábamos su cumple en la casita de campo, yo me pasé de vino, me dormí… Desperté—¡él con una mano tapándome la boca y la otra bajo mi blusa!
¿Lo peor? Su madre estaba en la cama de al lado… mirando. Luego me dijo: «Tú te lo buscaste, provocando a mi Kikito». Me amenazó: si te lo contaba, diría que fui yo la que se le tiró.
Así fue.
Lidia guardó silencio.
¿Cómo no lo había visto antes?
Recordó cómo las otras mujeres presumían de regalos, viajes juntos… ¿Y ella? Una aspiradora. Una vaporera, porque a Kike le gustan los buñuelos. Un perfume… que su suegra guardaba en el aparador.
Lola tenía razón. Había estado dormida toda la vida.
—¿Por qué te casaste con él?
—Me dio pena… Parecía tan perdido. Gafotas, no sabía hacer nada… Y su madre dijo: «Si te pide casorio, acepta, no des el espectáculo».
Las amigas lloraron, rieron, recordaron.
—Si no me hubiera alejado de ti entonces…
—Ellos me convencieron de que una mujer casada no necesita amigas.
Lidia miró alrededor.
Dar el paso da miedo, pero se puede. Alquilará un piso. Divorcio. Reparto de bienes… Todo lo ganó con sus manos.
¿Su hija se pondrá del lado de su padre? Pues allá ella.
No se va por otro hombre. Con Pedro solo hay amistad.
Quiere silencio.
***
¡Y cómo la vapuleó la familia!
—¡Vuelve con tu marido! ¡De rodillas! —chillaba su madre.
La suegra fingió un «ataque al corazón», pero Lidia pasó de largo.
Y luego…
Mari Carmen vino a pedir perdón.
Ahora aprenden a reconstruir su relación.
¿Y Kike? Un mes después del divorcio, ya paseaba del brazo de Pili. La espalda, como nueva.
Dicen que con Pili no se anda con tonterías…
Pero a Lidia ya le da igual.
Está aprendiendo a vivir.
Mari Carmen la apuntó a un spa.
Pedro la invitó a la montaña—como en su juventud.
Nunca es tarde para empezar de nuevo.
Al principio cuesta, pero luego… va rodado.